Mis zapatos negros no aparecían. Busqué bien a fondo en mi bulto de
viajero. Nada. Mi madre y Carlos también se unieron a la búsqueda. Desempacaron
todo lo que había adentro y nada. Removieron el bolso, lo sacudieron, pero los
zapatos seguían ausentes
Por Iván Ottenwalder
Recuerdo muy bien aquel enero de
1987, como también numerosos episodios de mi vida a lo largo de mi infancia
(años 80), adolescencia (90) y adultez (finales del siglo XX y lo vivido en el
XXI). Pero en este relato que les entrego a mis apreciados lectores, me ceñiré
específicamente a un capítulo muy especial e inolvidable, y considero que lo es,
debido a la manera en que ha gravitado en mi memoria por algo más de tres
décadas, a tal punto, que he tenido que aprender a vivir, muy sabiamente, con
aquella histórica jugarreta del destino. Se trata de la boda que me perdí, la de mis
tíos Juan Omar y Rossy, el sábado 24 de enero de 1987, en Baitoa, para aquel
entonces y hasta nuestros días una zona rural perteneciente a la provincia
Santiago de los Caballeros.
La República Dominicana de entonces
era gobernada por Joaquín Balaguer y los conservadores del Partido Reformista
Social Cristiano (PRSC). En aquel tiempo mi familia (padre, madre y hermano)
vivíamos en el número 13 de la calle Jesús Salvador del barrio Los Maestros, en
Santo Domingo. Yo cursaba el quinto grado de la primaria en el Centro de
Educación Integral (CEDI), colegio CEDI como era conocido por todos mis
contemporáneos.
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Iglesia San Ramón Nonato, de Baitoa.
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Durante varios veranos (del 81 al 86),
coincidentes con mis vacaciones escolares, solía pasarme dos o tres meses, ya
fuese en San José Adentro, donde residían mis abuelos paternos, o Baitoa,
pueblo de mis abuelos maternos. Ambas, comunidades rurales de Santiago.
En una de esas vacaciones, para ser
más preciso del 84 u 85, fue que conocí a Rossy Genao, novia de mi tío Juan
Omar. Eran muy jóvenes, él médico pediatra y ella no recuerdo. Yo era un niñito
de 9 o 10 años de edad. La novia de Juan Omar, dominicana y ciudadana
estadounidense acostumbraba, junto a sus padres y hermanos, venir de verano al
país, a una casa que tenían en el Distrito Nacional. Resultó ser que, por una
de esas coincidencias del destino, Rossy se hallaba un buen día en Baitoa junto
a varios de sus familiares y, en ese mismo espacio tiempo también se encontraba
Juan Omar, de servicio en la clínica rural de su pueblo que Rossy y los suyos
habían visitado de paso. Hubo miradas y saludo; así empezó todo entre él y
ella. “El doctorcito no se ve tan mal”, pensó ella para sus adentros. En menos
de dos meses, ya estaban empatados como dirían en Venezuela o, en amores como
diríamos los dominicanos.
Ya en 1986 la pareja había fijado la
fecha de matrimonio: 24 de enero del 87 en la Iglesia San Ramón, en Baitoa. Pocos
meses antes llovían las tarjetas de invitaciones. Los invitados se contaban por
legiones, entre ellos los de la pequeña Baitoa, que no cabían de entusiasmo,
pues su gente esperaba con anhelo y por horas aquel evento que consideraban
sería una boda de ensueños.
Esto no es una exageración. Juan Omar
Núñez, hermano de mi madre Marisol, era visto como un gran referente por los
baitoeros de los 80. Era el médico encargado del área de pediatría de la
clínica de Baitoa; también hacía las veces de auxiliar en la sala de urgencias,
atendiendo a pacientes de todas las edades.
Recuerdo muy bien cuando en un verano
del 85, durante las fiestas patronales de San Ramón Nonato, santo patrón de los
baitoeros, Juan Omar fungió como maestro de ceremonias de un concierto musical
en el que numerosos niños y jóvenes, en una noche inolvidable, dieron riendas
sueltas a sus dotes artísticas.
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Hospital Municipal de Baitoa.
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Mi tío siempre estuvo integrado de
lleno en cualesquiera de las actividades o problemas concernientes a Baitoa.
