sábado, 9 de octubre de 2021

Los años caóticos de Dominicana de Aviación; episodios de viajes aéreos

No fueron pocos, quizás la mayoría, los dominicanos que por primera vez viajaron en avión gracias a Dominicana de Aviación, empresa nacida en el conservadurismo de la dictadura de Trujillo (1944) y, que dejó de volar para siempre jamás en 1995, postrimería de otro gobierno conservador, como fue el de Joaquín Balaguer (1986-1996)

Por Iván Ottenwalder

Desde niño siempre me ha fascinado volar en avión. Anhelaba con pasión, durante aquel primer lustro de los años 90 del siglo pasado, la llegada de los diciembres. Sin embargo, mi primer viaje a bordo de una aeronave, ocurrió durante el inicio de otoño de 1988.

Me tocó ser pasajero ya en el ocaso de Dominicana de Aviación, antigua línea aérea estatal de la República Dominicana que cayó en la bancarrota por el año 95.

Aquella compañía aérea, últimamente, destacaba por los retrasos en sus vuelos. Sus demoras, de largas horas y hasta un día completo, significaban una constante pesadilla para sus fieles viajeros. Y cierto, eran fieles, ya fuese por el precio económico de sus boletos o, simplemente, por amor a la Línea Bandera Nacional.


No fueron pocos, quizás la mayoría, los dominicanos que por primera vez viajaron en avión gracias a Dominicana de Aviación, empresa nacida en el conservadurismo de la dictadura de Trujillo (1944) y, que dejó de volar para siempre jamás en 1995, postrimería de otro gobierno conservador, como fue el de Joaquín Balaguer (1986-1996).

El vuelo otoñal del 88, junto a mi madre, salió puntual a las 11 de la mañana. Los impuntuales fueron los de diciembre de 1990 y 1992. La historia es digna de relato.

Diciembre de 1990

El maltrecho matrimonio de mis padres iba de mal en peor. Apenas conversaban lo meramente necesario, pero ni siquiera dormían juntos. Entre ellos primaba el respeto. Ella lo había dejado de querer paulatinamente desde 1986; él, aunque a su manera, sin galanterías ni muchos detalles todavía la amaba. Mi padre la quería al estilo hombre fiel y serio, sin ser expresivo ni comunicativo. También hubo incompatibilidad de caracteres: el temperamento soñador y alegre de ella contra el apagado, inexpresivo y de recogimiento en el hogar de él. Él era y ha sido siempre un hombre honrado, trabajador, pero alicorto de ambiciones.

Para mediados de diciembre de 1990 ella había decidido, firmemente, disfrutar la nochebuena y año nuevo en Miami, junto a su madre Fineta (mi abuela) y un par de hermanos (mis tíos) que residían, uno en aquella cosmopolita estadounidense, y el otro, en New York, y que estaría en Florida para esas navidades.

Paralelamente a su plan también se motivó Yolanda Checo, una tía política casada con mi tío Luis Núñez, ambos con domicilio en Santiago de los Caballeros.

Tomada la decisión, mi progenitora decidió llevarme consigo; lo mismo hizo Yolanda llevándose a dos de sus hijos, Emilia María y Alejandro Luis. Su marido y el pequeño Luis Emilio se quedarían en Santiago ya que la plata no alcanzaba tanto.

Partiríamos, desde el Aeropuerto Internacional Las Américas, a bordo de Dominicana de Aviación, la flamante e histórica Línea Bandera Nacional, como rezaba su eslogan.

El vuelo estaba supuesto a despegar a las diez de la mañana, pero se retrasó; eso nos dijeron en el área de recepción de equipajes donde depositamos las maletas. Tendríamos que esperar a las seis de la tarde, para abordar un aeroplano, que nos transportaría a Miami, Florida.


Llovieron los desesperos y quejas entre casi todos los viajeros de la aerolínea dominicana, sacando en cara, y con toda la razón el dinero que habían gastado por el boleto de viaje, y la impuntualidad de la compañía que ciertamente les afectaba. La cola del check-in counter de Dominicana de Aviación era un mar agitado de voces enfurecidas.

