Desperté
a las 2:30 de la madrugada del día 15 con una sensación extraña en mi boca. Fui
al baño. Encendí la luz y me miré al espejo del botiquín colgado encima del lavabo.
Cuando abrí mi boca todo estaba rojo. Escupí sangre en el lavamanos. Mucha
sangre. Y más…
Por Iván
Ottenwalder
La noche del 14 de julio me acosté boca
abajo, como siempre acostumbrada. Era la forma de dormir con la cual mejor
conciliaba el sueño. Mi madre, aunque me había dado un buen consejo, nunca me
explicó sobre las consecuencias que podría acarrearme el acostarme boca abajo tras
un proceso post operatorio.
La verdad fue que desperté a las 2:30 de
la madrugada del día 15 con una sensación extraña en mi boca. Fui al baño.
Encendí la luz y me miré al espejo del botiquín colgado encima del lavabo.
Cuando abrí mi boca todo estaba rojo. Escupí sangre en el lavamanos. Mucha
sangre. Y más…
Me enjuagué la boca con agua y seguía
escupiendo líquido sanguinolento. Toqué la puerta de la habitación de mi padre
y le desperté. Le dije lo que me pasaba y lo llevé a mi baño para mostrarle. Volví
a escupir sobre el lavabo y esta vez no hubo sangre. Volví a escupir de nuevo y
nada. Ya era pura saliva lo que expulsaba.
“Iván, ¡vete a acostar ombe! Ahí no hay nada
de sangre”. No me había creído. Por más que traté de explicarle que sí, que había
escupido mucha sangre hacía un ratito, no me creyó y me hizo quedar como un
embustero …como muchas veces lo habría hecho durante mi infancia, adolescencia
y adultez.
No pude volver a conciliar el sueño
aquella madrugada. Me recosté un rato en el sofá de la sala a ver si me
relajaba y a los pocos minutos sentí
algo espeso dentro de mi boca. Regresé al baño y lo escupí. Era un coágulo de
sangre hediondo. Volví al dormitorio a tratar de recostarme boca arriba, pero
el sueño se me negaba. Para las 7 de la
mañana regresé de nuevo al baño y otra vez expulsé sangre coagulada. Esto me
parecía fuera de lo normal.
Antes de las ocho de la mañana ya mi
padre, que no me había creído lo del sangrado, se había marchado a laborar. Yo
me quedé sentado en el sofá como una hora más. Ya como a las 9: 00 a.m. me
vestí y fui al supermercado a comprar algunos artículos pendientes. Al regresar
a casa volví a sentir molestias en la garganta. Escupí poca sangre sobre el
lavabo. Caminé hacia a la sala y saludé a doña Nieves, la sirvienta. Hablaba
con dificultad y sensación de ahogamiento.
“Nieves, iré a la sala de emergencia de
la clínica donde me operaron ayer. He estado escupiendo mucha sangre y es
posible que tenga una herida”, le informé.
“Tese tranquilo Iván, descanse un rato,
duérmase, eso no e´na”, trató de convencerme la muy ingenua, pero de todos
modos me marché.
Caminé hacia la avenida Bolívar y tomé
un carro público. “Chofer, hasta la clínica Gómez Patiño”, le indiqué con
dificultad en mi habla.
Más sangrado
Cuando llegué al hospital de inmediato
me dirigí a la sala de urgencias. Le expliqué a una enfermera lo de mi sangrado
constante desde la madrugada y le conté que había sido operado de las amígdalas
palatinas la tarde del día anterior.
