Por Iván Ottenwalder
Una noche del verano de
1986, ella le informó a su hijo menor aquella noticia de último minuto. “Hay mi
amor, tu papá y yo hablamos seriamente esta noche y nos vamos a divorciar”,
le comentó a su vástago de 11 años. Eran
como las once de la noche. Ella y él acababan de llegar de una actividad. Ya en la casa él no quiso abrir la boca, su carota lo reflejaba todo. El
hijo menor no lo tomó a preocupación. Pensó que
a sus padres se les pasaría en poco tiempo. Ya antes había escuchado sobre
casos de divorcios en otros entornos, como la escuela, el campamento de verano
y el mismo barrio. Aquel niño se había relacionado, desde años atrás, con
algunos amiguitos y amiguitas cuyos padres se habían divorciado o separado.
Mientras pasaban los
días, semanas y meses ella empezaba a sacarle en cara a su marido todos sus
defectos, defectos que bien conocía pero que antes, por amor, se los toleraba.
¿Pero es que acaso había otro hombre en su vida? En aquel momento no. Más bien
fue una especie de hartazgo hacia su carácter lo que le indujo al paulatino
desamor. ¿Y cómo era el carácter de él? El de un hombre tranquilo pero no
divertido, de buenos sentimientos pero inexpresivo, honesto y austero, pero
pasado de tacaño; fiel a su mujer, pero jamás romántico o cariñoso; consejero,
pero siempre en un tono molesto, como si estuviese enfadado; con grandes conocimientos,
pero muy tímido para iniciar una dinámica conversación sobre un tema que
interesase a su mujer e hijos. Más bien, sus problemas fueron todos de forma.
Un temperamento duro que nunca se ocupó en limarlo le han caracterizado hasta
el día de hoy.
La psicología le quedó
grande. Tuvo muchas veces la razón pero no sabía decir las cosas; tampoco comunicar;
transigir al menos un ápice ante una lógica de sus hijos o mujer; reconocer un
error y hasta pedir una disculpa. Lo más sorprendente es que aquella rectitud,
cerrazón y reciedumbre solo era para con su familia. En su entorno laboral era otro
ser humano, de diálogo y armonía. Y no es que no quisiera a su mujer, claro que
la quería, pero a su manera no romántica, no expresiva, no detallista, no
chévere ni alegre. Veinticinco años después, su hijo menor, ya entrado en las
cuatro décadas, jamás comprendió por qué su padre no hizo siquiera el más
mínimo esfuerzo por superar todas aquellas debilidades en la medida posible. Es
cierto que hay temperamentos que no se cambian del todo, pero se puede trabajar
por mejorarlos en la medida posible.
Un
tipo raro.
Cada vez que ella
llevaba una amiga a su casa él solía comportarse de una manera tan extraña y
difícil de definir. El escenario era el mismo de siempre: él, ensimismado en un
silencio sepulcral, saludando de lejitos con un parco ¿cómo ta ute? y por lo regular concentrado en otro quehacer
(desyerbando el patio, pelando una lechosa o limones dulces, podando las flores
y árboles frutales, etc.) mientras su esposa conversaba con la invitada. Pero
increíblemente y, para sorpresa de la visitante, pasado unos 25 o 40 minutos él
hacía su aparición en el lugar donde ésta se encontraba, fuese en la sala o la
galería, acercándosele para regalarme una piña u otra variedad de fruta. Su
obsequio siempre iba acompañado de un inmenso silencio y una sonrisa bonachona.
La impresión de todas las amigas de su esposa era casi siempre la misma: la de
un hombre que no hablaba, no compartía, pero que era bueno.
Ella deseaba que el
panorama cambiara. Pidió consultas a amistades, especialmente los del grupo de
oración y algún sacerdote con tal de salvar su matrimonio. Escuchó consejos. Se
dio la oportunidad de intentarlo. Mostró, durante meses, dulzura de carácter
hacia su esposo. Lo convidaba a que fueran al cine, al teatro, a alguna fiesta
de su trabajo o a la playa. En algunas ocasiones él accedía, por lo regular a
regañadientes y seriesote. Era común escuchar de sus labios severos decirle “al
cine se va una o dos veces al año, no siempre”, “yo no voy a esos sitios”, “toy
cansao”, “mira, no hay dinero pa’ ta gatando a cada rato”. “Eta vaina ta dura”.
Ella se desanimaba. En lugar de continuar, solo hallaba razones para acrecentar
sus convicciones de que el divorcio era lo más conveniente. En efecto había una
seria incompatibilidad de caracteres.
Desde que se casaron, cada
vez que ella quería besarlo en los labios él le ponía la mejilla. Inclusive, la
noche de la boda (finales de los años 60 del siglo XX) él la besó en la frente
y no en la boca.
Trabajador
apegado
En el plano laboral a
él nunca le atrajo el protagonismo, aunque si el trabajo estricto. Fue incapaz
de defender sus propios intereses y logros, en espera que los demás se los
reconocieran, cosa que muy pocas veces ocurría. Llegó a desaprovechar
oportunidades doradas de hacer dinero, limpio y sin mancharse las manos. Desestimó
jugosas ofertas. En múltiples ocasiones tampoco supo venderse como lo mejor. No
fueron pocas las veces que, cuando lo requerían para encabezar un proyecto
ambicioso, solía recomendar a otro colega, en detrimento de él mismo y de sus
intereses. Su bondad no tenía límites. Se pasaba de bueno. Era todo un
trabajador abnegado y serio, pero sin ambiciones, como aquellos que llegaron
hasta un nivel y decidieron no avanzar más.
