sábado, 20 de junio de 2015

Él y ella, un divorcio anunciado


Por Iván Ottenwalder

Una noche del verano de 1986, ella le informó a su hijo menor aquella noticia de último minuto. “Hay mi amor, tu papá y yo hablamos seriamente esta noche y nos vamos a divorciar”, le  comentó a su vástago de 11 años. Eran como las once de la noche. Ella y él acababan de llegar de una actividad. Ya en la casa él no quiso abrir la boca, su carota lo reflejaba todo. El hijo menor no lo tomó a preocupación. Pensó que  a sus padres se les pasaría en poco tiempo. Ya antes había escuchado sobre casos de divorcios en otros entornos, como la escuela, el campamento de verano y el mismo barrio. Aquel niño se había relacionado, desde años atrás, con algunos amiguitos y amiguitas cuyos padres se habían divorciado o separado.
 

Mientras pasaban los días, semanas y meses ella empezaba a sacarle en cara a su marido todos sus defectos, defectos que bien conocía pero que antes, por amor, se los toleraba. ¿Pero es que acaso había otro hombre en su vida? En aquel momento no. Más bien fue una especie de hartazgo hacia su carácter lo que le indujo al paulatino desamor. ¿Y cómo era el carácter de él? El de un hombre tranquilo pero no divertido, de buenos sentimientos pero inexpresivo, honesto y austero, pero pasado de tacaño; fiel a su mujer, pero jamás romántico o cariñoso; consejero, pero siempre en un tono molesto, como si estuviese enfadado; con grandes conocimientos, pero muy tímido para iniciar una dinámica conversación sobre un tema que interesase a su mujer e hijos. Más bien, sus problemas fueron todos de forma. Un temperamento duro que nunca se ocupó en limarlo le han caracterizado hasta el día de hoy.


La psicología le quedó grande. Tuvo muchas veces la razón pero no sabía decir las cosas; tampoco comunicar; transigir al menos un ápice ante una lógica de sus hijos o mujer; reconocer un error y hasta pedir una disculpa. Lo más sorprendente es que aquella rectitud, cerrazón y reciedumbre solo era para con su familia. En su entorno laboral era otro ser humano, de diálogo y armonía. Y no es que no quisiera a su mujer, claro que la quería, pero a su manera no romántica, no expresiva, no detallista, no chévere ni alegre. Veinticinco años después, su hijo menor, ya entrado en las cuatro décadas, jamás comprendió por qué su padre no hizo siquiera el más mínimo esfuerzo por superar todas aquellas debilidades en la medida posible. Es cierto que hay temperamentos que no se cambian del todo, pero se puede trabajar por mejorarlos en la medida posible.



Un tipo raro.


Cada vez que ella llevaba una amiga a su casa él solía comportarse de una manera tan extraña y difícil de definir. El escenario era el mismo de siempre: él, ensimismado en un silencio sepulcral, saludando de lejitos con un parco ¿cómo ta ute? y por lo regular concentrado en otro quehacer (desyerbando el patio, pelando una lechosa o limones dulces, podando las flores y árboles frutales, etc.) mientras su esposa conversaba con la invitada. Pero increíblemente y, para sorpresa de la visitante, pasado unos 25 o 40 minutos él hacía su aparición en el lugar donde ésta se encontraba, fuese en la sala o la galería, acercándosele para regalarme una piña u otra variedad de fruta. Su obsequio siempre iba acompañado de un inmenso silencio y una sonrisa bonachona. La impresión de todas las amigas de su esposa era casi siempre la misma: la de un hombre que no hablaba, no compartía, pero que era bueno.


Ella deseaba que el panorama cambiara. Pidió consultas a amistades, especialmente los del grupo de oración y algún sacerdote con tal de salvar su matrimonio. Escuchó consejos. Se dio la oportunidad de intentarlo. Mostró, durante meses, dulzura de carácter hacia su esposo. Lo convidaba a que fueran al cine, al teatro, a alguna fiesta de su trabajo o a la playa. En algunas ocasiones él accedía, por lo regular a regañadientes y seriesote. Era común escuchar de sus labios severos decirle “al cine se va una o dos veces al año, no siempre”, “yo no voy a esos sitios”, “toy cansao”, “mira, no hay dinero pa’ ta gatando a cada rato”. “Eta vaina ta dura”. Ella se desanimaba. En lugar de continuar, solo hallaba razones para acrecentar sus convicciones de que el divorcio era lo más conveniente. En efecto había una seria incompatibilidad de caracteres.


Desde que se casaron, cada vez que ella quería besarlo en los labios él le ponía la mejilla. Inclusive, la noche de la boda (finales de los años 60 del siglo XX) él la besó en la frente y no en la boca. 