Me preguntó por el nombre del médico que
me practicó la cirugía y se lo di. Ella me acomodó en un cubículo cerrado. De
inmediato tuve un ataque de náuseas y escupideras de sangre. Expulsé mucha en
el piso de la sala. Buscó una ponchera para que escupiera la sangre dentro. Seguía
escupiendo el viscoso líquido rojo cada vez más. La joven llamó al doctor por
el celular y le contó sobre lo que me estaba ocurriendo. Le indicó que me
colocara un suero y me inyectara una solución por el trasero para controlar el
sangrado. Así lo hizo, pero mis chorros de sangre continuaban sin cesar. Un
auxiliar de enfermería entró y me checó la garganta con un foquito y vio la
herida. Me hizo presión sobre ella con una gasa. Escupí el más grande coágulo
de sangre de todo el día. Volvieron a telefonear al doctor y éste arribó al
hospital. Al verme en ese estado crítico indicó que me trasladaran a cirugía,
pues el sangrado era incontenible. Quince o veinte minutos antes ya había telefoneado
a mi madre y a mi padre para contarle, con severas dificultades en el habla,
sobre mi vulnerable situación. Mi madre me había dicho que mi hermano Carlos y
su esposa cogerían para la clínica. Ella también llegaría en pocos minutos.
En sillas de ruedas me llevaron hasta el
quirófano. Recuerdo perfectamente cuando pronuncié con serias dificultades estas
palabras: “He sobrevivido a muchas batallas duras en mi vida, y sé que a esta
también voy a sobrevivir”.
Ya en el quirófano le dije al cirujano que
también tenía flema atrapada en la nariz. Me recostaron en la camilla, me
anestesiaron y caí dormido. El médico me cauterizó la zona de la herida. Antes
realizó un procedimiento para enviar toda mi sangre al estómago, la cual
terminaría expulsando una o dos horas después.
Al despertar unos enfermeros me
trasladaron en otra camilla a una habitación. Allí me esperaban Carlos, mi
padre, mi madre y mi tía Mirtha. Los enfermeros me acomodaron en una cama
reclinable. Me pidieron que por favor no hablara mucho. Carlos me entregó un
paquetito de papelitos desplegables y un bolígrafo para que todo lo que
quisiese decir lo anotara por escrito. No
podía hablar y la flema en mi nariz era peor. ¡Tamaña dificultad la mía!
Como el otorrino había explicado, una
hora después comencé a vomitar la sangre del estómago. El primer chorro lo
arrojé al piso. Carlos buscó una ponchera en el baño y al regresar con ella se
dio tremendo resbalón por culpa del piso ensangrentado. Yo escupía mucha y de
repente me sentí mejor. Luego me dio ganas de ir al baño a orinar. Cuando me
ayudaron a pararme me dio un desmayo y hubo que llamar al personal de
enfermería. Me tomaron la presión y me había bajado. Pero luego me recuperaría.
Me pudieron llevar al retrete para que orinara y defecara. Una enfermera me
limpió las zonas de mi cuerpo manchadas de sangre y luego me acomodó en la
cama. Por el putrefacto olor a sangre hubo que cambiarme de habitación. Me
tomaron de nuevo la presión y se había regulado. Me tomaron sangre para un
hemograma, del cual nunca supe el resultado. El médico indicó que me dejaran en
reposo por un día, hasta el sábado 16. Toda mi familia se quedó la mayor parte
del viernes 15 acompañándome.
Independientemente de los errores que
haya cometido mi familia en el pasado, de que a ellos les habría sido
indiferente mis condiciones de salud, de que no se motivaran en acompañarme a
alguna cita médica; ni con el alergista del 2014, ni con la gastroenteróloga
del 2015, ni con los otorrinos que visité en el presente 2016, al menos, ese
día, se comportaron como unos verdaderos dolientes. Esto no lo voy a negar.
No me habían creído en varias ocasiones
y subestimado en tantísimas otras, pero ese momento quizás les sirvió de
reflexión, sobre todo a mi madre. “Ay, mi amor, tu padre no te creyó cuando le
dijiste lo de tu sangrado en la madrugada, pero ahora ya lo hemos entendido y
reflexionado. Era verdad”, se sinceró.
La
inútil e inapropiada reprimenda de mi padre
Todo lo que se me antojase decir lo
dejaba por escrito en papelitos desplegables. Fue mucha la tinta que le
derroché al boli aquel día. A cada momento quería decir algo. Todo, por
supuesto, venía de mi puño y letra.
