Por Iván Ottenwalder
Mi familia, como casi todas la de República Dominicana, llevan el béisbol en la sangre. Este pasatiempo es una cultura muy ancestral que se remonta al año 1886 (siglo XIX) cuando fue introducido en el país por los marinos cubanos del buque María Herrera. Recuerdo, cuando siendo un chiquillo de tres o cuatro años de edad, mi padre, cada vez que las Águilas Cibaeñas venían a San Pedro de Macorís, nos llevaba al estadio Tetelo Vargas. Lo acompañábamos mi madre, mi hermano, la sirvienta y yo. Eran los años 1978, 79 y 80, que fueron parte de mi primera infancia en aquella provincia oriental. Para ser honesto, casi siempre me dormía en mi butaca, y nunca terminaba de presenciar el final de los partidos. Mi hermano Carlos, mi madre y la sirvienta sí lo disfrutaban al máximo. Mi padre también, pero a su manera pasiva y silente, sin bulla ni aplausos. Eran todos aguiluchos, excepto la trabajadora doméstica, que simpatizaba con el equipo local las Estrellas Orientales.
En aquellos años citados nunca me preocupaba por los resultados. El béisbol, el torneo otoño-invernal, las Águilas Cibaeñas y demás equipos me eran materia irrelevante. Para mí toda aquella realidad beisbolera nacional pasaba desapercibida.
Para el verano de 1980 nos mudamos a Santo Domingo, dejando atrás aquellos años vividos en Macorís, los once de mis padres (1969-1980), los ocho de Carlos (1972-80) y los cinco míos (1975-80). También nos trajimos a la sirvienta, quien duró pocos meses en la nueva vivienda y, finalmente, terminó regresándose a su pueblo.
Todo había cambiado para la familia. Nuevos vecinos, nuevos amigos, escuelas diferentes para Carlos y para mí y un nuevo trabajo para mi madre. Mi padre seguía laborando para el Banco Agrícola, con la ventaja de que ahora le quedaría más cerca. Antes, cuando residíamos en Macorís, mi progenitor tenía que conducir todos los días, temprano en la mañana, por la autopista Las Américas el trayecto San Pedro – Santo Domingo para llegar a su trabajo. Luego, manejar de noche por la misma autopista para regresar a casa.
Lo que nunca cambió fue la cultura beisbolera de mi familia. Carlos y mi padre seguían por la televisión o radio los juegos que disputaban las Águilas Cibaeñas frente a sus adversarios. En aquellos tiempos solamente eran televisados los partidos escenificados en Santo Domingo y Santiago de los Caballeros. Aquellos que se jugaban en San Pedro había que escucharlos por la radio. No había de otra.
Todavía mi curiosidad y eventual pasión por el béisbol no se había producido. De modo qué, todo ese mundo vinculado al béisbol aún me era indiferente. Sin embargo, mi padre quería inculcármelo a toda costa. Una vez le pidió a los amiguitos de Carlos que me pusieran a jugar a pesar de haberme negado. Quisieron probarme como bateador pero aquello no me inspiraba ni gustaba y, finalmente, hice el ridículo ponchándome. Simplemente, no me provocaba deseo aquel deporte del bate, la bola y las bases.
Carlos sí era talentoso en ese deporte. Asombrosamente genial. Mi padre lo había inscrito en la liga infantil del Banco Agrícola. Yo le vi jugar en aquel escenario con apenas 9 y 10 años de edad. Era un chico beisbolero de pies a cabeza, siempre enfocado en hacerlo extremadamente bien. Bateaba lanzamientos rápidos, corría con agilidad y era un gran defensor tanto de los jardines como del cuadro interior. Tenía instinto para ese juego.
Todavía en el verano del 83 la palabra béisbol me sonaba indiferente. Era como si aquel concepto jamás existiese en mi cabeza. El entorno, familiar y social, se encargaría pocos meses después, de cambiar esa realidad. Los primeros en inculcármelo fueron Carlos y mi padre. Lograron su objetivo, pero no de la manera que hubiesen deseado. Ellos se pasaban días y semanas comentándome de que nuestro equipo, las Águilas, había ganado este o aquel partido. Eso, fue lo que en verdad me molestó: ¿nuestro equipo? ¿Acaso lo consultaron antes conmigo? ¿Por qué nuestro? ¿Por qué no me dieron a elegir? ¿Porque yo tenía que ser igual a ellos? De modo que preferí tomarme unos días para pensarlo con calma.
Por la calle Jesús Salvador, del barrio Los Maestros, la mayoría de vecinos eran liceístas; otros, escogidistas y aguiluchos. Una tarde, Carlos, muy orgulloso de su equipo, me mostró en el periódico la tabla de posiciones en la que figuraban las Águilas en primera posición. Los Tigres del Licey en segundo y no recuerdo el resto del standing. Él, ahora más que mi padre, insistía en continuar lavándome el cerebro para convertirme en un aguilucho empedernido. Aquel plan le salió mal y terminé fijando mi posición como liceísta. Así las cosas, Licey fue el primer equipo deportivo alguno con el que simpaticé en mi infancia. Pero, de igual manera, el béisbol aún seguía sin motivarme mucho. Yo diría que fue su enfermiza obsesión, ya por venganza, de rivalizar y discutir con un niño inocente a quien el béisbol le importaba poca cosa, lo que terminó destapando mi curiosidad y posterior entusiasmo por ese pasatiempo. De tanto odiar y despotricar al bendito Licey terminó por convertirme en liceísta.