Trabajador apegado


En el plano laboral a él nunca le atrajo el protagonismo, aunque si el trabajo estricto. Fue incapaz de defender sus propios intereses y logros, en espera que los demás se los reconocieran, cosa que muy pocas veces ocurría. Llegó a desaprovechar oportunidades doradas de hacer dinero, limpio y sin mancharse las manos. Desestimó jugosas ofertas. En múltiples ocasiones tampoco supo venderse como lo mejor. No fueron pocas las veces que, cuando lo requerían para encabezar un proyecto ambicioso, solía recomendar a otro colega, en detrimento de él mismo y de sus intereses. Su bondad no tenía límites. Se pasaba de bueno. Era todo un trabajador abnegado y serio, pero sin ambiciones, como aquellos que llegaron hasta un nivel y decidieron no avanzar más. 


Ella y el gimnasio


Durante el año 1988 ella empezó a tener dolores fuertes en la espalda y la cadera. Visitó a un ortopeda y este le indicó usar una faja ortopédica. Así lo hizo. Pero los dolores no cesaban. Un día, en 1990, se le prendió el foco. Mientras iba conduciendo una camioneta, que le había asignado la empresa para la que laboraba, pasó frente a un famoso gimnasio cerca del sector donde residía. Ese gimnasio estuvo allí desde hacía cuatro años, pero ella no se había dado cuenta. Entonces decidió probar, jugárselas a ver qué ocurría. Estaba decidida en buscar opciones con tal de ponerle fin a aquellos insoportables malestares de cadera. Entró a la recepción del gimnasio y habló con el dueño. Le explicó sobre su dolencia. El propietario, aunque naturalmente tenía sus intenciones económicas, le recomendó que se inscribiera y que tomara clases de aeróbicos todos los días. Le dio un recorrido por el área de pesas para mujeres y le mostró la sala de aeróbicos. Su orientación cayó como anillo al dedo. Le explicó que el ejercicio físico era lo mejor para trabajar el cuerpo y evitar todo tipo de fatigas y dolores. Además de propietario, era instructor de gimnasio y sabía de lo que estaba hablando. Ella se animó y, en pocos días, ya le ponía un entusiasmo sin parangón a los ejercicios de pesas y aeróbicos. Milagrosamente los dolores de espalda y cadera desaparecieron. Dijeron chau.


Ella, con 37 años, se aclimató al régimen de ejercicios a la perfección. Y no solo eso, también hizo nuevas amistades, casi todas más jóvenes que ella. El gimnasio se convirtió en su nuevo entorno social. Iba al cine con sus nuevos amigos y amigas, así como a todas las fiestas que organizasen. Se dedicó a comer saludable (muchos vegetales, jugos frutales, fibras y proteínas). Se puso en forma y desarrolló algo de músculos en sus brazos. Todo le estaba saliendo bien y de risitas, excepto su matrimonio. En su lugar de trabajo le aumentaron el sueldo y obtuvo jugosas ganancias en bonificaciones a finales de año. En lo emocional se creyó una chiquilla que tenía un mundo por descubrir  y que, por tal motivo, debía gozar su vida. Dio riendas sueltas a sus emociones. Empezó a hacer cosas que en su adolescencia nunca había hecho, entre ellas, frecuentar a cada rato una buena discoteca, siempre en compañía de amistades más jóvenes; teñirse el pelo de rubio, escuchar y bailar la música más a la moda del momento y comer constantemente en pizzerías y hamburgueserías. El hijo menor, para su fortuna, se benefició al máximo de estas alternativas alimenticias.


Para finales del verano de ese 1990 ella invitó a sus dos vástagos y a un amigo de su hijo menor a pasar un fin de semanas en un resort de la costa norte. Había sido un viaje planificado con antelación por unos hermanos de ella. Su marido, sí, el marido de ella, nunca se motivó a acompañarla. El dinero no alcanzaba y había otras prioridades en la casa. Eto ta mal. La vaina ta cara. A ete paí se lo ta llevando el diablo, era su sabia y manida respuesta de siempre.


Ella era, y a leguas se le notaba, feliz con su nuevo estilo de vida. Para 1991 sus razones para divorciarse ya eran determinantes. Salía con otros amigos, ya no solo con los del gimnasio. Desde 1990 pagaba clases particulares a un profesor de inglés, quien iba tres veces a la semana a impartirle lecciones a su oficina. Aquellas clases terminaron traspasando la relación profesor-alumna. Comenzaron a pasear, a ir al cine, a cenar, a la discoteca, al juego de baloncesto y luego, ¡zas!, nació el amor. Todo lo hicieron bajo mucha discreción, por supuesto.


