viernes, 16 de septiembre de 2016

Amigdalectomía en tiempos de huelga (parte 5)



Desperté a las 2:30 de la madrugada del día 15 con una sensación extraña en mi boca. Fui al baño. Encendí la luz y me miré al espejo del botiquín colgado encima del lavabo. Cuando abrí mi boca todo estaba rojo. Escupí sangre en el lavamanos. Mucha sangre. Y más…
 

Por Iván Ottenwalder

La noche del 14 de julio me acosté boca abajo, como siempre acostumbrada. Era la forma de dormir con la cual mejor conciliaba el sueño. Mi madre, aunque me había dado un buen consejo, nunca me explicó sobre las consecuencias que podría acarrearme el acostarme boca abajo tras un proceso post operatorio.

La verdad fue que desperté a las 2:30 de la madrugada del día 15 con una sensación extraña en mi boca. Fui al baño. Encendí la luz y me miré al espejo del botiquín colgado encima del lavabo. Cuando abrí mi boca todo estaba rojo. Escupí sangre en el lavamanos. Mucha sangre. Y más…
 
Imagen genérica sobre una amigdalectomía.
Me enjuagué la boca con agua y seguía escupiendo líquido sanguinolento. Toqué la puerta de la habitación de mi padre y le desperté. Le dije lo que me pasaba y lo llevé a mi baño para mostrarle. Volví a escupir sobre el lavabo y esta vez no hubo sangre. Volví a escupir de nuevo y nada. Ya era pura saliva lo que expulsaba.

“Iván, ¡vete a acostar ombe! Ahí no hay nada de sangre”. No me había creído. Por más que traté de explicarle que sí, que había escupido mucha sangre hacía un ratito, no me creyó y me hizo quedar como un embustero …como muchas veces lo habría hecho durante mi infancia, adolescencia y adultez.

No pude volver a conciliar el sueño aquella madrugada. Me recosté un rato en el sofá de la sala a ver si me relajaba  y a los pocos minutos sentí algo espeso dentro de mi boca. Regresé al baño y lo escupí. Era un coágulo de sangre hediondo. Volví al dormitorio a tratar de recostarme boca arriba, pero el sueño se me negaba. Para las 7  de la mañana regresé de nuevo al baño y otra vez expulsé sangre coagulada. Esto me parecía fuera de lo normal.

Antes de las ocho de la mañana ya mi padre, que no me había creído lo del sangrado, se había marchado a laborar. Yo me quedé sentado en el sofá como una hora más. Ya como a las 9: 00 a.m. me vestí y fui al supermercado a comprar algunos artículos pendientes. Al regresar a casa volví a sentir molestias en la garganta. Escupí poca sangre sobre el lavabo. Caminé hacia a la sala y saludé a doña Nieves, la sirvienta. Hablaba con dificultad y sensación de ahogamiento.

“Nieves, iré a la sala de emergencia de la clínica donde me operaron ayer. He estado escupiendo mucha sangre y es posible que tenga una herida”, le informé.

“Tese tranquilo Iván, descanse un rato, duérmase, eso no e´na”, trató de convencerme la muy ingenua, pero de todos modos me marché.

Caminé hacia la avenida Bolívar y tomé un carro público. “Chofer, hasta la clínica Gómez Patiño”, le indiqué con dificultad en mi habla.

Más sangrado

Cuando llegué al hospital de inmediato me dirigí a la sala de urgencias. Le expliqué a una enfermera lo de mi sangrado constante desde la madrugada y le conté que había sido operado de las amígdalas palatinas la tarde del día anterior.

