Lo
cierto fue que muchos niños dominicanos, deseosos de que sus papás les
comprasen un Nintendo o Sega para el verano, se esforzaron enormemente en
obtener mejores resultados en sus notas, y hasta en aprobar el curso sin dejar
asignaturas pendientes. Otros, se volvieron tan adictos que descuidaron sus
estudios, sobre todo, los que nunca tuvieron tradición de ser estudiantes
aplicados.
Por Iván Ottenwalder
Una tarde de un día
cualquiera de la primavera de 1988, cuando el reloj marcaba las siete, salí de
casa en ruta a la de Marcos y Alberto Zorrilla, dos amiguitos que residían
desde hacía un año en la calle Jesús Salvador del barrio Los Maestros. Mi hogar,
el número 13 de la mala suerte, según la cábala, también estaba ubicado en la
misma rúe.
Eran muy habituales mis
visitas a casa de los hijos de Rómula Martínez. Desde hacía meses solíamos
jugar con los bloques de Lego, ver
televisor y conversar sobre diversos temas, desde los más entretenidos hasta
los más tontos. También salíamos a montar en bicicleta por algunas de las
calles colindantes del barrio: Santa Ana, San Pablo y Jesús Maestro. Muchas
veces, desobedeciendo órdenes de nuestros padres, cruzábamos las avenidas
Bolívar, al norte, y la Sarasota, al sur. En otras innumerables ocasiones nos
convertíamos en peloteritos y jugábamos al béisbol con otros niños en el
aparcamiento de vehículos de un condominio frente a la San Pablo. Aquellas
jornadas beisboleras casi siempre iniciaban a partir de las 3 de la tarde
cuando el parqueo se hallaba prácticamente vacío. Los partidos, sin nadie que
mediara de árbitro, culminaban cuando ya el cielo empezaba a oscurecer;
entonces, todos los chicos recogíamos nuestros aperos (guantes, bates y
pelotas) y nos largábamos a nuestras casas a ducharnos y luego a cenar. La
rutina se repetía al día siguiente.
Súper Mario Bros. |
Aquella tarde cualquiera
de la primavera de 1988 sería diferente a las demás. Cuando entro a la morada
de mis amigos y paso a su dormitorio, me los encuentro jugando un videojuego
que jamás había visto en mi existencia: Súper Mario Bros. Quedé impresionado.
“¡Wao, pero esto es mejor que un Atari!”, exclamé sorprendido. “Sí Iván, es un
aparato que le llaman Nintendo y me lo prestó un amigo que vive cerca por aquí.
Voy a ver si mi mamá nos los lo compra. Estoy loco porque ella diga que sí”, me
contó Marcos cargado de una inmensa emoción.
Más tarde, dada la circunstancia
que se había corrido la noticia como pólvora, los Zorrilla recibieron la visita
de Carlos Andrés y su hermano mayor Carlitos. Luego Giovanni y El Gordo también dijeron presentes. Era
el inicio de nuestro debut en la nintendomanía.
Aquella tarde nos turnamos para jugar, control en manos, unos contra otros.
Esa cuadrada consola de
videojuegos, negra y gris y con una larga tapa desplegable con la inscripción de Entertainment system en letras rojas, era algo parecido a un objeto
de otro planeta para nosotros; a una maravilla hecha por personas de una
inteligencia muy superior a la dominicana y latinoamericana. Mis ojos quedaron maravillados
con aquellas imágenes casi reales de los juegos de Súper Mario y Duck Hunt.
El Atari, predecesor de Nintendo, jamás en su vida logró que las escenas de sus
juegos se vieran con tan precisa realidad. Sin embargo, nunca imaginaría que
varios años más tarde, dos o tres décadas después, las imágenes serían aún más
nítidas y similares al mundo real. Pero a ese tiempo le faltaba aún mucho por
llegar.
Todos vivimos un ensueño.
