No se concebía como un
Iván Ottenwalder que había dejado el alcohol hacía casi tres años, que mejoraba
sus hábitos alimenticios, que ya no consumía picantes, bebidas gaseosas ni
colorantes, que estaba tomando todas las precauciones de lugar evitando los
pelos de mascotas (gatos y perros) y que evitaba exponerse al polvo y a las
filtraciones de humedad, tal como se le recomendara, estuviera todavía en ese
tipo de condiciones, con una IGE hiper alta que se negaba a ceder y a dejarlo
en paz. De verdad que no entendía nada de esto.
Por Iván Ottenwalder
Los últimos tres meses
del año 2013 terminaron cargados de mucho entusiasmo para mí. Soñaba
constantemente con la posibilidad de volar al mundial de scrabble que para
octubre del 2014 sería efectuado en la ciudad de La Habana, Cuba. No tenía otra
cosa qué pensar y de qué hablar. Jugar en aquella competición mundialista
rompía las barreras de mi imaginación.
Pero para diciembre del
13 mi dermatitis empezó a entrar en deterioro. Mi piel daba pena de lo
lastimada que estaba. Aquello parecía algo peor a la dermatitis atópica que me pillaba
desde la adolescencia y a lo largo del siglo XXI.
Coincidentemente, para
mediados de diciembre tenía consulta con mi otorrino. Todo para un chequeo
rutinario de oídos, garganta y nariz. Desde el verano de 2011 le venía
visitando. Aquella vez por una molestia en el oído derecho que terminó siendo
una infección por hongos y, a finales de ese mismo año, lo recurrí por una
rinitis alérgica la cual ameritó riguroso y severo tratamiento de 5 a 6 meses.
Ahora, en diciembre del 2013 simplemente para un chequeo de rutina. Me checó
todo: nariz, oídos y garganta. Aparentemente no encontró nada anormal, sin
embargo, como profesional preocupado por la salud de sus pacientes me indicó
una numerosa cantidad de análisis, incluyendo un cultivo de amígdalas. Al día
siguiente me los hice todos por la mañana y en ayunas. Los busqué dos días
después. Realmente todos salieron bien, menos uno. Y ese UNO venía siendo desde
el 2004 mi eterna pesadilla, mi fantasma mortificador, la razón por la cual mi
dermatitis y asma empeoraban todos los años, cada vez más y más. Ese análisis
tiene como nombre Inmunoglobulina E (IGE). El resultado arrojó 18,922 UI/ML,
cuando lo normal que debe registrar un adulto como yo es de 100 UI/ML.
Cuando le llevo los
resultados al doctor los checa uno a uno y luego me pregunta: “Iván, ¿no has
pensado alguna vez visitar a un alergista?”. Sin ser dermatólogo o neumólogo me
estuvo hablando de lo exageradamente elevados que estaban mis niveles de
alergia en la sangre. Me sugirió que en caso de decidirme a buscar a un
alergista eligiera uno que fuese rigurosamente profesional. De su parte, él me
refirió a una doctora, reconocida como una de las mejores inmunólogas de
República Dominicana. “No me gustaría verte así Iván. Tú eres joven”, me
expresó con sinceridad. El consejo era bueno y valía las mil gracias; lo malo
era que, al igual que hoy, la mayoría de alergistas en este país no reciben
seguros médicos. De todos modos, me decidí. Toda orientación que recibiese del
mi otorrino era como palabra sagrada. Siempre le he creído y me ha parecido un
profesional honesto y de buen criterio.
Pasaron los días
mientras intentaba encontrar, ya fuese por Internet, en la guía telefónica o
por recomendaciones de algún conocido, algún buen alergólogo para tratarme mi
problema de hiper IGE en la sangre. Finalmente, ya faltando pocos días para
acabar el año, una amiga me sugirió visitar al alergista que trataba a su hijo
para el asma. Me dio muy buenas referencias sobre ese galeno y decidí
consultarle.
Consulta
con el alergólogo
En la Clínica San
Rafael laboraba el especialista en alergias y asma referido por mi amiga. Un 30
de diciembre de 2013 me aparecí en la clínica y pregunté por su secretaria. La
encontré y le pregunté por el costo de la consulta; también si recibían seguros
médicos. “La consulta son tres mil
pesos. Los seguros que recibe el doctor son ARS Universal y ARS Palic. Si tiene
uno de ellos son mil pesos la diferencia”, me explicó. ¡Menos mal que tenía el
Universal! Así pagaría solo mil, o sea, dos mil pesos menos. Desafortunadamente,
la doctora referida por el mejor de mis otorrinos (hasta que se demuestre lo
contrario) no trabajaba con planes de seguros médicos y sus honorarios por
consultas eran de 4 mil pesos. Una tarifa muy alta y que bien podría
descalabrar mis finanzas.
La joven me anotó en
lista de espera y tomé asiento en la sala hasta que llegara mi turno.
Cuando me llegó el
momento de entrar al consultorio, cerca de la una de la tarde, saludo al
especialista, le respondo las preguntas que me hizo sobre mi historial clínico
y luego le explicó el porqué de mi visita. Me pide que le muestre los análisis
que tenía a manos. Luego de checarlos me realiza una evaluación de rigor. También
le mostré parte de las zonas de mi piel afectadas por la dermatitis. Me explicó
que necesitaba realizarme las pruebas cutáneas cuanto antes para determinar cuáles
eran los alérgenos nocivos a mi organismo. Le dije que podía realizármelas para
el jueves de la misma semana en curso.
Pruebas
cutáneas
El jueves 2 de enero
del 2014, en horas de la tarde, volví al consultorio para las pruebas cutáneas,
las cuales tenían un costo de 8 mil pesos. Nunca me las habían hecho antes. La
hora de complacer antiguas sugerencias de amigos y ex compañeros de trabajo que
desde los años 90 venían rogándome de que viera a un alergista, había llegado.
Pues, en pocos minutos y gracias a las pruebas cutáneas, aquellas peticiones
quedarían totalmente complacidas.
El doctor me mostró el
área de su consultorio donde me realizaría el estudio. Allí había una mesa, dos
sillas, una frente a la otra, y gavetas. En una de esas gavetas guardaba los
frasquitos que contenían las distintas sustancias que utilizaba para evaluar a
sus pacientes.
Tomé un asiento
mientras el facultativo se sentaba en el suyo. Tomó mis dos antebrazos, con un
bolígrafo trazó una raya vertical en cada uno de ellos así como varias pequeñas
trazas horizontales las cuales numeró. Una vez todo listo procedió a esparcirme
gotitas de cada una de las soluciones líquidas en los diferentes puntos
delimitados numéricamente. Después, empleando varias cuchillitas muy pequeñitas
incapaces de causar dolor, procedió a darme los tenues pinchazos en cada uno de
los puntos de ambos antebrazos. “Sal para fuera y regresa en 20 minutos para
saber a qué hiciste reacción y a qué no”, me pidió una vez terminado el
proceso.