Me preguntó por el nombre del médico que me practicó la cirugía y se lo di. Ella me acomodó en un cubículo cerrado. De inmediato tuve un ataque de náuseas y escupideras de sangre. Expulsé mucha en el piso de la sala. Buscó una ponchera para que escupiera la sangre dentro. Seguía escupiendo el viscoso líquido rojo cada vez más. La joven llamó al doctor por el celular y le contó sobre lo que me estaba ocurriendo. Le indicó que me colocara un suero y me inyectara una solución por el trasero para controlar el sangrado. Así lo hizo, pero mis chorros de sangre continuaban sin cesar. Un auxiliar de enfermería entró y me checó la garganta con un foquito y vio la herida. Me hizo presión sobre ella con una gasa. Escupí el más grande coágulo de sangre de todo el día. Volvieron a telefonear al doctor y éste arribó al hospital. Al verme en ese estado crítico indicó que me trasladaran a cirugía, pues el sangrado era incontenible. Quince o veinte minutos antes ya había telefoneado a mi madre y a mi padre para contarle, con severas dificultades en el habla, sobre mi vulnerable situación. Mi madre me había dicho que mi hermano Carlos y su esposa cogerían para la clínica. Ella también llegaría en pocos minutos.

En sillas de ruedas me llevaron hasta el quirófano. Recuerdo perfectamente cuando pronuncié con serias dificultades estas palabras: “He sobrevivido a muchas batallas duras en mi vida, y sé que a esta también voy a sobrevivir”.

Ya en el quirófano le dije al cirujano que también tenía flema atrapada en la nariz. Me recostaron en la camilla, me anestesiaron y caí dormido. El médico me cauterizó la zona de la herida. Antes realizó un procedimiento para enviar toda mi sangre al estómago, la cual terminaría expulsando una o dos horas después.

Al despertar unos enfermeros me trasladaron en otra camilla a una habitación. Allí me esperaban Carlos, mi padre, mi madre y mi tía Mirtha. Los enfermeros me acomodaron en una cama reclinable. Me pidieron que por favor no hablara mucho. Carlos me entregó un paquetito de papelitos desplegables y un bolígrafo para que todo lo que quisiese decir lo anotara  por escrito. No podía hablar y la flema en mi nariz era peor. ¡Tamaña dificultad la mía!

Como el otorrino había explicado, una hora después comencé a vomitar la sangre del estómago. El primer chorro lo arrojé al piso. Carlos buscó una ponchera en el baño y al regresar con ella se dio tremendo resbalón por culpa del piso ensangrentado. Yo escupía mucha y de repente me sentí mejor. Luego me dio ganas de ir al baño a orinar. Cuando me ayudaron a pararme me dio un desmayo y hubo que llamar al personal de enfermería. Me tomaron la presión y me había bajado. Pero luego me recuperaría. Me pudieron llevar al retrete para que orinara y defecara. Una enfermera me limpió las zonas de mi cuerpo manchadas de sangre y luego me acomodó en la cama. Por el putrefacto olor a sangre hubo que cambiarme de habitación. Me tomaron de nuevo la presión y se había regulado. Me tomaron sangre para un hemograma, del cual nunca supe el resultado. El médico indicó que me dejaran en reposo por un día, hasta el sábado 16. Toda mi familia se quedó la mayor parte del viernes 15 acompañándome.

Independientemente de los errores que haya cometido mi familia en el pasado, de que a ellos les habría sido indiferente mis condiciones de salud, de que no se motivaran en acompañarme a alguna cita médica; ni con el alergista del 2014, ni con la gastroenteróloga del 2015, ni con los otorrinos que visité en el presente 2016, al menos, ese día, se comportaron como unos verdaderos dolientes. Esto no lo voy a negar.

No me habían creído en varias ocasiones y subestimado en tantísimas otras, pero ese momento quizás les sirvió de reflexión, sobre todo a mi madre. “Ay, mi amor, tu padre no te creyó cuando le dijiste lo de tu sangrado en la madrugada, pero ahora ya lo hemos entendido y reflexionado. Era verdad”, se sinceró.

La inútil e inapropiada reprimenda de mi padre

Todo lo que se me antojase decir lo dejaba por escrito en papelitos desplegables. Fue mucha la tinta que le derroché al boli aquel día. A cada momento quería decir algo. Todo, por supuesto, venía de mi puño y letra.