Lo hecho hecho estaba y no valdría la pena atormentarse durante las siguientes ocho horas. Yolanda y sus críos así como mi madre y yo, decidimos tomar las cosas con calma, convertir esa larga espera en un momento agradable y llevadero.

A las 12 meridiano nos picó el hambre y fuimos a almorzar comida criolla al restaurante del aeropuerto. Luego visitamos varias tiendas, sin comprar nada, solo a ver, tal como puros observadores. Nos retirábamos, y a ratos, nos sentábamos a descansar, conversar de esto o aquello. Llegada las 4:30 p.m. cruzamos la puerta de migración, pasamos por el chequeo de inspección y nos encaminamos a la sala de espera, repleta de pasajeros. Allí esperamos, hasta las 5:40 p.m., momento en que una voz femenina, empleada de la aerolínea, nos indicó que hiciéramos la cola para el abordaje del avión que nos transportaría a Miami. Emilia y Alejandro no podían contener la emoción; era la primera vez que volarían en avión y viajarían a los Estados Unidos. Su madre, también vivía la misma experiencia. En mi caso, sería el tercer viaje. Además del primero, realizado en el 88, también había ido a San Juan (Puerto Rico), en noviembre del 89. Mi progenitora ya tenía muchas horas de vuelo y había perdido la cuenta de todos sus periplos.

Poco después de los viajeros haber ocupado sus asientos y prestar atención a las orientaciones de seguridad, a cargo del personal competente, incluyendo aquella sobre el hipotético pero indeseado caso de emergencia, el avión se puso en marcha y, finalmente, despegó en pocos minutos.

La nave tocó suelo miamense alrededor de las nueve de la noche.

Diciembre de 1992

En el verano de 1992 quedó sellado, mediante papeles legales, el divorcio de mis padres. Para el otoño mi madre y yo nos mudamos de barrio. Ella alquiló un piso de tres habitaciones en El Millón. Y tuvo que ser de tres porque la sirvienta se fue a vivir con nosotros y necesitaría su dormitorio aparte.

En la casa número 13 de la Jesús Salvador del barrio Los Maestros, se quedaron mi padre y hermano Carlos.

Para diciembre de 1992, al igual como hicimos en el 91, mi madre y yo volaríamos a Miami, Florida. Para la ocasión, Luis Núñez y Luis Emilio, que no pudieron viajar en el 90, harían el viaje en familia junto a Yolanda, Emilia y Alejandro. Ellos, por el Aeropuerto Internacional Gregorio Luperón, en Puerto Plata, y nosotros, por el Internacional Las Américas.

Mi madre y yo llegamos temprano al aeropuerto, a las nueve de la mañana. Nos recibieron los equipajes en el check-in, y también nos dieron la mala nueva, de que el vuelo de Dominicana, supuesto a despegar a las 11:00 a.m., lo haría a las tres la tarde. Las quejas no se hicieron esperar. Los pasajeros, boletos en manos, empezaron a sacar en cara el sacrificio, el ahorro de todo un año o préstamo tomado para adquirirlos, para que al final “¡nos hagan esta vaina, coño!”. Unos lamentaban no haber comprado sus tickets en American Airlines, mientras otros, juraban no volver a viajar por Dominicana de Aviación. Protestas iban y venían pero ya nada se resolvería.

Paralelamente, desde el Gregorio Luperón, Luis, Yolanda y sus críos, que también tenían pautado volar temprano en la mañana, fueron víctimas del retraso.

A las doce y treinta del mediodía, mi madre y yo subimos a almorzar al restaurante, mientras mirábamos, por la gigantesca ventana de cristal, los aterrizajes y despegues de muchos aviones. Ninguno era el nuestro.

Saciado el apetito, reposamos una hora. A eso de las 2:00 p.m., caminamos al área de chequeo de la aerolínea. Preguntamos si la nave de vuelo ya estaba lista. La respuesta fue negativa. Nos contaron que el asunto era para las siete de la noche. No hubo de otra que apostar a la calma, no íbamos a tirar los pasajes al hoyo del retrete y jalar de la cadena.