Pasados los 20 minutos
regresé al consultorio. Fueron pocas las ronchas que se me formaron en los
antebrazos. Alergia a los ácaros, a la humedad, a pelos de gatos y perros, a las filtraciones,
a los colorantes artificiales y muy poca a los mosquitos. Lo demás estuvo bien.
Me indicó un
tratamiento para la horrible dermatitis y unas pastillas para los parásitos, pues
los eosinófilos del hemograma de diciembre estaban muy disparados.
“Vamos a ver cómo te va
con este tratamiento. Te recomiendo más limpieza en tu hogar. Tu habitación no
debe estar muy sobrecargada de cosas. Solo tu cama y una almohada antialérgica
la cual debe ser lavada semanalmente. Puedes tener tu televisor, el gavetero,
pero todo, incluyendo el armario, siempre desempolvado. Si mejoras, perfecto,
si no, entonces necesitarás tratamiento con inmunoterapia, del cual ya
hablaríamos luego”.
Cuando le expresé mi
anhelo de que mis niveles de IGE volviesen a normalizarse algún día me
respondió que la IGE era una prueba inespecífica, que las pruebas cutáneas que
me hizo eran más efectivas que una IGE. Aunque un poco contrariado, le creí del
todo, pues yo no soy alergista ni inmunólogo.
Una vez en casa tomé
tiempo para la reflexión. Hablé con mi madre sobre las recomendaciones médicas.
Ella me dijo que no tenía mucho dinero para pagar un servicio doméstico que se ocupara
de la limpieza de la casa, que el gatito (Michy) era parte de la familia y no
lo iba a regalar ni a desamparar. También alegó que estaba en la bancarrota,
cosa que era cierta, y que no tenía plata suficiente para pagar un albañil que
corrigiese los problemas de filtraciones de nuestro apartamento, el 401 del
edificio 9 de la manzana XI del Residencial José Contreras.
Al escuchar las explicaciones
de mi madre, con cierto dejo de regaño, no me quedaban más opciones que mudarme
de vivienda. ¿A cuál? Pues a la de mi padre, quien vivía solo desde que su compañera
Fidelina Tejada había fallecido en verano del 2013.
Michy era mi gatito
favorito, el deseado en mis sueños durante muchos años. Mi madre lo había
traído a casa a principios de 2010. Era una monada. Le gustaba estar conmigo. Se subía en mi cama todas las mañanas
para despertarme y me interrumpía de forma juguetona e interesada en horas de
la cena esperando que le brindase. Trate de ser justo en mi análisis, al menos
con Michy. Reflexioné que se trataba de un animalito inocente, que no sabía
nada sobre lo que era un parásito, un ácaro, una dermatitis o una crisis leve o
fuerte de asma. Preferí mudarme.
Le conté sobre lo
hablado con el alergista a mi progenitor y del impase con mi madre. Me
respondió con el silencio sin pronunciar ni una palabra. Pero como le conozco
sé que cuando contesta de esa forma quiere decir que está de acuerdo. La manera
de asentir de mi padre es y ha sido siempre así, respondiendo con el silencio.
Dos semanas después ya
estaba mudado con todos mis trastes en el apartamento de mi padre, sito en la
calle Leonardo Da Vinci de la Urbanización Renacimiento.
El tratamiento
prescrito por el alergólogo empezó a sentarme muy bien. La dermatitis se había
corregido y el asma estaba controlada. Un mes después la sinusitis alérgica, el
asma y los estornudos continuos de los últimos años me habían regresado con
fuerza. Volví a visitar al especialista. Me indicó otro antialérgico y me
convenció de que debía iniciar pronto el tratamiento de la inmunoterapia cuya
fórmula estaría compuesta por extracto purificado de ácaro de polvo. ¿El tiempo
de duración? 4 años. ¡Una larga jornada!
Sin embargo, también
fue muy explícito al decirme que en caso de iniciarlo no lo podía suspender, ya
que los riesgos podrían ser peores. “Toma tu tiempo y sopésalo porque si lo
inicias y luego lo descontinúas habrás perdido tiempo y dinero”, me aconsejó.
Uno de los pensamientos
que me llegó a la mente fue Cuba y su mundial de scrabble en octubre. Tuve que
despedirme con todo el dolor de mi alma de aquel anhelo y posponerlo para
dentro de un año, en 2015, pero no ya para asistir a un mundial, sino a un
torneo internacional, competición de menor envergadura. Pero había tomado una decisión
y no daría marcha atrás. Iniciaría el tratamiento.
Me vi en la necesidad
de agenciarme un préstamo con el banco por un monto de 100 mil pesos para poder
al menos llevar el primer año de la terapia inmunológica. El resto de la plata
tendría que juntarla a puros ahorros.
Aquellos 100 mil eran para
pagarlos en 3 años. Las cuotas serían de casi 3,900 pesos mensuales. Al menos
aquel monto me sirvió para consolidar algunas deuditas pendientes con otras
entidades financieras. Les dije chau a ellas. El resto del dinero me sirvió
para costearme las vacunas durante el primer año.
Aproximadamente a
inicios de marzo inicié con el tratamiento. El galeno me había explicado antes,
con lujos de detalle, como lo llevaría durante cada ciclo. Para el primero me
entregó los antígenos en tres frasquitos numerados (1, 2 y 3) y dos hojas con
las instrucciones descritas de cómo llevar cada dosis, desde la menor hasta la
mayor. Debía ponerme las inyecciones semanales en los días estipulados y con la
dosis indicada. Ese primer ciclo duraría como mes y medio aproximadamente.
Las vacunas deberían
inyectármelas un personal especializado en alguna sala de emergencia de un
hospital o en un dispensario médico.
Aunque tedioso todo esto, así lo planifiqué.
Terminado con
normalidad el primer ciclo empecé con el segundo. Este duraría cerca de dos
meses (abril y mayo); los demás, tres meses, hasta que se cumpliesen los cuatro
años de vacunaciones.
Para el segundo ciclo
el médico también me dio las instrucciones anotadas en un papel. “Presta
atención y ten mucho cuidado porque esta vacuna es cien veces más fuerte que la
anterior y si no la llevas como te digo te puede hasta matar”, me dijo. Yo escuché
callado sus indicaciones y asentí.