Ella
y el gimnasio
Durante el año 1988
ella empezó a tener dolores fuertes en la espalda y la cadera. Visitó a un
ortopeda y este le indicó usar una faja ortopédica. Así lo hizo. Pero los
dolores no cesaban. Un día, en 1990, se le prendió el foco. Mientras iba conduciendo
una camioneta, que le había asignado la empresa para la que laboraba, pasó
frente a un famoso gimnasio cerca del sector donde residía. Ese gimnasio estuvo
allí desde hacía cuatro años, pero ella no se había dado cuenta. Entonces
decidió probar, jugárselas a ver qué ocurría. Estaba decidida en buscar
opciones con tal de ponerle fin a aquellos insoportables malestares de cadera.
Entró a la recepción del gimnasio y habló con el dueño. Le explicó sobre su
dolencia. El propietario, aunque naturalmente tenía sus intenciones económicas,
le recomendó que se inscribiera y que tomara clases de aeróbicos todos los días.
Le dio un recorrido por el área de pesas para mujeres y le mostró la sala de aeróbicos.
Su orientación cayó como anillo al dedo. Le explicó que el ejercicio físico era
lo mejor para trabajar el cuerpo y evitar todo tipo de fatigas y dolores. Además
de propietario, era instructor de gimnasio y sabía de lo que estaba hablando.
Ella se animó y, en pocos días, ya le ponía un entusiasmo sin parangón a los ejercicios
de pesas y aeróbicos. Milagrosamente los dolores de espalda y cadera
desaparecieron. Dijeron chau.
Ella, con 37 años, se
aclimató al régimen de ejercicios a la perfección. Y no solo eso, también hizo
nuevas amistades, casi todas más jóvenes que ella. El gimnasio se convirtió en
su nuevo entorno social. Iba al cine con sus nuevos amigos y amigas, así como a
todas las fiestas que organizasen. Se dedicó a comer saludable (muchos
vegetales, jugos frutales, fibras y proteínas). Se puso en forma y desarrolló
algo de músculos en sus brazos. Todo le estaba saliendo bien y de risitas,
excepto su matrimonio. En su lugar de trabajo le aumentaron el sueldo y obtuvo jugosas
ganancias en bonificaciones a finales de año. En lo emocional se creyó una
chiquilla que tenía un mundo por descubrir
y que, por tal motivo, debía gozar su vida. Dio riendas sueltas a sus
emociones. Empezó a hacer cosas que en su adolescencia nunca había hecho, entre
ellas, frecuentar a cada rato una buena discoteca, siempre en compañía de amistades
más jóvenes; teñirse el pelo de rubio, escuchar y bailar la música más a la
moda del momento y comer constantemente en pizzerías y hamburgueserías. El hijo
menor, para su fortuna, se benefició al máximo de estas alternativas
alimenticias.
Para finales del verano
de ese 1990 ella invitó a sus dos vástagos y a un amigo de su hijo menor a
pasar un fin de semanas en un resort de la costa norte. Había sido un viaje
planificado con antelación por unos hermanos de ella. Su marido, sí, el marido
de ella, nunca se motivó a acompañarla. El dinero no alcanzaba y había otras
prioridades en la casa. Eto ta mal. La vaina ta cara. A ete paí se lo ta llevando el diablo, era su sabia y manida
respuesta de siempre.
Ella era, y a leguas se
le notaba, feliz con su nuevo estilo de vida. Para 1991 sus razones para
divorciarse ya eran determinantes. Salía con otros amigos, ya no solo con los
del gimnasio. Desde 1990 pagaba clases particulares a un profesor de inglés,
quien iba tres veces a la semana a impartirle lecciones a su oficina. Aquellas
clases terminaron traspasando la relación profesor-alumna. Comenzaron a pasear,
a ir al cine, a cenar, a la discoteca, al juego de baloncesto y luego, ¡zas!,
nació el amor. Todo lo hicieron bajo mucha discreción, por supuesto.
Para 1992 ya ella estaba
decidida. Buscó una abogada, presionó a su marido para que le diera el
divorcio. Si él no lo aceptaba ella de todos modos se iría a vivir con su hijo
menor a otra casa o a un apartamento. Su posición era tajante. Tenía su
estrategia calculada. Para el mes de agosto su marido firmó el documento de
divorció y pasó a ser su ex marido. A finales de septiembre ella y su hijo menor
se marcharon a otra vivienda: un apartamento de dos dormitorios en un modesto
sector de clase media. El hijo mayor prefirió quedarse con su padre. Este nunca
estuvo de acuerdo con aquella separación y culpaba a su madre por haber dejado
a su papá.
Previo al divorcio él y
ella habían llegado a común acuerdo. Ella le dejaría la casa, pero se llevaría
todos los muebles y accesorios que había comprado con su dinero trabajado. Para
ser honestos, casi todos los ajuares. La casa se quedó prácticamente vacía. También
acordaron, por el bien de sus dos hijos, que se llevarían como buenos amigos,
sin guardarse rencores. Y así sucedió.
Finalmente madre e hijo
menor tomaron nuevos horizontes, mientras padre e hijo mayor se quedaron solos
en la casa, replanteándose qué harían con sus vidas en lo adelante.
Afortunadamente, madre e hijo menor se adaptaron bastante bien en su nuevo
entorno. Los otros dos también salieron adelante. Ya para febrero de 1993, hijo
mayor se había casado con su novia, la cual se encontraba en cinta. Hijo menor
cursaba el tercero de bachillerato. Su madre le había confesado acerca de su
nuevo amor, el profesor de inglés, a quien hijo menor había conocido dos años
atrás.