“¡Pero se va a volver loco escribiendo el muchacho este!”, bromeaba mi padre, cuando no mi madre. “¡Ya, no gastes todo el papel, deja para mañana!”, exclamó mi hermano.

Para la tarde del viernes a mi padre se le ocurrió la maravillosa idea de adueñarse del escenario, compuesto por tía Mirtha, Carlos, mamá y yo, para hacerse del micrófono y darme una perorata aleccionadora. “Tú ves Iván, que esto te sirva de lección para que veas lo que es la familia. Mira como están todos aquí en la clínica y tú que nunca eres cariñoso con nadie”.

No pude responderle porque no podía esforzar la voz, además de que podía correr el riesgo de otro sangrado. Ni siquiera estornudar o toser, aunque me viniesen las ganas. Pero orgullosamente hubiese querido contestarle que él era la persona menos indicada para venirme con lecciones; que no me había creído cuando le conté lo de mi sangrado en casa, que había minimizado casi toda la vida mis problemas alérgicos, que nunca se preocupó por mis elevados niveles séricos de IGE en mi sangre, que actuó prácticamente con indiferencia ante los síntomas previos a mi helicobacter pylori de 2015, que me tildó casi de paranoico cuando mi reflujo gástrico de octubre del año anterior y que no me creyó lo de la amigdalitis y halitosis pilladas en febrero, hasta que le mostré unos análisis en abril que dieron positivo a estreptococo tipo A.

También hubiese querido sacarle en cara los golpes que me propinó en la infancia (años 80) cuando me atacaban aquellos episodios crónicos de tics neurológicos y que no eran más que el Síndrome de Tourette. Tenía todas las ganas de culparlo por haberme convertido en asmático. Y todo por culpa de aquel severo castigo una noche de otoño de 1988 en que me mandó a la cama y me apagó la radio a punto de empezar un partido de las Águilas Cibaeñas, mi equipo de entonces. Aquella noche había obedecido y me acosté temprano. Dos horas más tarde, cuando mi madre entró a la habitación para que conversáramos, me halló con la respiración sofocada, producto nada más y nada menos de ¡MI PRIMERA CRISIS DE ASMA! Hubo que llevarme rápido a las urgencias del Centro Médico UCE para que me nebulizaran. Nunca antes había sido asmático.

Quería sentarlo en el banquillo de los acusados por tantas cosas de las cuales JAMÁS me pidió ni me ha pedido una mísera disculpa. No niego que durante la infancia, adolescencia y parte de la adultez mi progenitor me brindara techo, alimentación, vestimenta y pago de la escolaridad y universidad. Fue un hombre responsable en esos aspectos, no lo discuto. Pero, ¿acaso era todo lo que merecía? ¿Dónde estuvo el padre afectivo y comunicativo son su hijo? ¿Por qué no hubo un papá decidido a conversar larga y amenamente conmigo sobre mis preocupaciones y motivaciones? ¿Por qué se pasaba la vida entera creándome sentimientos de culpa? ¿Por qué nunca se atrevió a elogiarme de frente por todos mis buenos atributos? ¿Por qué callar en vez  de reconocer las cosas buenas de su hijo? ¿Por qué decirme durante la infancia (años 80) que a los locos los estaban matando en El 28 (manicomio) y que a mí me pasaría eso? ¿Acaso lo decía por lo de mi síndrome neurológico que él desconocía en ese momento? Apuesto a que sí.

Y tengo más todavía. ¿Por qué durante mi niñez se negó a llevarme al estadio para ver un partido de béisbol de mi equipo? ¿Era una pesadez complacer a un hijo? ¿Por qué tuvo que invitarme siempre don Carlos Luna (DEP) y sus hijos, que no eran familia mía? ¿Por qué se negó a pagarme un viaje a Estados Unidos y en su lugar tuvo que hacerlo mi madre? ¡Gracias a ella viajé muchas veces!

