Los
recibos originales y copias de los pagarés, incluyendo el último, reposan
dentro de mi archivo de documentos.
Por Iván Ottenwalder
El miércoles 3 de febrero de
este año representó una fecha muy especial en mi vida: la promesa hecha desde
finales de 2015 de saldar hasta el último centavo la deuda del apartamento de
mi madre, por fin se había hecho realidad. Fueron casi cuatros años y medio,
desde que asumí aquel fiel compromiso el 25 de julio de 2016, pagando mes tras
mes a la Administración General de Bienes Nacionales, entidad estatal, las
cuotas de dos mil seiscientos cuatro pesos con cuarenta centavos, todas ellas
ya vencidas pues debieron haber sido liquidadas precisamente en aquel año. Mi
madre, Carmen Rita Núñez, Marisol para casi todo el mundo, había caído en
serias dificultades financieras desde mediados de 2012, razón por la cual
decidí hacerme responsable del monto de pago pendiente por su piso en el
Residencial José Contreras.
Afortunadamente, su desgracia
económica no se prolongó por más de tres años, y ya para 2015 se había
recuperado bastante de aquellos tollos financieros que la estuvieron
estrangulando desde su salida en 2012 de Soluciones Veterinarias (Solvet) a
raíz de la ruptura en malos términos con su antiguo socio, un empresario económicamente
exitoso pero moralmente sin escrúpulos a la hora de hacer negocios. Mi
progenitora, no ha sido la misma desde entonces, jamás ha podido recuperar la
bonanza económica que disfrutó en la década de los 90 del siglo pasado cuando laboró
para Veterinaria del Norte, empresa privada para la que fue accionista desde
mediados de los 80 hasta agosto del 2002.
A sabiendas de sus compromisos
atrasados, sobre todo bancarios, a los cuales les ha hecho frente con decidido
estoicismo, y en vista de que nadie en su familia la ayudaría en lo mínimo a
liquidar lo adeudado por su apartamento, no me lo pensé dos veces para tomar la
sabia decisión. Aquel patrimonio, su vivienda, la misma que deberían heredar
sus hijos Carlos e Iván, no podía echarse a perder.
Un
poco de historia
Para el verano de 1992 mis
padres se habían divorciado por incompatibilidad de caracteres. Satisfactoriamente
habían llegado a un feliz arreglo. Mi padre, Facundo Ottenwalder, se quedaría
viviendo con mi hermano Carlos en la casa del barrio Los Maestros; en cambio mi
madre y yo nos iríamos, pero ella se llevaría todos los muebles, utensilios de
cocina y electrodomésticos para un piso alquilado en el sector El Millón. En
pocas palabras, le dejó la vieja casa familiar prácticamente vacía, apenas con
dos camas y algunos enseres esenciales.
Aquel matrimonio, ya andaba
mal desde 1986. Para 1989 ni siquiera dormían juntos. Mi madre había decidido
llevar un estilo de vida muy moderno y recuperar, a su juicio, los años no
disfrutados en su juventud. Ese modernismo se reflejó notoriamente: aprendió a
conducir el auto, tandas de gimnasio todas las noches, lecciones de inglés,
nuevas amistades, cine, café bares y, ocasionalmente, algunas discotecas
exclusivas. También se decantó por los partidos de baloncesto del Distrito
Nacional, clases de salsa, navidades donde sus padres y hermanos en Miami,
Florida, a las cuales siempre la acompañaba.
En la práctica estaba llevando
una realidad paralela. Aunque se consideraba desdichada en su matrimonio, por
otro lado disfrutaba al máximo de sus andanzas y vida alegre. Desde finales de 1990 solía verse
constantemente con su profesor de inglés, Juan Ramón, ya fuese en el cine, la
disco, la piscina y, por qué no, hasta en el majestuoso concierto de Air Supply
celebrado durante la primavera de 1991 en el Hotel Jaragua.