Anduvimos dos horas visitando tiendas. Mi madre compró una revista y se sentó a leer. En aquel entonces yo aún no había desarrollado el hábito de la lectura con la asiduidad que luego adquirí a finales del 98. El tiempo corrió y, a las cinco de la tarde, cruzamos la puerta de migración. En unos minutos ya estábamos en la sala de espera …de una larga espera que se prolongaría más, debido a que no tuvimos avión para partir a las siete.

Nos encontramos con un cubano a quien habíamos visto y entablado conversación en horas de la mañana. Un señor, seguro no mayor de 40 años y que también viajaría en Dominicana, en el mismo vuelo que nosotros. Otro de los tantos afectados condenado a llegar tarde, muy tarde.

Conversamos un poco con aquel caballero. Mi madre le contaba sobre nuestra familia en Miami y él acerca de su esposa y hermano en Tampa, otra ciudad floridense. Se trataba de un exiliado salido de Cuba hacía menos de dos años que también tenía un pariente en Santo Domingo.

De vez en cuando mi madre, tal como lo venía intentado desde hacía horas, telefoneaba desde su celular a la casa de su hermano, en Santiago, para averiguar si éste, su esposa e hijos habían llegado a Miami. La trabajadora doméstica de la familia Núñez Checo siempre le respondía “ellos están en Miami”. Mi progenitora, ya a las ocho de la noche, en otro intento desesperado le preguntó: “¿pero ellos la llamaron para informarle que ya estaban en Miami?” La sirvienta se sinceró. Le dijo que no habían hecho ninguna llamada. Mi madre no sabía que pensar, si se les había retrasado el avión o había ocurrido algo que, lo mejor sería ni pensarlo.

A las nueve, a través de la ventana de cristal vimos el arribo de un Boeing. Era de la línea aérea. Pero al rato de desmontarse todos los viajeros, la nave, de un color achocolatado fue transportada a un taller de reparación del mismo aeropuerto. “Esto va para más largo”, nos dijo el cubano, quien se paró un rato para ir al cafetín. Tenía que complacer a su hambriento estómago. Poco después, mi madre también hizo lo mismo. Compró dos sándwiches crudos de jamón y queso. “Toma, tienes que comer”, me entregó uno.

Arreciaron las quejas de los ansiosos y afectados pasajeros que habían perdido prácticamente el día completo. Críticas a la aerolínea, al Gobierno, al presidente Joaquín Balaguer y, hasta Yaqui Núñez del Risco, prestigioso comunicador social de nuestra nación, que había defendido a Dominicana de Aviación semanas atrás, catalogando de “infundadas” las quejas de los viajeros y los comentarios de algunos periodistas, llevó lo suyo en ese momento sin darse cuenta.

Una dominicana, pasada de los cincuenta años, exclamó en perfecto espanglish: “Yo amo mi país, pero I´m sorry Dominican Republic, llevo 25 años viviendo en California y de allá no me saca nadie”. Un señor de más de sesenta ya había comprado hacía poco un ticket de American Airlines porque “yo, no me voy en uno de esos avione de este paí, no señor”. Otra confesó que tenía 30 años sin ver a su padre y que ya esperaría “porque el que espera lo mucho, también puede esperar lo poco”.

Seguía tronando el descontento a la vez que transcurría el tiempo. Entonces, el reloj marcó la una de la madrugada. Ya era otro día y otro avión acaba de llegar. Pero, ¿algún problema? Sí, uno de esos que le hacen perder la chaveta a cualquiera.

El aeroplano que acababa de arribar debió haber aterrizado en el Gregorio Luperón de Puerto Plata, pero, según reveló la aerolínea, las luces de la pista de aterrizaje y despegue de aquel aeropuerto, se habían dañado. Por eso aquel avión ahora descansaba en Las Américas. Por eso los hombres y mujeres allí dentro, todos residentes en el Cibao, no querían salir y se negaban como fieras. En Puerto Plata tendrían a sus amigos y familiares que les recogerían; en Santo Domingo, a nadie.