“¡Pero se va a volver loco escribiendo
el muchacho este!”, bromeaba mi padre, cuando no mi madre. “¡Ya, no gastes todo
el papel, deja para mañana!”, exclamó mi hermano.
Para la tarde del viernes a mi padre se
le ocurrió la maravillosa idea de adueñarse del escenario, compuesto por tía
Mirtha, Carlos, mamá y yo, para hacerse del micrófono y darme una perorata
aleccionadora. “Tú ves Iván, que esto te sirva de lección para que veas lo que
es la familia. Mira como están todos aquí en la clínica y tú que nunca eres
cariñoso con nadie”.
No pude responderle porque no podía
esforzar la voz, además de que podía correr el riesgo de otro sangrado. Ni
siquiera estornudar o toser, aunque me viniesen las ganas. Pero orgullosamente hubiese
querido contestarle que él era la persona menos indicada para venirme con lecciones;
que no me había creído cuando le conté lo de mi sangrado en casa, que había
minimizado casi toda la vida mis problemas alérgicos, que nunca se preocupó por
mis elevados niveles séricos de IGE en mi sangre, que actuó prácticamente con
indiferencia ante los síntomas previos a mi helicobacter pylori de 2015, que me
tildó casi de paranoico cuando mi reflujo gástrico de octubre del año anterior
y que no me creyó lo de la amigdalitis y halitosis pilladas en febrero, hasta
que le mostré unos análisis en abril que dieron positivo a estreptococo tipo A.
También hubiese querido sacarle en cara los
golpes que me propinó en la infancia (años 80) cuando me atacaban aquellos
episodios crónicos de tics neurológicos y que no eran más que el Síndrome de
Tourette. Tenía todas las ganas de culparlo por haberme convertido en asmático.
Y todo por culpa de aquel severo castigo una noche de otoño de 1988 en que me
mandó a la cama y me apagó la radio a punto de empezar un partido de las
Águilas Cibaeñas, mi equipo de entonces. Aquella noche había obedecido y me
acosté temprano. Dos horas más tarde, cuando mi madre entró a la habitación
para que conversáramos, me halló con la respiración sofocada, producto nada más
y nada menos de ¡MI PRIMERA CRISIS DE ASMA! Hubo que llevarme rápido a las
urgencias del Centro Médico UCE para que me nebulizaran. Nunca antes había sido
asmático.
Quería sentarlo en el banquillo de los
acusados por tantas cosas de las cuales JAMÁS me pidió ni me ha pedido una
mísera disculpa. No niego que durante la infancia, adolescencia y parte de la
adultez mi progenitor me brindara techo, alimentación, vestimenta y pago de la
escolaridad y universidad. Fue un hombre responsable en esos aspectos, no lo
discuto. Pero, ¿acaso era todo lo que merecía? ¿Dónde estuvo el padre afectivo
y comunicativo son su hijo? ¿Por qué no hubo un papá decidido a conversar larga
y amenamente conmigo sobre mis preocupaciones y motivaciones? ¿Por qué se
pasaba la vida entera creándome sentimientos de culpa? ¿Por qué nunca se atrevió
a elogiarme de frente por todos mis buenos atributos? ¿Por qué callar en
vez de reconocer las cosas buenas de su
hijo? ¿Por qué decirme durante la infancia (años 80) que a los locos los
estaban matando en El 28 (manicomio) y
que a mí me pasaría eso? ¿Acaso lo decía por lo de mi síndrome neurológico que
él desconocía en ese momento? Apuesto a que sí.
Y tengo más todavía. ¿Por qué durante mi
niñez se negó a llevarme al estadio para ver un partido de béisbol de mi
equipo? ¿Era una pesadez complacer a un hijo? ¿Por qué tuvo que invitarme
siempre don Carlos Luna (DEP) y sus hijos, que no eran familia mía? ¿Por qué se
negó a pagarme un viaje a Estados Unidos y en su lugar tuvo que hacerlo mi
madre? ¡Gracias a ella viajé muchas veces!