Sensación
de taquicardia
Con las primeras dosis
del segundo ciclo todo marchaba normal. Lo anormal ocurrió con las siguientes,
a medida que aumentaban las cantidades. Con las dosis mayores empecé a sentirme extraño, sobre todo al
dormir. Los latidos de mi corazón los sentía más acelerados. Nunca me había
ocurrido eso en la vida. Durante una semana tuve esas sensaciones y se me dificultaba
conciliar el sueño. Una madrugada visité la sala de urgencias del Centro Médico
Real. Una doctora me tomó la presión y todo estaba normal. Días después telefoneé
al especialista para contarle lo ocurrido. Me habló en un tono incómodo, de
forma medio airada me dijo que eso no era cierto, que yo había aprobado el
primer ciclo, que él no era ningún loquito viejo… Le recordé aquello que me
explicó sobre el riesgo de la vacuna actual. “Usted me advirtió de que esta
vacuna me podía hasta matar”, intenté refrescarle la memoria. Me contestó: “sí,
pero en caso que tú no aguantaras la del primer ciclo, y ese tú lo superaste”.
Luego me alteró más la voz: “¡Mira, mira, pues si tú quieres no te la pongas y
descontinúas el tratamiento y punto, yo sé de esto y sé lo que hago!”. Le dije
que le creería y que seguiría con la vacunación. “Póngase su vacuna mi negro,
no le pasará nada”, me alentó y colgó.
De todos modos quise
asegurarme y visitar a un cardiólogo para que me examinara. Así lo hice. Para
mi tranquilidad el chequeo salió perfecto, ninguna anomalía. Le pregunté al
cardiólogo si podía continuar con la inmunoterapia por alergia y asma que
estaba llevando. Me respondió que sí.
Al hacer caso al
especialista del corazón decidí seguir mi terapia inmunológica. Para mi fortuna
los latidos acelerados, imaginarios o no, desaparecieron. No sé si fue porque
al final pude adaptarme a la vacuna y a las dosis más altas. Daré por sentado
de que sí.
La
hidroxicina como ayuda.
Aunque seguía
inyectándome al pie de la letra las dosis del extracto purificado de ácaro de
polvo, mi asma, aunque leve, no se controlaba del todo. Para fines de mayo y
junio la piel se me estaba enrojeciendo de nuevo y la caspa seborreica afectaba
mi cuero cabelludo. Me acordé del champú que utilizaba desde hacía años para
combatirla, aún me quedaba en mi bañera, y del antialérgico de nombre ATARAX
que solía tomar para calmar el escozor en mi piel. Me dirigí a una farmacia para preguntar por ese fármaco pero no había.
La dependiente del mostrador me habló de un producto llamado SERENUS cuyo
componente era el mismo que el ATARAX, la hidroxicina. Me llevé el de 25 mg.,
como siempre solía. Este ansiolítico y antialérgico vino a servirme de soporte
para controlar el asma y la picazón. Tenía cremas en casa para untarme en las
zonas afectadas de mi cuerpo.
Pasan
los meses y los efectos de sanación no llegan
Para mis problemas
respiratorios también usaba un aerosol de nombre Salmeflo 250-mcg. Una
atomización por las noches antes de dormir. El SERENUS lo tomaba inter diario,
también de noche y antes de lanzarme a la cama. Aún así mantenía la fe en que
el antígeno antialérgico terminaría funcionando. Meses venían y se iban y todo
continuaba igual. Para julio mi hermano Carlos me sugirió que descontinuara la
inmunoterapia ya que él no veía signos de mejoría en mí. “Iván, con un
tratamiento así ya a los cinco meses tu deberías estar mucho mejor y yo no lo
noto”, me comentó. De todas formas seguía apostando a la calma y al tiempo,
pasase lo que pasase.
Todas las tardes
realizaba caminatas de dos horas. La zona recorrida incluía la Plaza de la
Bandera, las calles aledañas al Hotel Dominican Fiesta, la avenida 27 de
Febrero y la Rómulo Betancourt. El caminar me sentaba bastante bien para los
pulmones.
Meses
de noviembre y diciembre. Deterioro de mi piel
Para el otoño mi
dermatitis estaba en el peor de sus momentos, aunque mi asma, gracias al
aerosol y la hidroxicina, se mantenía controlada. Sin embargo, los estornudos y
secreciones nasales no cesaban desde meses anteriores. El antígeno no estaba
haciendo el trabajo esperado. Hasta la piel debajo de las uñas de los dedos de
mis manos lucían afectadas por una descamación que no comprendía. A finales de
noviembre visité a una dermatóloga en el Centro Médico Dominicano con la que me
había tratado en otras circunstancias. Me indicó una buena loción y unas cremas
para ponérmelas en las partes lesionadas. Solo me hicieron buen efecto por
pocos días. Una semana después el cuerpo entero se me volvió un caos. El 11 de
diciembre regresé al alergista para que me checara …además de comprarle la próxima
vacuna de dosis trimestral. El facultativo se alarmó. “¡MIERDA! ¡MIERDA! ¡Y
ESTA VAINA!” Tomó apuntes y diagnosticó descamación en la piel, dermatitis
seborreica y psoriasis. “Tendré que indicarte una inyección bien fuerte y también
se te irá mucho dinero en cremas. No me vuelvas a usar más esas cremas que te
estabas poniendo antes. Suspéndelas”, me pidió.
Betaduo de 2 ml.
inyectable y una crema para la descamación de la piel cuyo nombre no me acuerdo
fue el tratamiento prescrito. Me iba indicar otra crema pero no lo hizo porque
entendió que con una podría recuperarme del todo. Me pidió que volviera en 14
días.
El tratamiento funcionó
a las mil maravillas, restaurándome completamente en poco tiempo. El asma dijo
adiós, lo mismo que la conjuntivitis alérgica y la psoriasis. Todo se
normalizó. Lo que la vacuna no había resuelto en 10 meses lo resolvieron estos
productos. ¡Cuidado si mi caso no era el apropiado para esa inmunoterapia!, me
preguntaba a mí mismo. Sin embargo, seguí creyendo. Por más de dos semanas todo
iba viento en popa pero a partir del 31 de diciembre lo peor estaba por venir.
Ya para el 30 de
diciembre, la conjuntivitis alérgica reapareció. Sentía una molestia algo
pegajosa en los párpados y los ojos se me enrojecían constantemente. Utilizaba
unas gotas oftálmicas que me aliviaban por unas horas para luego volver a
empeorar. La piel estaba limpia y el asma dormida, menos mal, pero el 31 de
diciembre la pasé con aquella odiosa conjuntivitis.
Pocos días después
comencé a sentir unos dolorcitos de cabezas leves pero recurrentes. Tomé
pastillas analgésicas y me aliviaban, pero los síntomas regresaban en pocas
horas. Como cuatro días más tarde regresé donde el alergista para la cita
pendiente. Encontró mi piel diáfana y en perfecto estado. “Usted está del otro
lado”, me comentó. Para la cefalea buscó una pequeña jeringa de insulina y me
introdujo un líquido por las fosas nasales. Se trataba de un analgésico muy efectivo.
Le pregunté si podría realizar mi viaje a Cuba para principios de marzo, fecha
estipulada para la realización del Internacional Cuba Scrabble 2015, y me dijo
“cuando usted quiera. Hasta ahora se puede ir de vacaciones. Por mí, usted está
perfectamente bien”.