Era una voz escuchada y respetada. Tampoco puede dejarse de mencionar su
liderazgo y brillantez como baloncestista, en la liga de baloncesto de su
pueblo natal. Su norte fue la excelencia: abnegado médico y excelente jugador
de básquet. No le dio margen a la mediocridad.
La boda
La ansiada boda fue pautada para el
sábado 24 de enero del 87, como bien lo había explicado antes. Parientes y
amigos de ambas familias, la Núñez y Genao habían recibido con buena
antelación, tres o cuatro meses antes del matrimonio, sus tarjetas de invitaciones.
Los baitoeros, conocedores de Juan Omar así como de sus padres Marino Núñez y
Fineta Pérez, también recibieron las suyas. La pequeña iglesia San Ramón Nonato
no daría abasto para tanta gente. Pero así eran las costumbres de los pueblos
de otrora, los compueblanos asistían a los actos festivos, daba igual si
encontrasen asientos o no. Si tenían que permanecer de pie, con todo el
entusiasmo, aguantaban.
Durante aquella semana en gran parte
del país se estaba siguiendo por radio y televisión la serie final de béisbol
entre las Estrellas Orientales (de San Pedro de Macorís) y las Águilas Cibaeñas
(de Santiago de los Caballeros). Para el sábado 24, día libre para ambos
equipos, la serie favorecía a las Águilas 2-1. Yo era niño de 11 años –
cumpliría los 12 el 22 de abril – y jamás me perdía los partidos de las
Águilas, fuesen transmitidos por radio o tv.
El 24 de enero en horas de la mañana
Mercedes, la sirvienta de casa, me preparó mi bulto de viaje. Ya era habitual
que cada vez que iba de viaje con mi familia, al interior del país, la
trabajadora doméstica, por instrucciones de mi madre, tenía la comprometida
tarea de empacarme la ropa y calzado que fuese a necesitar por el tiempo de
estadía fuera de la capital. Ella era bastante minuciosa y precavida, con tal
de que no quedara ninguna vestimenta fuera de mi bolso de paseo. Que yo
recuerde, nunca se le escapó un detalle.
A las dos de la tarde de aquel día
enrumbamos a Santiago, en el Subarú color crema de mi padre; él al volante, mi
madre en el asiento delantero de la derecha y Carlos y yo detrás. El trayecto
de casi dos horas. La autopista Duarte apenas contaba con dos carriles, en vías
contrarias, uno para la ida y el otro para el regreso. Aquella carretera
principal vendría a ser remozada y ampliada a cuatro carriles – dos para la ida
y dos al regreso - ya para los años 95 y
96, últimos de la presidencia de Joaquín Balaguer.
Como mi padre era y siempre ha sido
un hombre de conducir prudente, el viaje le tomó, como era habitual, dos horas.
Pasadas las cuatro de la tarde ya estábamos en Santiago de los Caballeros, en
casa de Adada y Toño, tíos de mi madre.
Una vez allí, luego de charlar un
poco con los anfitriones nos duchamos y vestimos con la indumentaria adecuada
para la boda. Lo hicimos sin mucha demora, pero, el imprevisto, sin ser
invitado, surgió de repente: mis zapatos negros, no aparecían. Busqué bien a
fondo en mi bulto de viajero. Nada. Mi madre y Carlos también se unieron a la
búsqueda. Desempacaron todo lo que había adentro y nada. Removieron el bolso,
lo sacudieron, pero los zapatos, seguían ausentes.
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Parque de Baitoa.
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Desgraciadamente y dada la hora, la
5:35 p.m., hubo que tomar una decisión. “No no no, que se quede, no va para la
boda, que aprenda a prepará bien su bulto pa la próxima”, había sentenciado
severamente mi padre. Desafortunadamente no tenía argumentos con qué defenderme
y lo acepté, incrédulo, pero sin rechistar. Y digo incrédulo porque me costaba
creer que Mercedes, siempre tan precavida cometiera aquella pifia. No entendía
cómo pudo haber ocurrido aquello, pero, el daño ya estaba hecho. Finalmente,
mis padres y Carlos se marcharon para Baitoa sin mí.