Marcos y Alberto primero, que daban casi por sentado que su madre les compraría
el codiciado e impresionante juguete; Carlos Andrés y Carlitos, quienes no
escatimarían esfuerzos en rogarle a su padre para que les comprara uno de esos
aparatos; Miguel Abraham (El Gordo), Giovanni Frías, Manuel, Guidito y, hasta
mi hermano Carlos y yo.
Durante tres días los
Zorrilla quemaron al máximo su fiebre de ese Nintendo, hasta que doña Rómula
cambió de opinión y les informó que no les compraría el exótico e innovador pasatiempo.
Marcos lloró, lo mismo que su hermanito menor. Para colmo, los chicos de mayor
edad del barrio, jugadores de vitilla, pelota, montadores de bicicletas, varios
de ellos ya con novias, se burlaron inmisericordemente de aquellos pobres
vecinitos. La cuerda que recibieron fue lo último que faltó. Pero al final se
resignaron y lo superaron. Aunque dicha resignación no sería muy larga, pues el
tiempo, poco a poco, se les pondría de su lado.
En el corto tiempo de
casi dos años que vivieron por el barrio, Marcos y Alberto nunca buscaron
confrontación alguna con los chicos más altos y fuertes, todo lo contrario, los
más altos y fuertes eran los que ocasionalmente buscaban confrontaciones con
ellos. Aquellos niños fueron víctimas de coscorrones, bromas de mal gusto y
bofetadas, en apariencia de retozos, que los hacían irritar. En otros
escenarios los chicos very popular, entre
ellos, Ricardo, Miguel Abraham, Giovanni, Carlos, Lalo y Cheri, los cargaban y
metían en algún zafacón de la calle. Al pequeño Alberto, a quien mi hermano
apodaba como Petete, una vez algún
muchachón le quitó su pistolita de agua y le mojó toda la cara y ropa. A Marcos,
uno de los desalmados le arrancó su bicicleta y se la estrelló porque éste no se
la quiso prestar. Todos esos abusos provocaban que los niños enfurecieran y,
por desquite, les soltaran algunos puñetazos a los tipos grandes. Pero, siempre
al final, los pequeños tocaban la peor parte, recibiendo como respuesta los más
abusivos y cobardes estrellones y pescozones. Todo terminaba en llantos para
los Zorrilla, con la posterior intervención de su furiosa madre, insultando y
vociferando improperios contra los ruines victimarios.
Llega
el SEGA
Great Baseball. |
La angustia de Marcos y
Alberto ante la negativa de su madre de comprarles la hermosísima consola de videojuegos
que les habían prestado por unos pocos días, no duró mucho. Al poco tiempo hicieron
amistad con un niño recién mudado que residía con su madre en un apartamento
ubicado en la acera del frente. Era Carlos Lample, un dominico-estadounidense
hijo de doña Elda Cepeda, una señora divorciada desde hacía unos buenos años y que
recientemente llevaba una relación sentimental con un señor de nombre Mariano. Gracias
a Carlitos Lample, a quien luego los chicos del barrio bautizaríamos de forma
injusta y burlona con el mote de Carlitos
el loco, los Zorrilla pudieron recuperar la alegría. El nuevo vecinito,
quien poseía un SEGA de la serie Master
System, hizo muy buena camaradería con sus nuevos amigos, a tal punto que
se juntaban todas las tardes, fuese en casa de unos o del otro, para jugar
hasta la saciedad los casetes de Alex
Kidd o Great Baseball. La noticia
se corrió tan rápido que en poco tiempo Carlitos, Andrés, Giovanni y El gordo ya le estaban ofreciendo
amistad a Lample. Durante varias noches se le veía en casa de algunos de ellos.
Para ser honesto, el menos interesado fui yo. Apenas una sola vez el
dominican-york llevó su SEGA a mi casa, y esto ocurrió ya bien entrado el 1989,
pocos días antes de regresarse con su madre a New York.