El asma y la dermatitis
ciertamente que habían remitido. Sin embargo, como 9 o 10 días después los
dolores de cabezas leves y recurrentes habían vuelto. Más me preocupó cuando
una compañera de trabajo me dijo una tarde del 20 de enero del 2015 que yo
estaba demasiado flaco, que qué me pasaba. Traté de no prestarle mucho interés
y hallar la forma de mitigar mi malestar de cabeza. El día 21, feriado en
República Dominicana, comencé a sentir una sensación de hinchazón estomacal y
gases atrapados en la zona intestinal. Tampoco le presté mucho caso. La semana
anterior, viernes 16, había visitado una oftalmóloga en el Centro Médico Real
para lo de mi conjuntivitis. La doctora me dio muy buena impresión de calidad
profesional. Primero me examinó la vista y me recomendó cambiar los lentes. Me
anotó en una hoja timbrada la indicación para que fuese a la óptica. Luego,
procedió a examinar la alergia de mis ojos. “Tienes una conjuntivitis blefaritis.
Eso no se cura, solo se controla”, fue su diagnóstico. Me prescribió una receta
y como recomendación lavarme todas las mañanas los párpados con champú Johnson
de bebés.
El jueves 22 tenía el
estómago igual de hinchado y el intestino lleno de gases. También
estreñimiento. Ya empecé a preocuparme y acudí por la mañana a la sala de
urgencias del hospital Otorrinolaringología y Especialidades. Solo les hablé de
mis dolores de cabeza y de la pérdida de peso. Me refirieron donde el médico
internista.
Hice turno para la
consulta. El especialista me hizo todas las preguntas sobre mi pasado clínico y
me realizó un chequeo general. Me auscultó, tomó la presión y me hizo un
estudio cardiovascular. Me comentó que no estaba mal. “Creo que tienes mucho
estrés”, dijo. También me tomó el peso en una balanza. Tenía 147 libras. Le
conté que mi peso promedio era de 160 a 165. Un bajón terrible. Le preocupó mi
flaqueza y me prescribió varios análisis para realizármelos en ayunas más una
sonografِía abdominal.
Luego de la consulta me
dirigí a mi trabajo. Pero estaba muy nervioso. Conocía perfectamente mi
organismo y sabía que algo no andaba muy bien. Esa mañana del 22 de enero mi
jefa me despachó temprano para que fuese a descansar a casa. También me dio el
día 23 libre para realizarme los estudios.
Análisis
normales pero colesterol muy alto
Me desperté temprano la
mañana del viernes 23. Pude defecar a eso de las 6 de la mañana. Fui al
laboratorio para que me realizaran todos los estudios. El coprológico fue mi
pesadilla. No pude defecar en todo el día. Hasta en los momentos que sentía
ganas de arrojar las heces me era imposible. El aciago estreñimiento me lo
impedía.
Del laboratorio me enviaron
los resultados a mi correo electrónico personal. Todos salieron normales, menos
el colesterol, que estaba muy elevado.
Al día siguiente,
sábado 24, pude defecar por la mañana al levantarme, única vez en el día, pero
esa única vez me sirvió para arrojar la muestra de mis heces en el envase que
me había entregado la bioanalista del laboratorio el día anterior. Salí en ruta
a llevársela. No me había desayunado, pues faltaba todavía un estudio: la
sonografía abdominal. Me la hicieron en el Centro Médico Real y me la entregaron
al poco rato. Todo salió normal …bueno, no todo. Había una observación escrita:
asas intestinales distendidas.
Esperé hasta la semana
próxima para llevarle los resultados al doctor. Los análisis tuve que
imprimirlos en una impresora de un vecino, a quien le agradecí el favor.
Llegado el momento de
la cita el internista, luego de ver los resultados, me contó que no hallaba
ninguna alarma que le llamara la atención, salvo el colesterol, muy alto. Me
indicó una estatina para tomar por tres meses y una dieta saludable,
recomendándome de paso que fuese suspendiendo en la medida posible los
alimentos grasientos. Me aseguró que el estreñimiento desaparecería pronto.
Tomé cartas en el
asunto. Un día después, haciendo acopio a las indicaciones del galeno, fui al
supermercado a comprar frutas, vegetales, leche descremada, jugos de manzana y
melocotón y otros alimentos saludables
que no recuerdo ahora. Amén de todo aquello mi estreñimiento iba de mal en
peor. Cuando iba al inodoro ya no cagaba heces, sino granos de habichuelas,
pedazos de carne, de sardina, granos de arroz y otros alimentos mal digeridos
por mi estómago.
Un días después volví donde
el internista para contarle aquello. Fue honesto conmigo. “Mira, en este caso
te voy a referir a la gastroenteróloga del hospital, porque ya lo tuyo es un
problema digestivo. Esta consulta no tiene razón de ser. Dile a mi secretaria
que te devuelva el dinero y, por favor, ve a la consulta de la
gastroenteróloga. Ella viene dentro de un rato”, me sugirió. En una hoja
timbrada anotó la referencia.
Esa misma mañana hice
turno donde la especialista de la gastroenterología. Esperé cerca de una hora.
Cuando llegó mi turno me realizó las preguntas referentes a mi pasado clínico. “Asma,
dermatitis atópica, psoriasis y síndrome de Tourette”, le confesé. Le expliqué
lo de mi estreñimiento y la defecación de residuos alimenticios mal digeridos.
Me evaluó. No sentí dolor en ninguna zona donde me hizo presión con las manos.
Me indicó endoscopía y colonoscopía más unas pruebas sanguíneas. Me contó que
los días hábiles para los estudios del colon y el estómago eran los sábados. Le
dije que ya quería salir de todo esto y que me las haría el sábado 31, es
decir, dos días después. Me dirigí a la estafeta del seguro médico y me
cotizaron el diferencial a pagar. Los gastos de anestesia y biopsia ya tendría
que pagarlos aparte porque el seguro no los cubría. En conclusiones, casi nueve
mil pesos me hizo la cuenta para ambos procedimientos. El viernes 30 lo dejé
todo pago. Solo tendría que ir acompañado de un familiar el sábado 31 para los
estudios indicados.
Helicobacter
pylori
El sábado 31 temprano
por la mañana y estando en ayunas mi padre me llevó al hospital. Pero antes
pasamos a buscar a mi madre que deseaba acompañarnos. Llegamos temprano, como a
las 6:30 a.m. Recogí los análisis de sangre pendientes en la recepción. Todos
estaban normales. Más tarde subimos al sexto piso del Centro de
Otorrinolaringología y Especialidades, al área de endoscopía y colonoscopía.
Tuvimos que esperar a que la doctora llegara. Arribó como a las siete y cuarto.
