sábado, 3 de septiembre de 2016

Amigdalectomía en tiempos de huelga (parte 1)



Los otorrinolaringólogos dominicanos desde principios del 2015 no están recibiendo casi ninguna clase de seguros médicos. Con este impase entre los galenos y las ARS los pacientes somos los que más estamos pagando los platos rotos. Yo, he sido una víctima.


Por Iván Ottenwalder




Imagen de una amigdalitis infecciosa e inflamatoria.
Enero del 2016 era un mes que transcurría con toda normalidad. El estreñimiento se iba alejando de mi vida cada vez más, mi piel lucía limpísima y sin señales de enrojecimiento, descamación, ni pruritos, y, en cuanto al asma, esta se encontraba totalmente maniatada. Soñaba con una larga remisión de esos y otros achaques que me golpearon fuerte en 2015. Para mi fortuna, había recibido un pequeño aumento salarial en mi trabajo y mi cabeza empezaba a tornarse un mundo de sueños maravillosos. El Grupo Promotor de Scrabble Cubano tenía contemplado para marzo la realización del Internacional Cuba Scrabble 2016. Creí que empezaba a vivir un cuento de hadas y que mis metas pendientes serían pan comido en pocos años. Todo ello pintaba bien hasta que febrero me trajo una nueva fatalidad.

Sobre el origen de aquella cosa maldita tengo una sospecha. Digo una sospecha partiendo del supuesto de que gran parte de lo que nosotros creemos, por lo regular es subjetivo. Sin embargo, toda sospecha debe ser contada con pelos y señales, si se quiere llegar a mejores conclusiones. Y eso es lo que haré en este capítulo de mi vida.

Una chica

Una tarde de un jueves 28 de enero estaba regresando de mi trabajo e iba camino a casa. Caminaba de lo más relajado por la acera de la calle San Pío X cuando de repente veo a una chica que venía en sentido contrario. Creí haberla visto antes y me resultó familiar. “Disculpa, ¿te conozco?”, le pregunté cuando me iba pasando por el lado. Me respondió un “no creo”. Estaba dispuesto a seguir mi ruta pero la seguí mirando de cuerpo entero. No era bonita de rostro, pero si graciosa. No estaba mal, pensaba. “¿Eres casada?”, la abordé con otra interrogante. Me contestó que sí y me reacción inmediata fue la de pensar en retirarme y dejarla ir. Sin embargo, fui demasiado cortés sin necesidad. “Ah, disculpa, en ese caso, mejor continúo mi camino. Te ves bien, pero seré respetuoso”, le manifesté. Pero ella no pensaba igual ni estaba dispuesta a marcharse así no más. Entonces me sorprendió ofreciéndome su número de celular. “Anótalo y llámame cuando tú puedas. Mi nombre es Maribel”. Grabé el número en mi móvil y también le di nombre.

Nos dimos las espaldas y cada quien prosiguió su ruta. Mientras nos alejábamos ella volteaba la cara para verme. Yo hacía lo mismo. Luego nos perdimos de vista.

El encuentro

Fármaco que no me funcionó.
Para el viernes 29 de enero quedamos aquella pobretona chica y yo en vernos a eso de las cuatro de la tarde. Regresaba de mi trabajo y cuando iba caminando por la San Pío X tomé mi móvil y marqué a su número con la intención de avisarle de que estaba cerca. Varias llamadas fueron fallidas, pero luego de varios intentos pude comunicarme con ella. Me explicó que me estaba esperando desde hacía ratos en la avenida 27 de Febrero, sobre la calzada que colinda con el Ministerio de Defensa, antigua Secretaría de las Fuerzas Armadas. Cogí ese rumbo y al ratito allí nos vimos. La invité a degustar un helado en la plaza Jumbo, de la avenida Luperón.

Cuando llegamos a nuestro destino divisamos la heladería Bon, entre varios establecimientos de comida rápida. Hicimos nuestro pedido, nos lo entregaron y luego tomamos asientos. Platicamos temas sobre nosotros. Me contó parte de su vida. Me reveló que era una sirvienta que laboraba en una casa de una familia y que en verdad estaba separada de su esposo debido a que éste no quería asumir la manutención de una hija de ambos. “Tengo 4 hijos y la niña más pequeña la tuve con ese señor con el que ya ni hablo”, siguió relatándome sobre su situación. Yo le conté sobre mí, aunque pocos datos. Empezábamos cada vez más a buscarnos y a comernos con las miradas. Una vez terminados los postres le pedí que camináramos un rato por el interior de la plaza.

