A
22 años de su ahogamiento en la piscina de ese club, aún quedan incógnitas.
Por Iván Ottenwalder
El pasado 6 de agosto
del 2015 se cumplieron 22 años de la muerte de mi primo Alex. Había muerto
ahogado en la piscina de Aqua-Flamberg, un club acuático ubicado en el sector
capitalino de Bella Vista. Hoy en día este lugar recreativo ya no existe; desapareció
hace algunos años.
Alex no era un primo
sanguíneo; ni siquiera llevaba el apellido Ottenwalder. Fuimos parientes más
bien por asuntos de otra naturaleza. Él era hijo de María Australia Vásquez
(Estrella), hermana de crianza de mi padre, Facundo Ottenwalder.
Estrella fue adoptada
en su niñez por Genarita Adams y Facundo Primitivo Ottenwalder, mis abuelos, padres
de mi papá. En San José Adentro, un campo de Santiago de los Caballeros, estudió,
se desarrolló y creció. Una vez adulta se casó con un señor, de otra comunidad
rural, apellidado Miranda y de esa relación tuvieron un hijo al que pusieron
por nombre Alexander Miranda.
Antes de entrar de
lleno en los detalles de la tragedia prefiero relatar un poco de historia, remontarme al génesis de
todo.
Y ese principio tuvo su
origen en el año 1986, aunque no recuerdo la estación precisa, cuando mis
padres, deseosos de que aprendiese a nadar, me inscribieron en clases de
natación. Como vivíamos en el barrio Los Maestros, del sector Mirador Sur, muy
cercano a la famosa escuela de nado Aqua-Flamberg, prefirieron apuntarme allí.
Desde el primer día mis
lecciones de natación empezaron a entusiasmarme y, al poco tiempo, mi
desenvolvimiento iba por buen camino. En varias ocasiones era mi padre quien me
llevaba a ese club; en otras, Mercedes, una sirvienta que duró unos buenos años
trabajando en casa. También Carlos, cuando podía y, durante una semana, mi tía Mirtha.
¿Y por qué la tía? Porque durante mis vacaciones me hospedé una semana en su
casa.
Parte de aquellas
vacaciones también coincidieron con la presencia de Alex en casa, por alrededor
de un mes. Aquel niño de campo criado más por mis abuelos que por su madre,
conoció y se bañó por primera vez en una piscina. Mientras tomaba mis lecciones
junto a otros niños en la alberca profesional, Alex, de 11 años de edad, se
divertía bañándose en la de los pequeñines de 5 y 6. Aunque suene gracioso,
aquello se convirtió en uno de sus más hermosos capítulos, su más grandioso
ensueño consumado.
Esta era la entrada principal de lo que una vez fue Aqua-Flamberg. |
Una vez terminadas sus
vacaciones, Alex se regresó a San José Adentro. Yo en cambio continuaba en mi
afán por seguir avanzando en natación. Y dicho afán se vio truncado por culpa
de mi padre cuando tomó la decisión de retirarme de las clases bajo el pretexto
de que el cloro de la piscina era dañino para la salud, a sabiendas de que
todas las piscinas del mundo eran higienizadas a diario con cloro.
Una tarde, mi última como
aprendiz, mi hermano Carlos se encargó de informarles a los profesores de nado
sobre la decisión tajante de mi papá. “No entiendo por qué ahora. Él ha ido
avanzando bien en el clavado de trampolín, en el nadado de ida y vuelta. Ahora
pasaremos a una etapa de mayor intensidad donde los muchachos tendrán que
demostrar más resistencia en el agua, en las brazas y en la rapidez para hacer
mejor cronómetro”, le explicó Tatis, uno de mis instructores.
Carlos comprendió y
hasta le dio la razón al instructor, pero era mi papá quien pagaba las clases y
decidía si yo continuaba o no. Cuando regresamos a casa le contó a mi padre los
argumentos del profesor. Pero intransigente y terco como una mula, mi
progenitor me retiró de Aqua-Flamberg.
Del
campo a la ciudad
En 1990 Alex se había
ido para siempre de San José Adentro. Se peleó con mi abuelo Facundo, quien fue
como su padre y que lo adoptó desde los cuatro años, dándole techo, alimento y
mandándole a estudiar a la escuela pública de Mocán, un paraje no tan lejos de
San José. Fue en esencia su verdadero padre, mucho más que Miranda, su
progenitor biológico que residía en los Estados Unidos.
Una de las hipótesis de
Carlos y que aún mantiene hasta hoy es que Alex había sido víctima de un lavado
de cerebro. Creía que alguna persona amiga del campo o de la metrópolis de
Santiago le había sazonado el oído para que se fuera a vivir hacia la capital,
Santo Domingo. Aunque nunca pudo demostrar sus especulaciones y Alex tampoco
reveló nada en ese sentido, sostenía que un fulano cualquiera había sido el
responsable de convencerle de que en el campo nunca se iba a superar y que jamás
pasaría de ser un campesinito siembra yucas y ordeñador de vacas.