Poco rato después me llamaron para entrar. Un enfermero me dio las
instrucciones de entrar en un cubículo,
desvestirme y colocarme una bata, un gorro y unas bolsas de tela para mis pies.
Minutos más tarde me acompañó a la zona donde me harían los estudios. Vi a la
doctora y le entregué los análisis pendientes. Los observó y vio todo normal.
El enfermero me señaló una camilla donde tendría que recostarme boca arriba. La
especialista ordenó que primero me realizaran el estudio del colon y después el
del estómago. Me colocaron un suero, me tomaron la presión, luego me
anestesiaron. Quedé dormido como un lirón y, cuando desperté, ya todo había
terminado. Escuché a la gastroenteróloga decirme “Iván, salió bien la
colonoscopía”. No me habló nada de la endoscopía. Los resultados me serían
entregados como en 10 días, el tiempo que según me dijo tomaba la biopsia en
ser analizada. No me quedaba más que esperar el tiempo recomendado.
Seguí llevando mi vida
normal. El estreñimiento continuaba, pero a los pocos días ya estaba defecando
un poco mejor, pero solo materias mal digeridas. No tuve problemas de
inapetencia, ni de fiebre, pero las cefaleas no paraban. Tuve hormigueos por la
espalda y los brazos. Pero me estaba acostumbrando a ello. Fui a la óptica a
cambiar los cristales de la montura de mis lentes y los tuve listo en pocos
días.
Varias veces a la
semana telefoneaba a la secretaria de la doctora para saber si mis resultados
estaban listos. “Nada de nada, aún no, mi niño”, me respondía. Pero el
miércoles 11 de febrero si estaban. Fui por la tarde a recogerlos. La doctora
me recibió en su consultorio. Me felicitó porque la colonoscopía había salido
bien. Solo había arrojado pequeños hallazgos de colitis indeterminada, esto es,
un híbrido entre la colitis ulcerosa y la enfermedad de Crohn. En la endoscopía
sí hubo un problemita pero que a juicio de la galena podía ser superado con un
riguroso tratamiento. Se trataba del Helicobacter pylori, una enfermedad de la
mucosa gástrica. “Eso lo vas a superar rápido, ya lo verás”, trató de infundirme
ánimos. Luego de charlar un poquito más nos despedimos y me pidió que regresara
en 30 días aproximadamente.
Aquella noche tomé
rumbo a la farmacia para hacerme de los medicamento. Gracias a Dios que el
seguro me los cubrió todos, de lo contrario hubiese tenido que desembolsar 7
mil y pico de pesos. Terminé pagando tan solo 3 mil y alguito. Y fueron tres
mil y alguito porque las pastillas para el estreñimiento me costaron un poco
más de dos mil, de lo contrario la cuenta habría sido mucho menor.
Telefoneé a mi padre,
quien fue el primero en enterarse. Le hablé que tenía la bacteria Helicobacter
en etapa inicial. “Bah, eso es empezando que está”, le restó importancia.
Aquella misma noche
decidí iniciar con la pastilla para combatir el estreñimiento. Al siguiente
día, 12 de febrero, empezaría con el tratamiento triple: el esomeprazol, la
amoxicilina y la levofloxacina, por 15 días. El esomeprazol tendría que tomarlo
por 28 y las pastillas del estreñimiento por un mes.
Empecé a cagar mejor,
ya de forma nítida, aunque las cefaleas y los hormigueos en la espalda y brazos
no desaparecían. Esto era peor que un trauma. Dos semanas después llegué
incluso a visitar a una neuróloga por esos malestares. Me recomendaron una en
el Centro Médico Real, muy eficiente según me contaron. Me examinó y tomó la
presión. Todo normal. Me mandó a realizar una tomografía axial computariza (TAC)
para la cabeza y una resonancia magnética para la columna cervical. También me
prescribió un fármaco para ese tipo de malestares.
Las pastillas hicieron
su trabajo. El dolor de cabeza leve y recurrente dijo chau, lo mismo que los
hormigueos. La TAC salió perfecta y la resonancia por igual. El diagnóstico de esta
última arrojó una pequeña desviación de la columna cervical, muy poco notable.
Cuando le llevé los resultados a la neuróloga me felicitó por lo bien que me
encontraba. Me preguntó por los malestares y le confesé que se habían ido todos
de cuajo. Ya como dosis de mantenimiento me prescribió el Núcleo CMP Forte, no
recuerdo por cuantos días.
Todo me empezaba a
salir bien. No tenía de qué quejarme. Sin embargo, el antígeno ése de
inmunoterapia seguía sin producirme los resultados que esperaba. La secreción
nasal, los estornudos copiosos y la psoriasis me habían regresado desde hacía
semanas. No sé cómo diablos no suspendí aquella vacuna de raíz.
La
bacteria ha muerto
El viernes 6 de marzo
me pilló una severa fiebre. Al día siguiente fui a la sala de urgencias del
Real. Me tomaron la temperatura y, efectivamente, tenía 39 grados de calentura.
La doctora me indicó análisis de sangre, entre ellos el hemograma completo.
Dichas pruebas me las hice en el laboratorio el lunes por la mañana. Una vez
con ellas en manos volví donde la gastroenteróloga el martes 10. Las vio, me
examinó con un estetoscopio, me checó la garganta y notó las amígdalas
linguales un poco inflamadas. Me prescribió un tratamiento para esa fiebre por
cinco días y también una prueba de antígenos en heces para determinar si el Helicobacter
pylori se me había erradicado. Fui al laboratorio a realizármela. La
bioanalista me entregó un frasquito para que arrojara mis excrementos allí.
Aquella tarde no pude defecar bien. El estreñimiento, cuan fantasma aterrador,
me había regresado. Fue al día siguiente que pude defecar en horas de la mañana
y llevar la muestra al laboratorio.
La bionalista recibió
el frasco con mis heces y me dijo que el resultado estaría listo para dentro de
5 días. A la semana próxima recogí el diagnóstico y para mi tranquilidad la
bacteria había muerto. ¡Eureka! ¡Fin de la pesadilla!
Esa misma tarde en que me
entregaron el resultado fui donde la gastroenteróloga y con satisfacción
expresó: “¡Yo sabía que se iba!”. Me dijo que ya todo estaba normal, que podía
realizar mi viaje a Cuba con normalidad cuando desease y que regresara a
consulta dentro de un mes.
Una
semana después
Una semana antes de mi
viaje a La Habana decidí visitar a mi neumólogo en el hospital de
Otorrinolaringología y Especialidades, solo para un chequeo general. Me halló
en perfecto estado. Me recordó que debía realizarme la espirometría ya que mi
última había sido en 2011. Le prometí para después de mi viaje. “Si te la vas
hacer después del viaje mejor llévate tu spray de asma, el Salmeflo”, me
sugirió. Así quedamos, aunque al final no terminé cumpliendo la indicación.