Me quedé en la vivienda de los tíos
de mi madre que, en efecto, también eran mis parientes. No fue mucho lo que hice
en aquella estancia, encerrado entre paredes, viendo televisión, cenando a las
ocho de la noche, y platicando sobre la final de béisbol con Toño. Ambos,
éramos aguiluchos.
A las siete de la noche, en Baitoa la
Iglesia San Ramón era un lleno total. En aquel templo católico, abarrotado de
invitados no cabía un ser humano. Afuera, el público era más numeroso. Aquello,
parecía la boda del siglo.
Mi padre, que varios años después
alegaba, y todavía hoy no recordar haber ido a esa boda, fue de los primeros en
firmar el libro de testigos. Carlos lucía su flamante blazer color blanco, mi madre un vestido elegante; Emilia María,
primogénita de mis tíos Luis Núñez y Yolanda Checo, con apenas cuatro añitos,
desfiló junto a otros niños (Yesmín Vilorio, Óliver y Alfonso Núñez), vestidos de blanco celestial, como pajecitos.
La logística que se llevó a cabo
apostó a la perfección y afinó bien los detalles, con tal de hacer un cuento de
hadas posible. Una boda rural, pero con características de ensueño. La
decoración floral, el coro de voces, los vestidos de gala de los invitados y la
elegancia de los novios que se juraban amor eterno respondiendo sí, acepto ante el sacerdote que los
casaba, quien los declaraba marido y
mujer. Luego el beso, después el sonido de los aplausos, seguido del
estruendo enloquecedor de la concurrencia, tanto la de adentro como la de
afuera de la capilla: ¡VIVAN LOS NOVIOS!
¡BRAVOOOO!
Juan Omar y Rossy dejaban atrás el
mundo del noviazgo y la soltería para convertirse en el uno para el otro. A la salida del templo, la gente los recibió con
flores y más vítores de júbilo. Baitoa, era
un pandemonio de alegría.
La fiesta
En el paraje de Matanzas, a poca
distancia de Baitoa, se efectuó la fiesta en honor a los recién casados. Una
enorme fila de carros llegaba al club de la Universidad Católica Madre y
Maestra para festejar hasta el amanecer.
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Panorámica de Baitoa.
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No todo el pueblo de Baitoa estuvo en
el club; la mayoría de sus habitantes celebraron paralelamente, pero a distancia.
Los únicos asistentes, fueron familiares y allegados, los más cercanos a la
pareja de casados, que eran bastante. Se comió, bailó e ingirió mucho alcohol
pasada las tres de la madrugada. Al día de hoy, 20 de junio de 2021, 34 años
después, Juan Omar Núñez y Rossy Genao aún conservan el vídeo de su inolvidable
y épico matrimonio.
Regreso a casa
El domingo, pasadas las ocho de la mañana,
mis padres, Carlos y yo tomamos el desayuno. Ellos habían regresado adonde
Adada alrededor las tres de la madrugada. Me contaron lo buenísima que se dio esa boda, y lo mucho que se disfrutó. Vine a
corroborar esa información en diciembre de 1991, cuando estando en Miami junto
a mi madre, en casa de Juan Omar y Rossy, estos últimos radicados allá desde
hacía un poco más de tres años, nos mostraron el vídeo de la boda y
celebración.
Después de desayunar mi madre decidió
que regresaría a Santo Domingo con Frank y Mirtha en horas de la tarde; en
cambio, mi padre, Carlos y yo pasaríamos por San José Adentro, uno de los
campitos más atrasado de la provincia de Santiago en aquel entonces, donde
vivían nuestros abuelos paternos. Allí duramos hasta las cuatro de la tarde.
Al llegar la hora de partida, nos
despedimos de los viejos abuelos, Facundo Primitivo Ottenwalder y Genarita
Adams; también de Victoria, su fiel cocinera y lavandera de muchos años. Ahora
nos esperaba un largo trayecto hacia la capital.
En el trayecto, encendimos la radio
del carro para sintonizar el cuarto partido de la serie final. El playoff favorecía a las Águilas, 2-1,
pero ese juego, el que estábamos oyendo en el camino, estaba favoreciendo a las
Estrellas Orientales, primero 1 a 0 y después 2 a 0. El partido, disputado en
Santiago, aún era joven, solo se habían jugado cinco episodios, y los dueños de
casa, conocidos por su fama heroica y ancestral de jugar requetebién en su
nicho, sobre todo en desafíos de grandes finales, eran capaces de todo
…absolutamente de todo.