Para 1992 ya ella estaba decidida. Buscó una abogada, presionó a su marido para que le diera el divorcio. Si él no lo aceptaba ella de todos modos se iría a vivir con su hijo menor a otra casa o a un apartamento. Su posición era tajante. Tenía su estrategia calculada. Para el mes de agosto su marido firmó el documento de divorció y pasó a ser su ex marido. A finales de septiembre ella y su hijo menor se marcharon a otra vivienda: un apartamento de dos dormitorios en un modesto sector de clase media. El hijo mayor prefirió quedarse con su padre. Este nunca estuvo de acuerdo con aquella separación y culpaba a su madre por haber dejado a su papá.


Previo al divorcio él y ella habían llegado a común acuerdo. Ella le dejaría la casa, pero se llevaría todos los muebles y accesorios que había comprado con su dinero trabajado. Para ser honestos, casi todos los ajuares. La casa se quedó prácticamente vacía. También acordaron, por el bien de sus dos hijos, que se llevarían como buenos amigos, sin guardarse rencores. Y así sucedió.


Finalmente madre e hijo menor tomaron nuevos horizontes, mientras padre e hijo mayor se quedaron solos en la casa, replanteándose qué harían con sus vidas en lo adelante. Afortunadamente, madre e hijo menor se adaptaron bastante bien en su nuevo entorno. Los otros dos también salieron adelante. Ya para febrero de 1993, hijo mayor se había casado con su novia, la cual se encontraba en cinta. Hijo menor cursaba el tercero de bachillerato. Su madre le había confesado acerca de su nuevo amor, el profesor de inglés, a quien hijo menor había conocido dos años atrás.

sábado, 13 de junio de 2015

¡Otra vez barrida!


Iván  “La Autoridad” Ottenwalder derrotó tres veces a Wagner Méndez en scrabble. Todos los desafíos los ganó con reloj y como local.

Por Iván Ottenwalder

Si existe jugador de scrabble alguno que debería sentirse de júbilo en este momento es Iván Ottenwalder. No cabe dudas: segundo lugar en la categoría Premier del pasado Internacional Cuba Scrabble 2015, tres victorias e igual número de reveses ante Guillermo Bodden en abril pasado (en Bella Vista Mall) y nueve triunfos (todos consecutivos) y solo tres fracasos, ante Wagner Méndez, durante los meses de mayo y junio. En totales (sumando el palmarés del internacional cubano) La Autoridad totaliza 24 partidas ganadas y 10 derrotas en el presente año 2015.


Razones le sobran para estar de risitas. Si en La Habana jugó a todo vapor, en Santo Domingo no le han faltado energías para continuar con su ritmo apabullante. Su récord en la capital de la República Dominicana, en lo que va del 2015 y sin contar su actuación en Cuba, es de 12 ganadas y 6 perdidas.

No hay, hasta el momento, espacio para la duda. Del poco scrabble que se juega en la República Dominicana, Iván Ottenwalder es la autoridad.

Jornada del 11 de junio

Después de haber perdido tres partidas consecutivas ante Méndez, durante el mes de mayo, se sobrepuso a lo grande, ganándole a éste nueve desafíos en línea. Para finales de mayo lo había barrido en cuatro choques disputados en el área de comida de la plaza Bella Vista Mall. El pasado jueves 11 de junio, Ottenwalder le aplicó nuevamente la escoba (en tres partidas seguidas), jugando como local y con cronómetro. Es la primera ocasión que al mejor jugador del scrabble dominicano le tocó jugar en su propia casa ante su conocido rival. Y todo le salió a pedir de boca. Hogar dulce hogar, reza una conocida frase universal.

La primera partida fue un de principio a fin dominado por Iván. Tres bonus contra uno y anotación de 449 a 271. La segunda fue más reñida. Méndez nunca dio su brazo a torcer y encaró una mejor actitud de juego. Debajo en el marcador, 344-411, logró colgar una formación de 62 puntos y pegarse a cinco de diferencia, 406-411. Pero la respuesta de su adversario no tardó mucho y, con un scrabble de 80 tantos, se le alejó para siempre, 491-406. El resto de las jugadas de uno y otro no varió la tendencia. Ottenwalder terminó ganando 524-435. El vencedor colocó cuatro bonificaciones y el vencido tres.
Así quedó la tercera partida tras Wagner Méndez abandonar.

Zurra y abandono en la tercera

Casi muy parecida a la primera fue la tercera partida. Otra zurra de principio a fin. Cuatro bonus para “La Autoridad” y victoria por 375 a 157. En verdad, el final se trató de un abandono por parte de Méndez, cuando Ottenwalder aventajaba por 400 a 169. Ambos descontaron lo que les quedó de sus atriles: Wagner 12 puntos e Iván 25.




Estadísticas de las tres partidas

                                   PG       PP      Scra      SPP     PPP
W. Méndez                 00        03        05        1.66     287.6
I. Ottenwalder            03        00        11        3.66     449.3
                                                                                  
Leyenda

PG                          Partidas ganadas

PP                           Partidas perdidas

Scra                        Scrabble/bonus

SPP                        Scrabbles por partidas

PPP                        Puntos por partidas