Cursaba el segundo grado en el Colegio Decroly, aquella institución académica situada en el sector Piantini de Santo Domingo que, para 1984 – año del suceso – apenas impartía docencia hasta el octavo curso de la primaria. Jamás podré olvidar – alguien me dijo alguna vez que mi memoria era lo más parecido a un motor de auto nuevo recién sacado de la fábrica – aquel jeep marca Land Rover modelo de los años 70 color verde oliva debidamente identificado con el logotipo del Banco Agrícola, entidad gubernamental donde trabajada para ese entonces mi padre, salvo que el conductor de ese todoterreno no era mi padre, sino un extraño que jamás había visto y que, coincidentemente, esa tarde, transitaba por la calle Freddy Prestol Castillo, paralela a la entrada y salida del colegio.
Por Iván Ottenwalder
Principios de 1984. No recuerdo si en enero, febrero o marzo. Lo que sí albergo en mi memoria, haya sido al final del invierno o inicio de la primavera, fue un episodio acontecido una tarde de un día escolar cualquiera – entre lunes a viernes – a la salida de clases, a eso no sé si las doce o doce y treinta. De igual manera, aprovecharé para contarlo.
Vista frontal del Colegio Decroly. |
Cursaba el segundo grado en el Colegio Decroly, aquella institución académica situada en el sector Piantini de Santo Domingo que, para 1984 – año del suceso – apenas impartía docencia hasta el octavo curso de la primaria. Jamás podré olvidar – alguien me dijo alguna vez que mi memoria era lo más parecido a un motor de auto nuevo recién sacado de la fábrica – aquel jeep marca Land Rover modelo de los años 70 color verde oliva debidamente identificado con el logotipo del Banco Agrícola, entidad gubernamental donde trabajada para ese entonces mi padre, salvo que el conductor de ese todoterreno no era mi padre, sino un extraño que jamás había visto y que, coincidentemente, esa tarde, transitaba por la calle Freddy Prestol Castillo, paralela a la entrada y salida del colegio.
Precisamente esa tarde, el minibús escolar – que recogía a los estudiantes temprano todas las mañanas y los regresaba a sus hogares a partir de las 12:30 p.m. -, se había averiado, de modo que su chofer, quien era el mismo director del colegio, el señor Palacio, no podía llevarnos a nuestros destinos aquel día. En mi casa no había todavía teléfono fijo, por consiguiente me veía en una situación incómoda frente a los demás niños que sí contaban con teléfono en sus casas. ¿A quién telefonear entonces? Podía, claro está, pedirle a la secretaria de la dirección que llamara a la oficina donde laboraba mi madre, en la Veterinaria del Norte y esperar a que ella me pasara a recoger digamos a eso de las seis de la tarde o un poco más tarde. Demasiado tiempo para esperar.
Para mi fortuna, las cosas me salieron bien. Faltando poco para la una de la tarde pude ver como aquel yip, identificado con el logo del Bagrícola (acrónimo del Banco Agrícola) transitaba despacio por la calle Freddy Prestol Castillo conducido por un señor al que se le notaba buena presencia. Era algo mayor, casi coetáneo a mi padre. Le hice una señal levantando mi brazo, no memorizo si el izquierdo o el derecho. El asunto fue, que aquel conductor se detuvo. Me le acerqué y le dije que mi padre también trabajaba en aquel banco, que el vehículo escolar se había dañado “y yo no tengo cómo llegar a mi casa. Allá no hay teléfono. Si usted me puede llevar a mi casa favor”. Aquel desconocido, me dijo que subiera al vehículo, me preguntó dónde vivía y aquello bastó para solucionar mi problema. Durante el trayecto, le expliqué cómo llegar a mi hogar. Asombrosamente, o por descuido, no le pregunté el nombre a aquel señor. Tampoco le dije el nombre de mi papá. ¡Y vaya que le hablé de mi papá durante todo el viaje! ¿Cómo se me pudieron escapar aspectos tan elementales? Aquel caballero y yo hablamos hasta por los codos. Le platiqué sobre mi escuela, mi grado académico, mis compañeros de clase, mi edad (8 años) y los amigos del barrio. El tipo era todo un simpaticón y buen conversador.
Aquel aventón hacia mi casa duró como 25 minutos. El señor conductor, quien tampoco me preguntó por el nombre de mi padre, y yo tampoco por su nombre y apellido, finalmente me dejó frente a la mismísima puerta de mi vivienda, el número 13 de la calle Jesús Salvador, en el Barrio Los Maestros del Mirador Sur. Nadie salió a abrirme el portón del garaje. Simplemente me desmonté del yip, le di las gracias a la figura desconocida, y entré a mi morada. El todoterreno se marchó, nunca sabré hacia dónde.
Una vez en casa, relaté a la trabajadora doméstica, así como a mi padre y hermano, todo lo sucedido. “¿Cómo se llamaba ese hombre?”, quiso saber mi progenitor. “No sé, no me dijo su nombre”, respondí.
Mi padre duró varios días tratando de indagar en el Banco Agrícola sobre el personaje en cuestión, del cual se sentía agradecido por el favor hecho a su hijo. No tuvo buena fortuna. Volvió nuevamente a preguntarme una noche cómo se llamaba aquel señor. Otra vez, no tuve la respuesta.
El pasado viernes 26 de mayo de este año 2023 que transcurre, le recordé aquel misterioso capítulo. “¿Nunca averiguaste su nombre?”. Un no moviendo la cabeza recibí como respuesta. “¿Nunca hablaste del asunto en el departamento de Recursos Humanos del Bagrícola?”. Ahora un gesto de manos y rostro equivalente a un no recuerdo o qué sé yo. En fin, otro de los tantos misterios sin resolución.
39 años han corrido desde aquel inusual y afortunado suceso. En verdad, las tuve todas a mi favor aquel lejano día de 1984. Las cosas, sin muchos ambages, me salieron perfectamente bien. Eran otros tiempos, obvio, y la gente era menos maliciosa que ahora.
“Espera el próximo capítulo de mi blog”, le aseguré a mi papá - un viejo longevo de 80 primaveras cumplidas - esa misma noche.