Una tarde, sin mucho
que decir, Alex agarró un bulto lleno de ropas y se marchó. Mientras cruzaba
por el portón de entrada y salida de la finca de abuelo alguien, aparentemente
preocupado, le preguntó que le pasaba. Alex, vociferando a todo pulmón, le
contestó: “¡Me voy de aquí, no quiero seguí viviendo con ese ladrón!”
Estrella se hizo cargo
de su hijo y se lo trajo a Santo Domingo, a su modesta casita ubicada en el
pobretón barrio de Villa Duarte. Lo anotó en la escuela pública mientras mi
hermano le hacía diligencias por conseguirle un empleo en un centro de lavar
autos (car wash).
Al inicio todo salió a
pedir de bocas. Mi primo empezó a descollar como buen alumno en la escuela y también
consiguió el empleo de lavador de autos. Pero al poco tiempo se derrumbaron los
naipes de la buena suerte. Alex dejó su trabajo porque se peleó con otro
empleado del car wash. En tanto, en la escuela, su rendimiento académico empezó
a decaer.
“Y usted, joven, ¿qué le ha pasado? Antes era
un alumno brillante y ahora su pobre rendimiento me asusta”, le llamó la
atención su profesora. Aún así Alex no desertó la escuela y siempre tuvo
intenciones de finalizarla, aunque luego no supiese qué hacer con su vida.
Cuando nos visitaba en
la casa del Mirador, le contaba a Carlos sobre los planes de su padre, Miranda,
de sacarle los documentos y llevárselo para New York. En el aspecto social se
dio a querer en nuestro barrio de clase media. Casi todos los amigos míos y de
Carlos, también se hicieron sus amigos. Incluso, aquellas chicas que nunca me
interesaron hicieron buena camaradería con Alex. Se convirtió de repente en un
chico very popular.
Año
1993
Por esta puerta, hoy en abandono, se entraba al famoso club acuático. |
Para finales del verano
de 1992 mis padres se habían divorciado. Mi madre y yo hicimos tienda aparte y
nos mudamos para un pequeño apartamento en el sector El Millón, mientras Carlos
y mi padre se quedaron en la casa del Mirador. Por común acuerdo mis padres
decidieron no vender la casa, pero mi madre se llevaría casi todos los trastes,
dejándola casi vacía. Alex ya no solo visitaría a mi hermano, también mi nuevo
hogar. Cuando llegaron las vacaciones veraniegas del 93 solía visitarme con más
frecuencia. Compartía con Rebeca, la trabajadora doméstica de casa y amiga
íntima de Estrella. Un año antes Rebeca también había sido la muchacha de servicio
en la vivienda del Mirador y, gracias a ese vínculo amistoso con su madre, Alex
y ella se conocían bastante bien. Durante horas se contaban largos chismes y
muchas vivencias. Conmigo hablaba de béisbol y baloncesto. Siempre me
preguntaba si tenía novia, que por qué no todavía, me invitaba a que fuéramos a
una buena discoteca, que me presentaría una chica, pero yo no estaba en esos
planes aún.
En otra de sus visitas,
una semana antes de su trágica muerte, me motivó a que compartiéramos algún
rato en un buen lugar para el viernes 6 de agosto. Le di vueltas a la cabeza a
ver dónde y no se me ocurría nada. Él fue más listo y, recordando aquel tiempo de
mis clases de natación mientras él se bañada en la piscina de los niñitos, se
le ocurrió que fuésemos a Aqua-Flamberg. Estuve de acuerdo y así los
planificamos.
Lo tomó con tanta
ilusión que prefirió desechar una actividad con los amigos de su barrio y para
la cual había sido invitado. Todo con tal de compartir conmigo una tarde de
alberca en el lugar donde yo había aprendido a nadar.
El 6 de agosto por la
mañana se dirigió a la Veterinaria del Norte, empresa donde mi madre era
gerente, a pedirle 200 pesos para que él y yo fuéramos a Aqua-Flamberg. “Mira
Alex, toma el dinero y cuida mucho de Iván. Yo sé que él sabe nadar, pero
cuídalo, por favor”, le encargó.
Ese día Alex llegó como
a las 11 de la mañana. Escuchó un poco de música en la radio, y ya para las 12
del mediodía almorzamos unos espaguetis que nos preparó Rebeca. Una hora
después nos marchamos rumbo al destino que acabaría con su existencia. Llegamos
a Aqua-Flamberg como en 30 minutos. Pagamos las entradas y nos encaminamos a
los vestidores. Recuerdo que él le preguntó al salvavidas si podía bañarse con
una licra y este se lo permitió. Yo andaba con mi traje de baños.