Los días pasaron
volando y por fin la fecha de mi viaje había llegado. Me llevé varios
medicamentos, los de mi piel, el SERENUS, pero olvidé el más importante de
todos: mi aerosol para el asma. Fatal error que luego me pasó la cuenta. Los
primeros tres días en La Habana (lunes, martes y miércoles de la Semana Santa)
no tuve problemas respiratorios. Estos empezaron el jueves de madrugada, aunque
de forma leve, con silbidos que no me permitieron conciliar el sueño. Aún así
me desperté temprano para asistir al torneo de scrabble en la Biblioteca Rubén
Martínez Villena. Mis sofoques por lo regular me atacaban de noche, no durante
el día. El viernes santo, ya pasadas las 7 de la noche, tuve que acudir a la
unidad primaria Camilo Cienfuegos para que me nebulizaran. Me acordé de lo que
me había dicho el neumólogo de traerme el spray para Cuba. ¡Por confiado me
pasó! ¿Y qué ocurría con la inmunoterapia que no me resolvía? Me había puesto
la dosis correspondiente un día antes de tomar el avión a Cuba y en nada me
protegió. Antialérgico, nebulización o Salmeflo hacían mejor trabajo en mis
pulmones que el antígeno inmunológico ése. De verdad que estaba idiotizado.
Todavía seguía creyendo en algo que no funcionaba en mi organismo. Para colmo
también la psoriasis se me recrudeció en aquel viaje que tanto había soñado. El
sábado 4 de abril, también hice crisis por la noche. Mientras caminaba por El
Vedado sentía los sofoques y escuchaba el silbido asmático de mi garganta. No
puede conciliar el sueño cuando me fui a la cama. Me desperté temprano el
domingo como a las cinco de la madrugada. El taxista me esperaba para llevarme
al aeropuerto, pues ya era hora de regresar a mi país. Mi estadía habanera
había culminado.
Era increíble como un
sujeto como yo, que había sido afectado no hace tanto por un helicobacter
pylori, que había llegado flaco como un guiñapo a Cuba, que le había pillado el
asma y la psoriasis en sus vacaciones deseadas y que se había lanzado a
participar en un torneo internacional de scrabble sin previa preparación, haya
logrado un segundo lugar ante rivales que jugaban a las palabras cruzadas
prácticamente todas las semanas. Eso era algo merecedor del más digno de los elogios.
Si de verdad existe alguna justicia divina hasta el mismo Dios, desde su palco
en el cielo, debería haber aplaudido a Iván Ottenwalder por esa grandiosa
actuación en su pasatiempo favorito.
Regresé al país el
domingo 5 de abril. Antes de acostarme tuve que utilizar mi aerosol, el que no
debí olvidar cuando viaje a Cuba. El lunes 6 tuve que visitar a la dermatóloga,
pero esta vez hice una elección distinta. Consulté a una que labora en el
Centro Médico Real. La especialista, luego de revisar mi espalda y brazos me
indicó una crema para la psoriasis, otras dos cremitas para el rostro y una
loción hipoalergénica para untarme por las mañanas. Los productos no eran tan
costosos y me funcionaron de maravillas. También, durante aquella semana,
visité a un otorrino en el mismo hospital debido a secreciones nasales y
estornudos. Debí haber recurrido al mío, pero por aquello de que el Centro
Médico Real me quedaba más cerca de casa, acudí a ese otro que ni siquiera
conocía muy bien. El galeno me pareció un chaval de aspecto aburrido y como
trasnochado, pero me hizo un chequeo completo (oídos, nariz y garganta). “Tú
tienes mucha alergia y catarro”, me reveló. Era verdad, había cogido un catarro
molestoso en La Habana. No me indicó análisis, no sé por qué, solo me medicó.
El especialista que solía frecuentar al menos era más preocupado en ese
sentido. Quizás me equivoque, pero le dolía más mi cuadro clínico que a
cualquier otro profesional. Aquella mañana también me enteré que ya los
otorrinos no trabajaban con los seguros médicos debido a una huelga iniciada en
enero de 2015.
Tardé aproximadamente
un mes en escupir el catarro. Con las secreciones nasales, los estornudos y la
conjuntivitis alérgica fue todo lo contrario. Estas no cedían un ápice. ¿Y la
inmunoterapia? Bien gracias, sin resolver en lo más mínimo.
Septiembre
de 2015
Para finales de abril
había vuelto donde la gastroenteróloga para una chequeo rutinario. Casi todos
los estudios estaban normales, menos el colesterol total. Sin embargo, este se
había reducido de 272 mg/dl a 241mg/dl, aunque todavía muy alto para un adulto
como yo. Una fibra, Konsyl, buena para el estreñimiento y para combatir el
colesterol alto me había ayudado un poco. La doctora me indicó una estatina
para tomar por un mes y terminó regulándomelo en un nivel de 140 mg/dl.
Una buena nueva
halagadora fue que en mayo empecé, poco a poco, a recuperar mi peso. A finales
de ese mes ya contaba con mis 161 libras de peso. Esto era como una bendición
después de tantos sufrimientos.
Había vuelto al
otorrino del Centro Médico Real, otra vez por la sinusitis y rinitis alérgica,
que no tenían planes de remitir ni por un rato. Me indicó un spray nasal de
buena calidad y también unas pastillas, pero inexplicablemente no me surgían el
efecto deseado. ¿Acaso la vacuna del extracto purificado de ácaro de polvo
estaba ejerciendo algún contrapeso en perjuicio de mi salud? No estaba del
todo seguro, pero seguía inyectándome cada 10 días aquella dosis permanente. ¡Y
aún faltaban como tres años de tratamiento!
Para septiembre la
gastroenteróloga me hizo un chequeo general y me indicó unos análisis. “Ya que me has
hablado de la IGE te la voy a indicar a ver si la inmunoterapia que te pones te
la ha reducido. Creo que a estas alturas ya es tiempo de que te haya bajado
mucho”, me manifestó. Aunque me asusté un poco, lo acepté. “Vamos, no tengas
miedo, sé valiente”, me motivó.
Al día siguiente me
realicé todos los análisis en el laboratorio. La mayoría normales, pero la IGE,
aunque bajó, apenas lo hizo en 2,140 UI/ML, muy poca cosa para el tiempo que
venía vacunándome, un año y medio.
La especialista de las
vías digestivas encontró todos los análisis, excepto la IGE, dentro de la
normalidad. Me contó que me daría de alta por un año y que mantuviera
alimentándome lo más saludable posible.
Última
visita al alergólogo
Dada la situación que mi
alergia seguía de mal en peor, tuve que visitar al alergista para la última
semana de septiembre. Desde que me vio, dio un sobresalto y exclamó en tono bromista,
aunque a mí me resultó pavoroso: “¡MUCHACHO, Y TÚ NO TE HAS MUERTO TODAVÍA!” “¡TODAVÍA
TÚ SIGUES VIVO!”