Durante todo ese 1988 la
fiebre del SEGA fue quemada al máximo por los chavales de la Jesús Salvador. A
Giovanni sus padres le regalaron uno. Ricardito también consiguió el suyo. Los
demás tíos prefirieron decantarse por Nintendo. Primero lo tuvieron los
hermanos Carlitos y Andrés; después Miguel Abraham y Manuel Bugallo; luego
Marcos y Alberto -gracias a que su padrastro Henry no los dejaría atrás de los
demás- y, por último, ya para 1989, Guidito.
El hogar de Carlitos y
Andrés, el número 11 de la Jesús Salvador, se convirtió en el lugar más popular
y solicitado del club de los nintendómanos (maniáticos al Nintendo). En la
República Dominicana comenzaron a proliferar los clubes de Nintendo por
doquier. Por la avenida Bolívar hubo uno muy famoso al que acudían la mayoría de
niños de todo el Barrio. No tan lejos de este había otro cuyo dueño, un señor estrictamente
severo con la disciplina y la educación, solo les alquilaba cintas de juego a
los niños que obtenían buenas calificaciones. Cada chiquillo que se apersonaba
a su tienda tenía que mostrarle el boletín de notas de la escuela. De acuerdo a
si estas eran buenas, malas o promedio, el dueño del club daba o no su
aprobación para el alquiler de casetes. “A ver jovencito, muéstreme sus notas
de la escuela del último mes”, solía pedir rigurosamente a sus pequeños
clientes. “Qué vemos acá. ¡Un rojo! Lo demás no está mal. Debes mejorar ese
rojo el próximo mes. Le alquilaré por esta vez solo una cinta”.
Mike Tyson´s Punch Out. |
Independientemente de la
severidad de aquel personaje, que prefería mejor anteponer sus principios ante al
afán de lucro desmedido, lo cierto fue que muchos niños dominicanos, deseosos
de que sus papás les comprasen un Nintendo o Sega para el verano, se esforzaron
enormemente en obtener mejores resultados en sus notas, y hasta en aprobar el
curso sin dejar asignaturas pendientes. Otros, se volvieron tan adictos que
descuidaron sus estudios, sobre todo, los que nunca tuvieron tradición de ser
estudiantes aplicados.
En República Dominicana Nintendo
llegó a ser considerado para esos años como el
mejor juguete del mundo.
Hasta yo, que según mis
profesores fui alumno brillante, quise ser poseedor de uno de esos lujosos y
codiciados aparatos. Si por mi padre fuese nunca lo tendría. Fue mi tío Roberto
quien me regaló, en el otoño de 1988, durante mi primer viaje a los Estado
Unidos, una consola de videojuegos. Y no fue si quiera Nintendo o Sega, sino un
Atari 7800, de esos ya en desuso. Mis primos ya no lo necesitaban. Ellos estaban
en la moda de Nintendo y, por ende, el Atari había pasado a ser un desecho.
Sin embargo, gracias al
Atari disfruté mucho de Pole Position,
Ms Pacman, Winter Games, alguna de béisbol que no recuerdo su nombre y Food Fight. Eran juegos con unas imágenes
muy desfasadas y poco atractivas comparada con los gigantes tecnológicos de la
nueva era.
Los
casetes más jugados
Atari 7800. |
El verano del 88 trajo
alegría prácticamente a todos. Cada chaval tenía su aparato de videojuego,
fuese Nintendo, Sega o hasta el más atrasado de los Atari. En casa de Carlitos
y Andrés se respiraba una atmósfera enfermiza de la nintendomanía. Aquella
vivienda era punto de encuentro todas las tardes. Súper Mario Bros, Zelda, Blaster Máster, Bases Loaded, Castelvania,
Karate Kid, Double Dribble, Double Dragon,
Mike Tyson´s Punch Out, fueron los
casetes más jugados y viciados por nosotros. El sueño anhelado, como el de
todos los fans de Nintendo de aquella y todas las épocas, era llegar al final
de la cinta y derrotar al malo. Quien
conseguía tamaña proeza, no se cansaba de repetirlo por el vecindario durante
muchos días. Era como colgarse una valiosa medalla. Para ser franco, nunca llegué
al final uno de esos juegos de mágicos mundos.