Aquel grupo de baladas
australiano dejó una imborrable huella en la juventud dominicana de aquel
entonces. Se pude definir como locura lo vivido en la primavera del 91.
Legiones de chicos y chicas de los estratos sociales mediano y elevado de la
capital dominicana y el país fueron hechizados por la magia de las canciones
románticas de aquella agrupación. La juventud había enloquecido, vivían un
estado de éxtasis, una especie de ensueño similar a lo vivido en el Madrid de
1965 con la visita de los Beatles en plena dictadura de Francisco Franco.
Los jevitos de familias
adineradas así como dominicanos adultos, mayores de 25 años, conocedores de la
buena música foránea, abarrotaron la sala de concierto del Jaragua para
disfrutar de Air Supply. Muchos, entre ellos mi mamá y Juan Ramón, presenciaron
el espectáculo de pie.
Aquel episodio también dejó
una verdad absoluta imposible de refutar: no fueron pocos los adolescentes que
se metieron en amores, como decimos los dominicanos, por obra y gracia de
aquellas inolvidables baladas de Air Supply. Otros tantos, se volvieron más
liberales y mundanos.
No pretendo condenar a mi
madre por el estilo de vida liberal adoptado desde hacía años, mucho menos a
Air Supply, tampoco a Juan Ramón. Las cosas, simplemente ocurrieron. Hay gente
que cree en lo inevitable y, como bien expliqué antes, aquel matrimonio ya no
andaba bien, había llegado a un punto de no salvación. Era inevitable.
Desde el verano del 92 vivimos mi madre y yo en el edificio Hamlet – Vladimir, en un tramo sin salida de la calle Luis F. Thomén por un periodo de casi cuatro años (1992-1996).
Siendo honesto nos sentíamos bien residiendo en El Millón. Hicimos nuevas amistades, tuvimos muy buenos vecinos. Pude haber flechado alguna chica como Soraya, Haroli u otra, pero la cobardía o timidez, como casi siempre en aquellos años, solía derrotarme y, por lo regular, desaprovechaba la ocasión de tener una relación de amor ya fuese corta o larga.
Amén de todo lo expuesto, doña Marisol no quería pasarse el resto de sus días pagando alquiler de apartamento. Por esa razón investigó en el sector inmobiliario sobre el precio de las viviendas y las facilidades de financiamientos. Después de tanto calcular no le gustaron los montos establecidos, desestimando la idea de comprarle un piso a la banca privada.
Un día de finales de 1994 visitó a Teófilo Carbonell, un prestigioso arquitecto oriundo de San Cristóbal, dirigente de primera línea del Partido Reformista Social Cristiano y hombre de confianza del presidente Joaquín Balaguer, gobernante de la nación en aquel entonces. Eran grandes amigos desde hacía más de un lustro. Mi madre siempre le atendía cuando frecuentaba la Veterinaria del Norte en procura de productos - alimentos y fármacos - para su adorable cría de perros. Usualmente, le hacía muy buenos descuentos. Durante la mencionada visita Marisol le contó su situación, su deseo de tener una vivienda propia en un buen lugar. El arquitecto de grandes obras como el Teatro Nacional de Santo Domingo, El Gran Teatro del Cibao y el Faro a Colón se puso a su disposición de inmediato. Le comentó sobre un proyecto habitacional que se estaba construyendo en la avenida Independencia denominado Residencial José Contreras. Le prometió ayudarla a conseguir uno de esos apartamentos y para ello le escribió una carta de recomendación al presidente Balaguer como también se puso en contacto con Clarisa Jiménez, mujer de mucho poder en la administración reformista y cercana al mandatario.
Con unos contactos de mucha influencia en el gobierno, tipos pesos pesados, difícilmente le negaran el apartamento a mi progenitora. Eso sí, el proyecto de viviendas esperaría hasta el año 1996 para ser entregado.
Para finales de julio del 96 mi madre recibió la gran noticia. Clarisa Jiménez le informaba, vía celular, que la entrega de pisos se efectuaría a principios de agosto y que su nombre figuraba en la lista. ¡Ya era un hecho!