Hubo que recurrir a un personal militarizado para sacarlos. Los viajeros de aquella aeronave que bien pudo haber sido luego la nuestra, salieron, pero antes, sembraron la destrucción. Malograron asientos, quebraron ventanillas y dañaron luces y conductos del aire acondicionado. El interior de ese avión quedó patas para arriba. Afortunadamente, se pudo llegar a un acuerdo, al transportar a los pasajeros norteños a un hotel, donde pernoctarían y, a las diez de la mañana, serían llevados, en cómodos buses, a Puerto Plata.

Los relojes, no importa si análogos o digitales seguían corriendo. A las dos y treinta de la madrugada, un capitán de Dominicana, a través de un altoparlante, nos avisaba de que por fin estaba listo el avión y era hora de abordarlo. Sí, había llegado el momento de abordar la aeronave color chocolate, apodada como el Milky Way. Aquel mismo Boeing, llegado a las nueve de la noche, y que fue llevado al taller de reparación, donde duró cinco horas por un pequeño –no sabemos si fue del todo así- desperfecto, se encontraba ahora listo para partir.

Una retahíla de preguntas arropó al capitán: qué si el avión había quedado bien reparado, qué si era del todo seguro volar en esa máquina, que si esto que si aquello. Él que sí, “esa aeronave ha sido reparada, por mecánicos que saben lo que hacen y es completamente seguro volar en ella”. Mi mamá, también quiso hacer las veces de pasajera-reportera. “Señor, disculpe, ¿pero usted cree que es muy segura? Mire que tengo miedo de un accidente, ay yo no sé, pero díganos la verdad, por favor”. Y el capitán: “el avión está en óptimas condiciones señora, ya lo otro serían cosas de Dios, que estoy seguro no permitirá que nos pase una tragedia en el aire”.

Asombrosamente, nadie desestimó de sus intenciones de viajar. Todos hicimos la cola, mostramos nuestras boletas y fuimos ordenadamente entrando al Boeing. Finalmente, la nave tomó vuelo a las 3:00 a.m.

Las dos horas y veinticinco minutos de viaje, fueron calmosas, maravillosas y placenteras. El avión, había superado con éxito la prueba de reparación. A las 5:25 de la mañana, aterrizamos en la pista del Aeropuerto Internacional de Miami. Pasajeros y tripulantes aplaudimos con júbilo.

Tras el chequeo por el área de inmigración, la recogida de nuestras maletas y, finalmente, la aduana, mi tío y hermano de madre, Juan Omar Núñez, nos recibía en la zona de espera de pasajeros. Tomó nuestras valijas, y le acompañamos hasta donde tenía su carro aparcado. Lo encendió y enrumbamos hasta el precioso residencial donde vivía mi abuela, en el condado de Davis.

Mi tío nos contó que Luis y Yolanda se habían comunicado con él, que no hubo vuelo para traerlos a Miami, que la aerolínea los hospedó en un hotel y que hoy, a las once de la mañana, llegarían. “Todos están bien, sus niños por igual; Rossy y yo pasaremos a recogerlos. Ya tú sabes Marisol, volver para acá orita. Así es la vida, pero por mi familia, doy el alma”, nos informó.

En efecto, a las once de la mañana, Luis, Yolanda y los críos arribaron a suelo miamense y, alrededor de las 12:30 p.m. estaban en casa de abuela Fineta. Nos abrazamos y platicamos largo y tendido sobre lo vivido en los aeropuertos el día anterior. Nos reímos de todo lo ocurrido sin visos de enojo. Era el mes de la Navidad; no había espacio para la angustia.

Un año después

Para diciembre de 1993 volvería a Miami. Otra vez por Dominicana de Aviación.

Aquella vez viajé solo ya que mi madre decidió quedarse en casa. El vuelo salió justo a la hora, puntualmente a las once de la mañana. Pude defenderme muy bien, tanto en el aeropuerto de aquí y de allá.

Para ser mi primer viaje en solitario, y último por la longeva línea aérea, no estuve mal.