Por Iván Ottenwalder
Muchos de los que se inician en la práctica del scrabble, al cual llamo “el juego gramática”, lo hacen movido por la simple razón de que les gusta. La mayoría lo encuentra como un pasatiempo fascinante del que difícilmente puedan escapar.
El scrabble fue uno de mis talentos ocultos que vine a descubrir en el año 2007. Esa magia que nunca experimenté en el dominó, ajedrez, parchés o cualquier otro pasatiempo de tableros, la vine a desarrollar en el majestuoso deporte de las letras.
Acá no soy uno más del montón; representó algo diferente. El scrabble me proporciona una grandeza que ya me la voy creyendo. Es mi posibilidad de reivindicación, de conseguir lo que nunca ganado: un trofeo o una medalla. Esto hace falta en mi vida.
Podré conocer el miedo, pero no en scrabble. La cobardía no tiene espacio; la bravura y el reto si. Y si de retos se habla, prefiero enfrentar a los mejores del espectáculo. No quiero rivales nobles, pues sentiré que no tuve ese gran mérito si los venzo, en cambio, si bato a los grandes zorros, la gloria y el honor me pertenecerán.
Entiendo que la inmensa mayoría de los escrabbleros ven este juego como un simple entretenimiento para pasar un buen rato; yo, al igual que otros, lo percibo como una meta, una batalla por sobresalir y estar entre los grandes.
Enfrentarme a los mejores engrandece mi hoja de vida como jugador, teniendo así toda la experiencia necesaria para disputar un gran premio en torneo internacional, regional o mundial de scrabble en el país que sea. En cambio, si solo juego ante los débiles, mi desarrollo se mantendrá estancado y nunca pasaría de ser un jugador del montón.
Por eso reitero una y otra vez: no quiero ser del montón. Prefiero marcar la diferencia.