Recuerdo aquella tarde. Teníamos visita familiar en el apartamento alquilado de la Luis F. Thomén. Todos estallamos de alegría. El júbilo nos arropó; la bulla dijo presente. Mi madre, la gran agraciada, no pudo contener el llanto de la emoción; su hermano Juan Omar, sus cuñadas Mayra Mieses y Rossy Genao, mis primos Óliver y Michelle y, por supuesto, el autor de este relato, parecíamos locos celebrando una corona de campeonato.
Días antes de Balaguer entregar el poder al presidente electo Leonel Fernández, Marisol recibía las llaves de su vivienda. ¡Su sueño se hizo realidad! Jamás puedo olvidar a la muchedumbre de beneficiarios, aglomerada en una de las principales vías del complejo habitacional recibiendo sus apartamentos por parte de las autoridades cuasi salientes. Todos contentos. El arquitecto telefoneó por celular a mi madre para felicitarla. Ella me lo puso luego al teléfono. Le di las gracias infinitas. Recuerdo su respuesta: “Salud, salud y bendiciones”.
Aquella vivienda, como todas las entregadas por el Estado, no fue gratuita. Esos apartamentos, situados por el kilómetro 101/2 de la avenida Independencia, tuvieron un precio de 775 mil pesos dominicanos. Para obtener uno de ellos, además de la cuña política, había que adelantar un inicial de 150 mil (RD$150.000.00). El financiamiento estaba contemplado a 20 años, desde 1996 al 2016, pagando cuotas mensuales de RD$2,604.40 a la Administración General de Bienes Nacionales o al Instituto Nacional de la Vivienda (INVI).
Lo que pasó después
Nos mudamos al nuevo apartamento a principios de 1996. El Estado había concedido un año de gracia a los adquirientes de cada piso antes de que empezaran a pagar las cuotas mensuales. Mi madre optó por hacerlo desde el principio. En ocasiones abonaba hasta tres mensualidades en un solo mes. Así lo hizo hasta principios del 2003, año en que comenzó a bajar la guardia. Su sentido de la responsabilidad se había relajado, a tal punto de durar hasta tres y cuatro meses para realizar un pago. En los años posteriores, fue igual o peor. Para la primavera de 2003 había entablado una relación amorosa con Francisco El Gallero, un hombre de dudosa reputación, mujeriego, dado a la lidia de gallos de pelea y al trago. Juan Ramón, su expareja, hacía poco se había ido de la casa tras más de diez años de relación sentimental. Eso le afectó mucho y, quizás por impulsos o rebeldía, prefirió buscarse rápidamente otra pareja en lugar de darse un tiempo prudente, digamos seis o siete meses, para tratar de sanar emocionalmente el quiebre con Juan Ramón.
Mi madre había renunciado en el verano de 2002 de la Veterinaria del Norte, empresa en la que ella había progresado y alcanzado una buena estabilidad socioeconómica (1981-2002) para fundar junto a un próspero inversionista Soluciones Veterinarias (Solvet). El nuevo negocio tuvo dificultades para arrancar y nunca pudo despegar como realmente se esperaba. Hubo errores de gerencia y ventas, los cuales prefiero no detallar en este momento. Lo cierto es que el poder adquisitivo de Marisol no volvería a ser el mismo de otros tiempos. Todo ello, unido al desamor y a la aventura fallida con el gallero (2003-2005), trajeron una retahíla de fracasos para ella y la empresa.
A mediados de 2012 las cosas finalizaron de mala manera. Mi madre y su socio dieron por finalizada la relación laboral. Meses después ella hizo nuevamente mundo aparte. Para el otoño de aquel año alquiló un local en otro punto y poco a poco levantó una tiendita veterinaria. A finales del 2013 se mudó a otro local y a mediados del 2014 a otro. En ese último se ha mantenido hasta la actualidad.