Efectivamente que si lo eran. Ya en
la sexta entrada lo habían igualado a dos carreras, una de ellas, cortesía de
un error imperdonablemente garrafal de la defensa oriental. Un disparo salvaje
hacia home del jardinero izquierdo de
las Estrellas permitió que Benny Distefano, un corredor con la velocidad de una
tortuga, pudiese anotar la vuelta del empate. En caso del que el tiro hubiese
sido bueno, el cátcher Mark Parent lo hubiese puesto out.
Avanzaba el duelo y llegaba la parte
baja del octavo capítulo. Las Águilas le daban vuelta al score y se iban al frente 3 a 2. Era de noche, como las siete y
treinta. La escuadra de San Pedro de Macorís vendría a por todas en el inicio
de la novena, era su now or never.
Ante un pícher aguilucho descontrolado el equipo verde logró llenar las bases
sin outs. Alfredo Griffin pegó el
sencillo y provocó la igualada. El dirigente de los amarillos, Winston Llenas
se ha dirigido al montículo, sacado al lanzador que no resolvió y pedido a
otro. Confía en Arturo Peña, hermano de receptor Tony Peña, una superestrella
del béisbol local, establecido en las Grandes Ligas desde 1980. Todo un
ganador.
Los hermanos, reunidos en la lomita
de lanzar, se toman unos breves segundos para trazar una estrategia frente a
los próximos tres bateadores. ¿Se habrán puesto de acuerdo?
El juego prosigue. Estoy asustado por
lo que pueda ocurrir; Carlos también. Mi padre debe seguir conduciendo el auto
y llegar a Santo Domingo. Todo se vuelve silencio dentro del coche. El narrador
anuncia por la radio que las Estrellas amenazan seriamente. Las bases estaban
llenas, cero outs y la pizarra empate
a tres.
Lanzador y receptor, hermanos de
sangre, se preparan para la difícil tarea. Tienen los nervios de acero. El pitcher
Arturo, siguiendo a rajatabla el sigiloso plan de su hermano Tony, quien le
dicta las señas para cada lanzamiento, ha ponchado a uno. Bajo el mismo esquema
consigue abanicar a otro. Finalmente, despacha al tercero y el susto ha terminado.
Hermano lanzador y hermano receptor, dominados por la euforia, se han abrazado
y llorado, han evitado que el asunto se salga de control. Todo sigue igual, 3 a 3. El momento es épico.
Hemos llegado. Mi padre aparca el
vehículo. Lo apaga. Desmontamos los bultos y entramos a nuestra vivienda. ¡Por
fin en casa! Encendemos el televisor. Mi madre estaba cocinando algo; había
llegado primero que nosotros. El juego de pelota en entradas extras. Stanley
Javier termina recibiendo un boleto con las bases llenas y dos outs. Las Águilas, finalmente han ganado
4 a 3. La serie se coloca 3-1 en favor de los cibaeños. Mi madre, Carlos y yo
aplaudimos el capítulo ganador del equipo santiagués. Mi padre, hombre que
nunca se inmuta y, como si tuviera una cremallera en la boca, ha mantenido el
silencio.
¡Sorpresa!
Tras finalizar el partido de béisbol
mi madre entró a la habitación mía y de Carlos. Estaba desempacando la ropa de
mi bulto para organizarla y guardarla, ya fuese en el armario o gavetero. De
repente me llama “Iván, ven a ver. Mira tus zapatos, estaban en el bulto”. Yo
solo atiné a decir “pero me perdí la boda, no pude ir”. Ella asintió: “Es
verdad, te perdiste la boda porque no buscamos bien esos zapatos cuando
estábamos donde Adada. Ay, mira que Mercedes te los había puesto en el bulto y
hasta envueltos en una funda…”.
Ya nada se podía hacer. No había
reparos. Mi viaje a Santiago había sido en balde. Las cosas no salieron bien y
por ello no fui a la boda. Los zapatos viajaron, estuvieron dentro del bulto,
pero ya en Santiago, se negaron a aparecer. Su búsqueda resultó infructuosa. Al
final, quedé libre de culpas.
Agradecimiento:
A mi tío Luis Núñez por gran parte de
la información suministrada.