Nos entramos al agua en
una tarde hermosamente soleada. Al principio anduvimos bordeando la orilla de
la alberca mientras nos adentrábamos para la parte honda de los 12 pies de
profundidad, cerca de los trampolines, pero siempre agarrados al borde. Él no
era bueno para el nado y tuve que seguirle la corriente. De repente, observamos
como un niño, muy listo y más pequeño que nosotros, se sumergía al fondo de los
12 pies y emergía con suma facilidad. Ese pequeño era un experto nadador, más
que yo, que no culminé la natación y más que Alex, que no sabía nadar. Pero mi
primo quiso imitarle, ya que no aceptaba que alguien más chiquito lograse algo
que él no pudiese. Entonces se le cogió con sumergirse al fondo una y otra vez
sin jamás poder tocar piso. Se empecinó tanto que duró largo rato intentándolo
y fracasando.
Finalmente, cuando se
cansó de tanto fallar, decidimos seguir bordeando la piscina. Nos detuvimos en
otro punto y allí comenzamos a charlar de los viejos tiempos, de las
vacaciones, del último año que me faltaba en el colegio, de lo que quería
estudiar una vez fuese a la universidad, mientras él me hablaba de sus sueños
de irse para Estado Unidos con su padre y de gozar la vida al máximo.
Luego se le antojó que
enrumbáramos a la parte más bajita de la piscina. Así lo hicimos. Recuerdo con
esta buena memoria, hoy de 40 años, cuando me dijo: “mira para allá primo. Ese
es Robertico Salcedo que anda con unos amiguitos”. Asentí con la cabeza. “Es
cierto”, le respondí.
Me acuerdo también que
por donde iniciaba esa área menos profunda de la alberca había un carril
separador enganchado de un extremo al otro. Era de esos carriles que colocan en
las piscinas profesionales durante las competiciones, para separar la ruta de
cada nadador.
Cerca de ese carril
separador estuvimos conversando hasta que Alex quiso regresar a una parte más honda
del agua. No olvido aquel pequeño roce que tuvo. Un tipo de su misma estatura y
un poco más fornido lo chocó sin mucha fuerza. Vi que ambos se cruzaron de mala
manera las miradas en menos de un segundo.
A pocos minutos,
agarrados al carril, Alex retomó el deseo de volver a tocar el fondo de la
piscina. Le dije que ya no lo intentara más, que dejara eso, pero él continuaba
con su loca ambición. Y más tarde, luego de parar los intentos, lo noté
pensativo, como si le preocupase algo. Entonces, fue cuando me suplicó sus
últimas palabras: “Primo, déjeme un rato solo, por favor, se lo pido, déjeme
solo, por favor”.
Lo complací y me puse a
nadar por otras áreas.
Pasados más de 20
minutos, quizá media hora, decidí buscar a Alex. Recorrí la piscina completa,
salí fuera, me adentré al vestidor de los hombres, luego al de las mujeres. ¡Sí,
al de las mujeres! Volví al agua, al área bajita y nada de nada. Hasta que,
repentinamente, divisé un grupo de personas arremolinada fuera de la alberca y
me acerqué. Todos lucían alarmados. Le estaban dando los primeros auxilios a mi
primo y tratando de sacarle el agua que había tragado cuando lo sacaron del
fondo de lo hondo. Tenía demasiado rato hundido, muchos minutos, quizás los
mismos 20 o media hora que duré solo antes de que me animara a buscarlo. Fue
uno de los bañistas que, al sumergirse en lo hondo, tropezó con un cuerpo inmóvil
y lo encontró. Gracias a él pudieron sacar el cuerpo de Alex, pero ya era
tarde.
Sentí un impacto muy
fuerte al ver aquella escena. Unos tipos lo montaron en un auto, rumbo al Centro
Médico Richardson Cruz. Aunque les grité que quería acompañarles al hospital no
me lo permitieron. Pensé en la probabilidad
de que en el hospital salvaran a mi primo. Era lo que más deseaba.
Hice varias llamadas. A
mi casa, para comunicarme con Rebeca, y a la de mi padre, también para
avisarle. Él no se encontraba, pero desde su vivienda lo telefonearon a PRODELESTE,
su lugar de trabajo. Más tarde volví a marcar a su casa y lo contestó. Me pidió
que lo esperara donde estaba. Durante la espera un personal del club me llevó a
la oficina administrativa y allí el presidente conversó conmigo. Estaba muy
nervioso, los guiños producto de mi Tourette se me acentuaron en aquel momento.
Era una pesadilla catastrófica para lo cual no estaba preparado en la vida. Mi
padre llegó y nos dirigimos a la clínica donde habían llevado a Alex.