Simplemente, mi padre casi nunca creyó en mí. No tuvo esperanzas sobre mi futuro. Mi madre pensaba distinto. Ella nunca estuvo de acuerdo con la crianza que me estaba dando mi progenitor. A cada rato me lo recuerda: “Tú padre te daba muchos golpes y tú nunca llorabas. Los aguantabas con valentía. Te quedabas tieso y como frío. Yo sabía que eso a la larga iba a repercutir negativamente, mi hijo”.

Tuve durante años que reprimirme todas sus bárbaras injusticias producto de su ignorancia y temperamento. Para colmo, también aquel discurso aleccionador del viernes 15.

Ya en la noche todos se habían ido. Mi madre se quedó a dormir en la habitación para hacerme compañía. No concilié muy bien el sueño hasta después de las dos de la madrugada. Desperté el sábado 16 como a las cinco de la mañana. Mi madre fue la que me ayudó a lavar los dientes y limpiarme la cara. Me untó gotas nasales en la nariz para la congestión, pero tenía la garganta muy inflada. No podía digerir casi nada, ni las gelatinas, ni los líquidos, ni los yogures ni los helados. Se me hacía difícil tragarlos. Era de sorbo en sorbo que lo intentaba, pero casi siempre infructuosamente.

A las 10 de la mañana el especialista entró en mi habitación en compañía de mi padre. Vino a darme de alta. Honestamente, yo estaba inseguro de si deseaba regresar a casa en ese momento y mejor preferí esperar por otro día. “Ok, si usted quiere quédese un día más”, me complació el galeno.

Un día más en la clínica

El sábado 16 transcurrió con normalidad. No podía digerir bien y tenía mucha flema atrapada en la garganta y nariz. Cuando me daban deseos de toser tenía que reprimírmelos, no fuese cuestión de que me lastimase de nuevo. Tía Mirtha y mi padre fueron a visitarme y me acompañaron unas buenas horas. Bien entrada la tarde llegó Carlos, quien llevó cena para él y mamá. Obvio, que yo no podía comer de aquel banquete apetitoso.

Ya como a las 9 de la noche mi hermano se marchó y mi madre se quedó para dormir en la habitación. Antes, una enfermera entró y me suministró, vía intravenosa, una sustancia analgésica. Luego se retiró. Como a las 10 mi madre apagó las luces y nos acostamos. Pude conciliar el sueño hasta las 3 de la mañana del domingo. Poco ratito después  pude volver a dormir. Abrí los ojos como a las 6 de la mañana. Con la palma de mi mano le di unos golpecitos al tubo vertical, situado en la parte izquierda de mi cama, de donde pendía el suero, y mi madre despertó. Busque un blog de notas y le escribí Quiero cepillarme, por favor. Ella me ayudó a levantar de la cama y me encaminó al baño. Me buscó una ponchera por si quería escupir y un vaso con agua para enjuagarme la boca tras el cepillado.

Había intentado desayunar yogurt o gelatina, pero no podía. Tenía serias dificultades para tragar, sobre todo por la parte céntrica de mi garganta. Hasta para tomar jugó o agua era un calvario.

11 de la mañana. Me dieron de alta

Cercano a las 10:45 de la mañana entró el doctor para indicarme que ya podía regresar a casa. Delante de mis padres me dejó una receta con la indicación de una inyección para que me la pusieran en la nalga el lunes temprano y me recordó que en caso de fiebre me inyectaran la penicilina benzatínica.  

Ya a las 11 de la mañana la habitación estaba completamente recogida. Una enfermera me quitó el suero y se retiró. Desalojamos el cuarto unos minutitos más tarde y nos marchamos. Ya para las 12 del mediodía estaba de nuevo en casa. Desde entonces me había propuesto, como regla elemental, que en los próximos 10 días dormiría boca arriba todas las noches, cosa que terminé cumpliendo al pie de la letra. No hubo más sangrado.


Continuará…

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