Era un liceísta de la boca para afuera, pero sin conocimientos de béisbol. Ni siquiera me conocía el nombre de los jugadores de mi equipo. Sin embargo, ya empezaba a integrarme con los amiguitos del barrio y jugar pelota con ellos. Carlos se empecinaba en debatir inútilmente conmigo, cuando bien podía discutir con gente conocedora y experta. Para hacer peor el asunto, los Tigres del Licey se titularon campeones en las contiendas 1983-84 y 1984-85, creándole una profunda tristeza el simple hecho de reconocer que la escuadra del niño inocente que no sabía prácticamente nada de béisbol y que no mostraba talento para deporte alguno, terminara llevándose la victoria. Era el colmo de los colmos. Sin embargo, para la estación 1985-86, sus Águilas del Cibao ganaron y pudo ser feliz.
Fue en esa temporada 1985-86 en que comencé a prestarle atención por radio y televisión a los partidos del béisbol dominicano. A interesarme un poco por el nombre de los jugadores y las estadísticas. Fue realmente en aquella época en que nació mi verdadera pasión por el béisbol. Fue durante esa temporada en que vi a mi equipo, los Tigres, perder un campeonato. Conocí, como aficionado, el significado de la derrota. Aprendí lo que era ser objeto de burlas por parte de los hinchas ganadores, entre los que se encontraba Carlos. ¿Alguien me dijo alguna vez que tendría que estar preparado para ganar y perder?
Si en 1983 su intento de lavado de cerebro salió mal, para el otoño de 1986, faltando pocos días para el inicio de la próxima temporada, le salió a la perfección. Después de tanto joder y joder pudo convertirme en aguilucho. Pero la buena parte de todo aquello fue, que mientras pasaban los días, me iba puliendo más y más en materia beisbolera. Discutía en defensa de las Águilas con aquellos liceístas que antes habían sido mis aliados. Jugaba béisbol en las horas de recreo del colegio con algunos compañeros de clases. Solíamos jugar en un patio con una bola de goma o tenis, la cual estrellábamos contra una pared y luego salíamos corriendo en dirección hacia unas bases improvisadas mientras los jugadores de la defensa tenían que evitar que alcanzáramos dichas bases y, más aún, impedir que anotáramos en carrera. Pero también, en los días de Educación Física, jugábamos con bates de verdad, tratando de hacer contacto a pitcheos lanzados con mucha fuerza. Aquellos, fueron tiempos inolvidables.
Los mejores jugadores fueron: Erick Radamés Almonte, José Luis Suárez, Pablito Liriano, Winston y Álvaro Féliz. El primero de estos, Erick Almonte, que también jugaba en la liga del Banco Agrícola, terminó debutando a finales de los 90 del siglo pasado con los Tigres del Licey y, posteriormente, firmado para el béisbol de las Grandes Ligas de los Estados Unidos. Sin embargo, analizándolo con justicia, el más atlético y completo de todos era José Luis Suárez. Era talentoso, no solo en béisbol, sino también en baloncesto, su pasión favorita. Jugaba casi perfecto ambos deportes. Yo le vi jugar y puedo dar testimonio de ello. En béisbol, era un gran defensor y consistente bateador; en basket, un tremendo anotador y pasador de bola. Era habilidoso manejando el balón, haciendo buenas fintas y llegando a la canasta. Erick solo descolló en el béisbol, pero en la práctica ganó la batalla, ya que pudo ser firmado y jugar algunos años en las Grandes Ligas. José Luis Suárez prefirió sacrificar su doble talento deportivo por una profesión académica.
Mis años en la liga del Bagrícola, tiempo perdido
Carlos había jugado tres años en la liga del Banco Agrícola (1981, 1982 y 1983). Cada sábado, temprano en la mañana, un bus de la liga lo pasaba a recoger a casa y, a eso de la una de la tarde, lo transportaba de regreso.
Puedo testimoniar, aunque solo lo acompañé una vez al campo de béisbol del Bagrícola, que aquellos tres años fueron muy productivos para él. Era capaz, después de los diez años de edad, de batear lanzamientos duros y maliciosos, de atrapar elevados profundos con mucha elegancia, de marcharle con seguridad y valentía a cualquier roletazo contundente. Todo eso gracias a esa vasta experiencia alcanzada en la liga del Bagrícola. ¿Por qué la dejó en el 83? No lo sé y nunca se lo pregunté, sin embargo, pude ser testigo ocular las veces en que lo vi jugar béisbol con sus amigos del barrio. Era exageradamente bueno, muy superior en bateo y defensa a casi todos, y competía prácticamente de igual a igual con los chicos más altos y de mayor edad que la suya. Tenía agallas para ese deporte. Pero como casi todos sus amigos, el béisbol no era más que un desafío o una sana diversión propia de la niñez y adolescencia dominicana, no un norte a seguir u oficio del que fueran a ganarse la vida en la adultez.