Entramos al área de
Emergencias. Un médico fue sincero con mi padre: “Estos son los casos que uno
nunca desea ocurran”, le confesó mientras nos mostraba el cadáver sin vida de
Alex. No lloramos, pero quedamos muy impactados. Yo estuve muy tenso y él
meditando en la forma como se lo contaría a Estrella.
Nos fuimos a la casa
del Mirador. Allí estaban la servidumbre y otras personas más, abrazándonos y
dándonos consuelos. Alison, esposa de Ismael Peralta Bodden, cuñado de Carlos,
se mostró muy solidaria, sobre todo conmigo. A la casa fue llegando más gente.
Mi madre pidió un permiso en la veterinaria
para estar con nosotros. Mi padre telefoneó a Estrella para informarle
que la pasaría a buscar porque Alex
había tenido un accidente y estaba grave. Cuando llegaron ella no se quiso
desmontar del vehículo. Mi padre no tuvo más opciones que decírselo. Ella se
fue en llantos y gritos.
La
inspección policial
Un equipo de la Policía
Nacional, dirigido por un agente de apellido Mambrú, se encaminó al lugar de
los hechos. Hizo preguntas a todo el personal de Aqua-Flamberg, entre ellos, a
algunos de los bañistas. También se dirigió al hospital Richardson Cruz para
continuar con la pesquisa. Interrogaron al doctor encargado de las Emergencias
y a algunos enfermeros. Me hicieron preguntas y respondí lo que supe y como
pude. Fue la primera vez en mi vida que un agente policial me interrogaba.
Tampoco estaba preparado para eso en la vida, pero me defendí bien. Finalizado
el interrogatorio don Ismael Peralta Mora, abogado y suegro de Carlos, se me acercó
y dijo “ven para acá. Tranquilo.”
El agente Mambrú fijó
una cita para dentro de una semana en el Palacio de la Policía Nacional para hacerme
algunas preguntas de rigor. Tendría que ir acompañado de mi padre.
Mis
conclusiones sobre la tragedia
Cuando mi padre y yo
fuimos al Palacio de la Policía para la cita prevista con el agente policial,
este no se hallaba en su despacho. Lo esperamos buen rato y nada de aparecer.
Decidimos marcharnos. Nunca nos volvieron a llamar para otra cita.
A 22 años de la muerte
de Alex me han quedado algunas preguntas sin respuestas y, por más que pongo
las neuronas a funcionar, no llegó a ninguna parte. Sin embargo, es preciso y
necesario dejar escritas cuáles son esas dudas.
Aquellas insistentes palabras
“Primo, déjeme solo un rato, por favor, se lo pido, déjeme solo, por favor”,
han sido el detonante de esta inquietud mental que me arropa y motivo por el que
decidí escribir esta historia.
Una de mis
especulaciones viene asociada a lo del roce con el tipo fornido. Pues, si bien
es cierto que esto fue algo fugaz, no debería descartar de raíz que ocurriese
algún conflicto entre Alex y aquel muchacho minutos después de que dejara solo
a mi primo. El problema de esta conjetura radica en que nadie, ni siquiera el
salvavidas, vieron alguna escena de violencia o forcejeo dentro del agua. Lo
más probable, y difícil también de demostrar, es que el tipo fornido o
cualquier otro le pegara un golpe a mi primo (por ejemplo, una patada en el
rostro o estómago) cuando se hallaba sumergido tratando de tocar el fondo de lo
hondo, haciéndole perder el equilibrio, la respiración e imposibilitándole
subir de nuevo a la superficie. Pero también quedaría abierta la escasa
posibilidad de que otro bañista, también sumergido, observara tal hecho, fuera
en auxilio de Alex o delatara el incidente ante el salvavidas.
¿Cuál otra? ¿Suicidio?
La descarto. Nunca vi señales de depresión en Alex, más bien de persona alegre y
sociable a pesar de lo pobre que era. Le gustaba la música, bailar, hacer coros
con amistades, conversar con todo el mundo, etc. Ni siquiera en su último día
de vida observé signos depresivos en él.
La última. Su propia
travesura. De tanto insistir topar el fondo de lo más hondo e igualarse con el
niñito experto, posiblemente lo derrotase el agotamiento en uno de esos
intentos, perdiera la respiración y tragara mucha agua. O, quién sabe, si tal
vez logró pisar el fondo, pero luego se quedara sin energías para subir a la
superficie. Probablemente, cuando lo rescataron ya habían transcurridos más de
20 minutos.
¿Con cuál hipótesis me
quedo?
Cualquiera menos la del
suicidio. Pero, desafortunada e increíblemente, ninguno de los bañistas ni
empleados de Aqua-Flamberg vieron algo sospechoso
vinculado a su ahogamiento la tarde del 6 de agosto del 93.
El caso quedó resuelto
como un simple ahogamiento. Yo, en cambio, prefiero dejar algún margen para la
duda.