Mi
primer Nintendo, en 1992
Honestamente, el primer
Nintendo de mi vida lo vine a tener en el verano de 1992. Mi madre me lo había
comprado en uno de sus tantos viajes de negocios que hacía a Puerto Rico. Ya
para ese año las modas eran el Súper Nintendo y el Sega Génesis. Casi todos mis
amigos poseían el uno o el otro de aquellos últimos pasatiempos tecnológicos. E
incluso, otros preferían jugar videojuegos por computadora.
Baseball Stars. |
Cuando tuve mi consola,
la primogénita de la marca Nintendo, la serie de Súper Mario Bros iba por la
tercera parte. Llegué a poseerla y jugarla, pero nunca la finalicé. En verdad,
la que siempre me fascinó fue Baseball
Stars, una cinta que adquirí de una forma tan suis géneris digna de relatar.
En la avenida Sarasota vivía
un amiguito, muy travieso al cual apodábamos Luis el ladrón. Una noche éste la llevó a mi casa y me la mostró. La
jugamos en mi consola y, en efecto, me encantó. A los pocos días hicimos un
acuerdo de adquisición del casete. Él pedía 250 pesos por la cinta. Yo solo
contaba con 150. Pero no me quedé alicorto y se me ocurrió una idea. Conociéndole
y sabiendo como las empanadas de un reciente negocio de comida en el país de
nombre De Nosotros Empanadas, le hacían
aguas la boca, le prometí, y así lo cumplí, invitarle a comer durante varias
noches todas las que quisiera y pagarle así, en empanadas, los cien pesos que
le adeudaba. Iba cada noche sacando las cuentas, “una de diez pesos”, “otra de
12”, “duna de 13” y así sucesivamente, hasta liquidar aquel gracioso compromiso
financiero. Sin dudas que fue una solución ganar-ganar.
Gracias a ese acuerdo yo me convertí en el amo absoluto de la cinta de béisbol
de mis sueños.
Así éramos los niños de
aquella infancia, nos poníamos de acuerdo por cualquier cosa, aunque también
llegábamos a discutir y a pelear por pequeñeces.
Baseball
Stars fue el único videojuego en el que llegué a ser número
UNO en la era Nintendo. A los pocos días de comprársela a Luis, ladrón de poca
monta y con el cual entablé una preciosísima amistad, fui desplazando poco a
poco a cada uno de mis rivales hasta convertirme, no digamos en insuperable,
pero si en el mejor. Mi hermano Carlos, su amigo Henry y desde 1993, Ian Abud, entrañable
compañero de estudios del colegio, fueron los únicos adversarios de
consideración a quienes enfrenté. Y eso me agradaba, pues de lo contrario no me
hubiese sentido contento conmigo mismo de haber ganado todas las partidas con
facilidad absoluta.
Para 1997 mi primo Emil se
erigió en otro de mis dignos batalladores en Baseball Stars. Sabía cómo batirme en los partidos decisivos. Por
su inteligencia estratégica yo había dejado de ser el mejor en aquel juego de
realidad virtual.
Para ser exacto, duré con
aquella vieja consola y con el prehistórico casete de béisbol, hasta diciembre
de 1999. En la navidad de aquel año, estando de vacaciones en Miami, compré un
Nintendo 64. En enero del 2000, siglo XXI, el antiguo Nintendo de mis recuerdos
fue a parar a mi clóset, dentro de un cajón. El nuevo protagonista y compañero
de entretenimiento lo sería el 64. Aquel fabuloso aparato, al igual que el anterior,
también lo poseí fuera de tiempo, pues su época dorada había sido el último
lustro de la década de los 90. Sus fans, en mayoría, habían mudado su fiebre a
la del Play Station, de la marca Sony.
La era Nintendo, la de mi
adolescencia, jugó y ha jugado un papel estelar en
el planeta. Fue un revolucionario de la tecnología de videojuegos y unificador
de amistades en cada etapa (niñez, adolescencia y hasta adultez). Un legado que
siempre será recordado y jamás olvidado.