Simplemente, mi padre casi nunca creyó
en mí. No tuvo esperanzas sobre mi futuro. Mi madre pensaba distinto. Ella
nunca estuvo de acuerdo con la crianza que me estaba dando mi progenitor. A
cada rato me lo recuerda: “Tú padre te daba muchos golpes y tú nunca llorabas.
Los aguantabas con valentía. Te quedabas tieso y como frío. Yo sabía que eso a
la larga iba a repercutir negativamente, mi hijo”.
Tuve durante años que reprimirme todas
sus bárbaras injusticias producto de su ignorancia y temperamento. Para colmo, también
aquel discurso aleccionador del viernes 15.
Ya en la noche todos se habían ido. Mi
madre se quedó a dormir en la habitación para hacerme compañía. No concilié muy
bien el sueño hasta después de las dos de la madrugada. Desperté el sábado 16
como a las cinco de la mañana. Mi madre fue la que me ayudó a lavar los dientes
y limpiarme la cara. Me untó gotas nasales en la nariz para la congestión, pero
tenía la garganta muy inflada. No podía digerir casi nada, ni las gelatinas, ni
los líquidos, ni los yogures ni los helados. Se me hacía difícil tragarlos. Era
de sorbo en sorbo que lo intentaba, pero casi siempre infructuosamente.
A las 10 de la mañana el especialista
entró en mi habitación en compañía de mi padre. Vino a darme de alta. Honestamente,
yo estaba inseguro de si deseaba regresar a casa en ese momento y mejor preferí
esperar por otro día. “Ok, si usted quiere quédese un día más”, me complació el
galeno.
Un
día más en la clínica
El sábado 16 transcurrió con normalidad.
No podía digerir bien y tenía mucha flema atrapada en la garganta y nariz. Cuando
me daban deseos de toser tenía que reprimírmelos, no fuese cuestión de que me
lastimase de nuevo. Tía Mirtha y mi padre fueron a visitarme y me acompañaron
unas buenas horas. Bien entrada la tarde llegó Carlos, quien llevó cena para él
y mamá. Obvio, que yo no podía comer de aquel banquete apetitoso.
Ya como a las 9 de la noche mi hermano
se marchó y mi madre se quedó para dormir en la habitación. Antes, una
enfermera entró y me suministró, vía intravenosa, una sustancia analgésica. Luego
se retiró. Como a las 10 mi madre apagó las luces y nos acostamos. Pude
conciliar el sueño hasta las 3 de la mañana del domingo. Poco ratito después pude volver a dormir. Abrí los ojos como a las
6 de la mañana. Con la palma de mi mano le di unos golpecitos al tubo vertical,
situado en la parte izquierda de mi cama, de donde pendía el suero, y mi madre
despertó. Busque un blog de notas y le escribí Quiero cepillarme, por favor. Ella me ayudó a levantar de la cama y
me encaminó al baño. Me buscó una ponchera por si quería escupir y un vaso con
agua para enjuagarme la boca tras el cepillado.
Había intentado desayunar yogurt o gelatina,
pero no podía. Tenía serias dificultades para tragar, sobre todo por la parte céntrica
de mi garganta. Hasta para tomar jugó o agua era un calvario.
11
de la mañana. Me dieron de alta
Cercano a las 10:45 de la mañana entró
el doctor para indicarme que ya podía regresar a casa. Delante de mis padres me
dejó una receta con la indicación de una inyección para que me la pusieran en
la nalga el lunes temprano y me recordó que en caso de fiebre me inyectaran la
penicilina benzatínica.
Ya a las 11 de la mañana la habitación
estaba completamente recogida. Una enfermera me quitó el suero y se retiró. Desalojamos
el cuarto unos minutitos más tarde y nos marchamos. Ya para las 12 del mediodía
estaba de nuevo en casa. Desde entonces me había propuesto, como regla
elemental, que en los próximos 10 días dormiría boca arriba todas las noches,
cosa que terminé cumpliendo al pie de la letra. No hubo más sangrado.
Continuará…
Bonito relato
ResponderEliminar