Le expliqué sobre mi
complicación con la sinusitis, estornudos, secreciones y conjuntivitis. Aseguró
que se trataba de una bronquitis alérgica. Me hizo una evaluación y “…lo que te
dije, es una bronquitis alérgica”, sostuvo. “Te vas a poner esta inyección en
la nalga, es el Betaduo 2 ml. Te tomas este producto que es el Azitrom 500 mg.
Una pastilla diaria por tres días. Y te voy a poner Alercet D, una tableta
diaria por diez días. Creo que con esto
te pones como nuevo Iván”, me garantizó. Por último, me pidió que le llamara
por teléfono en cinco días para contarle del resultado.
Ese mismo día me dirigí
a un dispensario médico para que me inyectaran la vacuna que me indicó y me
tomé la primera azitromicina. Ya notaba los cambios. Empezaba a sentirme realmente
como nuevo. Esa noche consumí la primera cápsula de Alercet D. Al día siguiente
habían desaparecido los síntomas alérgicos, sin embargo, algo que se me había
regulado en los últimos seis meses había regresado: el estreñimiento. ¡JODER!
Para mediados de
octubre tuve que regresar a donde la gastroenteróloga para comentarle acerca de
mi dificultad para defecar. Solo me prescribió un análisis de digestión de
heces que salió estable. También me indicó dos productos buenos para la
constipación. Me dieron buenos resultados pero por otra parte, y desconocía el
porqué, empezaba a perder peso. De 161 libras caí a 152 en pocos días. También
sentía un sonido burbujeante en mi estómago que no sabía qué era.
Suspendí
la vacuna de inmunoterapia
Una mañana de aquel
octubre, durante mis vacaciones, me fui en pura reflexión profunda. Analicé sobre
lo inefectiva que me había resultado la vacuna inmunológica que venía
inyectándome desde marzo del 2014. Medité sobre la pírrica reducción de mis
niveles séricos de IGE. Me dije a mí mismo que suspendería radicalmente esa
vacuna y ya vería lo que ocurriría. Se lo conté a mi familia y todos me
comprendieron. Reconocí que mi alergista era un buen profesional, solo que su
antígeno no me estaba funcionando. Sin embargo, cuando me prescribía otros
fármacos, los resultados eran óptimos. No le volví a consultar porque consideré
que quizás mi caso no era digno para alergólogos, sino para dermatólogos y
neumólogos, como antes lo había sido. De todos modos admití que aquellas
pruebas cutáneas que me realizó en enero del 2014 arrojaron una realidad muy
certera sobre mis alérgenos y que me sirvieron para tomar medidas preventivas. Empecé
a creer que la vida en verdad tiene sus misterios, que no se concebía como un
Iván Ottenwalder que había dejado el alcohol hacía casi tres años, que mejoraba
sus hábitos alimenticios, que ya no consumía picantes, bebidas gaseosas ni
colorantes, que estaba tomando todas las precauciones de lugar evitando los
pelos de mascotas (gatos y perros) y que evitaba exponerse al polvo y a las
filtraciones de humedad, tal como se le recomendaba, estuviera todavía en ese
tipo de condiciones, con una IGE hiper alta que se negaba a ceder y a dejarlo
en paz. De verdad que no entendía nada de esto.
Cambio
de gastroenterólogo
Decidí cambiar de
gastroenterólogo para finales de octubre. Busqué uno en el Centro Médico Real.
Una vez en su consulta le expliqué mi situación. Me realizó la evaluación de
rigor y me auscultó todos mis órganos con su estetoscopio, incluyendo el
estómago. Y ahí en el estómago estaba el problema. “Tienes reflujo gástrico”,
afirmó el médico. Me indicó varios análisis de sangre, una sonografía
abdominal y una endoscopía con biopsia
incluida para que me la realizaran dentro pocos días. Para antes del
procedimiento me prescribió el Nexium de 40 mg., un esomeprazol para combatir
el reflujo.
Desde que arranqué
tomando el esomeprazol vino la mejoría. A los poquísimos días mi peso volvió a
subir otra vez. Me sentía recuperado, pero de todos modos tenían que realizarme
la endoscopía. Los demás estudios ya me los había hecho y estaban normales.
El día de la endoscopía
llegó, me la hicieron en ayunas y por la mañana. Cinco días después fui a
buscar el resultado. Se trataba de un reflujo gástrico y una gastritis
levemente moderada. No hubo helicobacter pylori en esta ocasión. ¡Uf, menos mal!
Alergia
y asma ceden
Al mismo tiempo que
llevaba el tratamiento con el esomeprazol continuaba tomándome el SERENUS 25
mg. y en pocas ocasiones utilizando el spray nasal y el Salmeflo 250 mcg. En
noviembre empecé a notar los cambios. Adiós enrojecimiento, adiós escozor y los
episodios de secreciones nasales cada vez eran menos. Para diciembre el
estreñimiento había vuelto después de haber remitido por mes y medio. Tuve que
volver al gastroenterólogo y me prescribió otra receta. La constipación cedió,
pero no del todo. Lo telefoneé a su celular el 24 de diciembre para explicarle
el caso. Me dijo que ameritaba de una colonoscopía, la cual podrían hacérmela en
enero. También me indicó el GASTOP, unas pastillas que me pondría a defecar. Y
así fue. Después de la cena navideña en casa de mis tíos Nelson y Genara, pude
evacuar mis heces fecales en el retrete. Aquella noche, en el apartamento de
Mirtha, otra tía, también defequé en varias ocasiones. ¡Menos mal!
Antes de dormir
recuerdo perfectamente haberle contado a mi tío Luis sobre la mejoría que venía
sintiendo en mi piel desde hacía más de dos meses. “Tío, me atrevería a decir
en este momento que es probable que mis niveles de IGE en la sangre se hayan
reducido notablemente”, le comenté. Luis, que no entendía casi nada de lo que le
estaba diciendo, le echó una ojeada a mi rostro, pecho y espalda y atinó a decir
que sí, que el cambio era del cielo a la tierra. “¡Coño sí, tu piel está
limpiecita!” “¡Ni sombra de lo que era antes!”, exclamó. Tía Mirtha, quien
escuchaba, entró a ver. “¡Ay sí Ivancito, pero esa piel está como nueva!”,
también se asombró. Para ser franco, en aquel momento sentía mi piel tan suave
y limpia como la de un bebé.
El 31 de diciembre me
la pasé en Santiago de los Caballeros, en casa de mi tío Luis. Él me había
invitado desde la noche del 24. Duré allí desde el 31 hasta el 2 de enero del
2016.
La cena de año nuevo no
fue la favorita para mi paladar, sin embargo, compartí con mis primos Luis
Emilio y Alejandro, la esposa de este último y una amiga suya. La mujer de Alex
era argentina, lo mismo que su amiga.