Aunque es su propia jefa todavía no encuentra la fórmula de prosperar grandemente su negocio. Ha podido dejar atrás deudas viejas pero solo para meterse en otras, tan exageradas como las anteriores. A decir verdad, no sé si podrá sobrellevar tanto yugo por mucho tiempo. Si lo logra, es una maga, y habría obviamente que felicitarla y aplaudirla rabiosamente.
Ella se desentendió por años de los pagarés a Bienes Nacionales. Cuando asumí la deuda de su apartamento en julio del 2016 acumulaba casi seis años de atrasos. Menos mal que el Estado no le estaba cobrando moras por todos esos atrasos generados. De ser así, confieso, se me hubiese hecho bien complejo liquidar lo adeudado. Voy a ser justo en reconocer que mi madre se entusiasmó un poco al verme pagar las mensualidades de su piso, razón por la que me ayudó, aunque por poco tiempo, a abonar algunos meses. Ese fervor le duró poco, ya para la primavera del 2017 se había desentendido por completo. A partir de ahí me las pasaba recordándole constantemente su aporte a la deuda, pero de nada sirvió. Me prometía que abonaría uno o dos meses, pero el tiempo transcurría y nada hacía. Siempre se justificaba con la excusa de que muchas familias estaban en la misma situación de impago, que Fulano o Sutaneja nunca le habían pagado un chele a Bienes Nacionales, que todo el mundo estaba descalabrado, que me despreocupara ya que nunca le quitarían su vivienda. Yo preferí no fiarme de aquel “consejo”. Tal vez no sea viejo zorro, pero conozco bien como suelen actuar los ministros y, sobre todo, en esos asuntos de viviendas con deudas vencidas. Ya en 2002 hubo un intento por parte de Bienes Nacionales de despojar de sus pisos a todas las familias del Residencial José Contreras que tuviesen varios montos atrasados. Incluso, se habló de reestructurar las cuotas de pago bajo el entendido de que, si esos apartamentos hubiesen sido edificados por el sector privado, las mensualidades - capital e interés -, fuesen mucho más elevadas. Todos los beneficiarios del José Contreras se manifestaron y realizaron varias protestas. El doctor Marino Vinicio Castillo (Vincho) y su hijo Pelegrín Castillo Semán, abogados, se ofrecieron a defender gratuitamente a todas aquellas familias que residían en el residencial, la mayoría desde 1996.
El director de Bienes Nacionales de aquel entonces, quizás por instrucciones del presidente Hipólito Mejía, le dio marcha atrás al asunto, salvando de un gran susto a las humildes familias del José Contreras, quienes finalmente pudieron permanecer en sus pisos.
Se llegó a rumorear en el 2002 de que la Administración General de Bienes Nacionales se traía entre manos un plan macabro, consistente en desalojar a varias familias de sus viviendas para otorgárselas a personas amigas y familiares vinculados al gobierno constitucional de período 2000-2004. ¡Cómo olvidar aquel episodio!
Y precisamente aquel episodio, difícil de olvidar, fue que me hizo pensar bien las cosas. ¿Qué garantías podría tener mi madre de que un día no volviese a asumir a Bienes Nacionales un administrador con ínfulas de severo, con el firme propósito de jugarles pesado a todos aquellos beneficiarios de apartamentos o casas que arrastrasen un montón de cuotas vencidas? Una vez ya ocurrió. Puede que nunca más, pero ¿y si sí? A veces no es bueno desafiar al destino.
Por no desafiarlo fue que el pasado 3 de febrero del año en curso saldé lo último que se adeudaba de aquel inmueble adquirido en el 96: diecinueve mil cuatrocientos setenta y siete pesos con 18 centavos (RD$19,477.18).
Los recibos originales y copias de los pagarés, incluyendo el último, reposan dentro de mi archivo de documentos.
Finiquitada la deuda, ahora debemos esperar por el título de propiedad, que tomará su buen tiempo. Espero, no sea una eternidad.