En la primavera de 1987 mi padre me preguntó si deseaba jugar béisbol en la liga del Bagrícola. Le respondí que sí. Además, estaba ansioso por estrenar mi nuevo guante, uno que me había regalado mi madrina para mi cumpleaños. Pero siendo honesto, no era mi madrina quien debió haber asumido el compromiso de darme ese regalo, sino mi padre. Como tampoco era la obligación de la familia Luna, unos vecinos del barrio, de llevarme al estadio Quisqueya a ver los partidos del Licey frente a cualquier otro conjunto, sino de mi progenitor. Él siempre fue muy tacaño y, aunque es verdad que no devengaba una fortuna, tampoco es que su salario fuera una mierda. ¿Si podía llevarnos al estadio cuando vivíamos en San Pedro como no iba a poder en Santo Domingo? Considero que sí podía, aunque hubiesen sido pocas las ocasiones.
Mostré mucho entusiasmo con la idea de jugar pelota en una liga, conociendo de antemano mis limitaciones. No era capaz de batear lanzamientos rápidos ni de capturar la bola con seguridad. Mi defensa dejaba mucho que desear. En pocas palabras, era un mediocre que jugaba de manera asustadiza.
Recuerdo que duré en aquella liga cerca de un año, desde la primavera del 87 hasta la del 88. Empecé en una categoría de bajo nivel, compuesta por niños incapaces de batear lanzamientos rápidos o atrapar disparos incómodos a las bases. En ese nivel me mantuve hasta la claudicación. Siempre le tuve miedo a los pitcheos rápidos, razón por la que no quise avanzar de categoría. El director y entrenador, el señor López, era un gran ser humano, pero no poseía el carácter y la paciencia que debe tener todo coach en materia beisbolera. Nunca se preocupó por enseñar a los más pequeños a batear pitcheos rápidos o atrapar elevados profundos e incómodos. ¿Qué hubiera hecho un verdadero coach? Por ejemplo, me hubiese dicho algo así como “Iván, quiero enseñarte a batear pitcheos duros y a mejorar tu defensa tantos en rolatas como elevados difíciles. Quiero verte dos días extras a la semana, durante dos meses, para ayudarte a superar esas lagunas y te quites ese miedo. Sé que lo lograremos”. Desafortunadamente, nunca me tocó un entrenador de esa naturaleza, sino un analfabeto funcional que apenas había alcanzado un octavo grado académico.
Robo del guante
Para principios del 88, durante un pequeño receso en el que fui a la cafetería a comer un sandwish y tomar un refresco, mi guante se me desapareció en algún momento de distracción. Después de aquel refrigerio fue que vine a caer en la cuenta de que ya no lo tenía. Le di vueltas al asunto, hablé con el señor López, con el encargado del cafetín, con algunos de los muchachos de mi categoría, con algunos del nivel superior. Nadie supo ni vio nada. Me sentía frustrado, consciente del tremendo boche que recibiría de mi padre una vez en casa. En efecto, así fue. Me regañó brutalmente, sin concederme el derecho a la defensa para al menos escuchar mi versión de los hechos. Al sábado siguiente, el señor López dispuso que se realizara una colecta entre todos los muchachos de la liga con tal de reunir el dinero suficiente para que se me comprara un guante aunque fuese de medio uso. Pasaron dos o tres meses y nada. Cada sábado me producía una gran vergüenza el hecho de tener que pedir prestado un guante cada vez que me tocaba jugar defensa en el infield o los jardines. Me estaba hartando de esa costumbre. Mis padres, según me iba dando cuenta, no estaban en la disposición de comprarme un guante nuevo. Tomé una determinación bien pensada. Durante una semana de mayo, sin importarme el boche de mierda que luego me cayera encima, decidí no volver más a esa liga. Fui sincero en mi reflexión. Me sabía un derrotado que nunca alcanzaría un nivel superior. Ya no tendría razón de ser permanecer en una liga, siempre estancado en un mismo nivel, sin mostrar significativos progresos.
El tiempo se encargaría de demostrar que mi protagonismo en el béisbol estaría mejor en las gradas y no en el terreno de juego. En un futuro contaría con los atributos suficientes de buen investigador y estudioso en la materia pero jamás como pelotero. ¿Acaso hoy no es así?
Treinta y dos años después, aún resuena en mis oídos aquellas palabras duras y brutales de mi padre cuando, un sábado del mes de mayo del 88, temprano en la mañana, le dijo al chófer del autobús de la liga en un tono muy alto y severo: “NO, NO, VÁYASE, QUE EL SINVERGÜENZA ESE NO QUIERE VOLVER MÁS”.
Los hechos transcurrieron como tuvieron que ser. Como aficionado, sentado en las gradas, he aportado mucho a la historia del béisbol dominicano. Este blog tiene las pruebas, los temas con qué demostrarlo.