Dormí perfectamente
aquella noche y a la mañana siguiente, viernes 1 de enero, desayuné plácidamente,
me dediqué a leer y a redactar un tema en mi ordenador electrónico, una laptop
ACER comprada en el verano del 2010. La mañana me alcanzó a la perfección para
publicar dicho tema.
Ese día también conocí
a Yáneli, la novia de Luis Emilio, una preciosísima y simpaticona chica, quien
se pasó la jornada completa en casa de su novio. Por la noche Luis Emilio y
ella me invitaron a cenar en un restaurante al aire libre, bien acogedor. Los
alimentos estuvieron riquísimos. Luego, fuimos a Yogen Fruz a degustar unos
buenos yogurts.
Al día siguiente,
sábado 2, decidí retornar a Santo Domingo. Luis Emilio y la novia querían que
me quedara hasta el domingo, pero ya tenía ganas de regresar a casa. Lo
entendieron y me llevaron a la estación de autobuses en horas de la tarde.
Durante el mes de enero
mi estreñimiento continuó cediendo muy bien. La rinitis alérgica y las
secreciones ya no existían, el asma completamente dormida, y la piel, cada vez
más nítida. Era asombroso como después de descontinuar aquel antígeno, mi salud
empezaba a dar notables visos de mejoría. ¿Sueño o realidad?
Reducción
de los niveles de IGE
Enero fue un mes
placentero y mi felicidad no podía ser mayor. Me despreocupé con aquello de la
colonoscopía que debía realizarme, pero la programé para el mes próximo.
Para la segunda semana
de febrero empezaba a emerger una nueva pesadilla. Comencé a sentir algunos
pinchazos ocasionales en mi oído derecho y un picor en la zona derecha de mi garganta que no entendía a
qué se debía. De todos modos me hice el estudio del colon, el cual salió
estable a juicio del gastroenterólogo. Nada maligno. Ya el estreñimiento no era
mi fantasma, sino otro cuyo nombre desconocía aún.
Durante ese mes visité
al otorrino de la clínica Real. Le expliqué sobre los pinchazos ocasionales de
mi oído. Me indicó que me sentará en el sillón de los pacientes y buscó un
foquito para revisarme ambos oídos. Me dijo: “¿Qué pasa tíguere, aquí no hay
na?”. Entonces le pedí que me revisara la garganta, sobre todo la parte
derecha. Así lo hizo. “Ah sí, ya lo vi. La amígdala está inflamada y tienes una
encía cortada. Parece que te pasaste el cepillo muy duro por ahí atrás. Ven, ya
sé lo que te voy a poner”, argumentó. Me prescribió un aerosol llamado BUCOSAN
y unas pastillas antiinflamatorias, SEVERIN 100 mg. “Na tíguere, ya tú sabes,
no te pierdas”, se despidió de mí.
Compré
los fármacos en la farmacia e inicié aquella misma tarde a usarlos. Sin embargo,
a los pocos días me di cuenta de que no me estaban dando buen resultado. El
malestar seguía, pero preferí no darle mucha importancia.
Otro
malestar vendría luego y tuve que acudir a las urgencias del Real. Me sentía
como fatigado, abatido, mareado y con pocas energías. Una doctora de la sala de
urgencia me indicó un hemograma y otros estudios. Casi todo estuvo bien, menos
los glóbulos rojos y los eosinófilos. Los primeros andaban un poco por debajo
del mínimo y los segundos ligeramente alterados. Entonces decidí visitar a un médico
internista, que también era hematólogo, en el mismo hospital. Después de
hacerme varias preguntas sobre mi pasado clínico y respondérselas con
sinceridad, me evaluó. Lástima que no le hablé de la inflamación de la amígdala.
Según su opinión me encontraba en perfecto estado y me prescribió algunos análisis,
entre ellos otro hemograma y una IGE. Todos me los hice el mismo día.
Ya
entrada la tarde recibí vía correo electrónico los primeros resultados. Todos
perfectos, la anemia se había ido y los eosinófilos volvieron a estabilizarse.
La proteína C Reactiva también estaba en el rango normal. Solo faltaba uno. Ese
uno era el de la IGE.
Fueron
casi dos horas de angustias esperando ese último y tormentoso análisis, que
había sido un terrible martirio en mi vida desde el 2004. Pasadas las ocho y
treinta de la noche por fin había llegado a mi correo. Con mucho nerviosismo
abrí el documento insertando una clave. Cuando lo leí no pude contener la
emoción. Mis niveles séricos habían bajado mucho. De 16,782 UI/ML en septiembre
del 2015 a 11,165 el 22 de febrero de 2016, válido para una reducción de 5,617
UI/ML. En prácticamente cinco meses mis niveles de IGE se habían reducido a
razón de 1,123.4 UI/ML por mes. Fantástico ¿No?
Claro,
aun estaban muy altos, pero aquella reducción no estuvo mal para un regocijo. Todavía un largo camino me
esperaba. Pero al menos el tiempo me estaba demostrando que esa IGE sí podía
bajar. ¿Me había dado el tiempo la razón en algo?
Reflexiones finales sobre un
tratamiento inefectivo y descontinuado
Sin caer en muchos
detalles solo me voy a plantear unas cuantas preguntas las cuales dejaré a
criterio de mis estimados lectores.
¿Por qué la
inmunoterapia me produjo aquellas sensaciones efímeras de taquicardia en la
primavera del 2014?
¿Por qué el enrojecimiento
y la psoriasis?
¿Por qué en ese período
de año y medio de tratamiento tuve que ayudarme con la hidroxicina, Salmeflo y
alguna crema para mitigar el asma y la
dermatitis?
¿Por qué la blefaritis
si antes del tratamiento con esa vacuna no la padecía?
¿Por qué otros fármacos
prescritos por mi exalergólogo me funcionaban perfectamente y su antígeno de
inmunoterapia no?
¿Por qué la aparición del
estreñimiento? Para ser generoso no culparé al antígeno por el helicobacter
pylori ya que en ese caso mis sospechas fueron otras.
¿Por qué en el otoño
del 2015 me nació un pequeño quistecito en la zona de mi hipocondrio izquierdo?
(No fue nada grave según sonografía y TAC que me realizaron en marzo del 2016).
¿Por qué los estornudos,
conjuntivitis y secreciones nasales no aminoraban? Después de suspender la
vacuna esa realidad comenzó a cambiar. ¡Y mucho!
¿Por qué la IGE apenas
se redujo en una miseria tras año y medio de tratamiento? ¿Por qué al
suspenderlo se redujo mucho más?
¿Influyó de manera
positiva haber dejado el alcohol en diciembre de 2012? Haré una apuesta a que
sí, y este asunto lo abordaré en otro momento.
Tratamiento de inmunoterapia que nunca me funcionó. |
Continuación del tratamiento de vacunas inefectivo. |