Vimos varias tiendas y ya andábamos agarrados de manos. Observó y palpó un frasco de una colonia que le llamó la atención. “Si te la quieres llevar, tómala”, le convidé. La aceptó y yo, que estaba de espaldas a ella, le robé un beso por la mejilla. “Discúlpame, no debí hacerlo”, me lamenté. Ella, quien no había puesto resistencia, me contestó que no importaba. Varios segundos después, ya frente a frente, nos besamos en los labios.

Seguíamos recorriendo punto a punto cada rincón por donde transitábamos y cada vez nuestros besos se hacían más recurrentes. Sin embargo, percibí que algo no olía del todo bien en su garganta, no sé por qué. Pero me hice el descuidado y el recital de besos no cesaba. La mayoría de ellos fueron muy prolongados.

Cuando decidimos marchar pagué su colonia en el área de caja. Salimos fuera de la plaza, conversamos otro tantito y, de repente, otra ráfaga de besos.
La azitromicina tampoco hizo nada.

Ya al despedirnos me pidió que le llamase al día siguiente. Ella abordó una de las destartaladas guaguas públicas que transitan por la Luperón en ruta al barrio de Los Ríos, donde vivía. Yo tomé mi transporte, pero en el carril contrario, camino a la intersección Luperón con Rómulo Betancourt. Esa misma tarde, algo extraño me pasaba: expelía de forma continua muchos escupitajos de salivas blancuzcas. Esto nunca me había ocurrido De repente, me pasó por la cabeza lo del mal aliento que despedía de la garganta de Maribel. Pero decidí no preocuparme por eso; tal vez se trataba de una insignificancia. Sin embargo, reflexioné sobre la aventurilla con aquella muchacha y caí en la cuenta de que ella no me convenía. Era una tipa oportunista y ya quería que le pagara el salón de belleza más otros gustitos todos los fines de semana. Decidí mejor no telefonearla más.

El sábado 30, en horas de la tarde, sonó la melodía de mi celular, lo que indicaba que alguien me estaba llamando. Cuando vi el nombre en pantalla era ella. Acepté la llamada. “Hola mi amor, porque tú no me habías llamado”, dulcemente me había reclamado como si fuese su pareja de muchos años. Fui cortés, pues, independientemente de haber sido una pobre infeliz por las razones que fuesen, sentía que al menos ella me gustaba para divertirme. Le pregunté que por dónde estaba que la pasaría a ver.

Ella me esperó en la intersección de la calle Diagonal B con San Pío X. Me saludó con un rápido beso en mis labios. Se veía bien atractiva, con su pelo alisado y tintes de franjas rubias. Vestía una playera color rosada. Arrancamos con otra dosis de besos prácticamente similar a la de la tarde anterior. Caminamos en ruta a la 27 de Febrero. Recuerdo cuando me contó que un amigo de su ex pareja trabajaba en el Ministerio de Defensa. “No me gustaría que me viera. Después dirá por el barrio que soy una cuernera”, me mostró su preocupación. Le sugerí que en ese caso lo mejor sería acabar estos encuentros de raíz y que esta joven relación ya no tendría razón de ser. A ella no le gustó oír aquella opinión y me aseguró que no pasaría nada, que deseaba una relación íntima entre nosotros. Casi media horas después de tanto palabrerío bonito aquí y allá acordamos hacer el amor el próximo lunes 1 de febrero. Ya descubriríamos dónde.

El lunes 1 de febrero, en efecto, nos dirigimos a una cabaña casi a las 5 de la tarde. No quedaba tan lejos de su trabajo ni de mi residencia. Por un precio muy módico pagamos una habitación por espacio de tres horas. A pesar de su hediondez bucal la infeliz mujer, de 36 años, me gustaba. Su cuerpo, aunque marcado por las estrías de cuatro partos, se veía bien. Sus senos eran carnosos y sus piernas musculosas y  apetecibles. Nos divertimos en la cama jugando a diferentes posiciones y peticiones. No niego en lo absoluto aquellos momentos de placer. Como un vulgar mentiroso le expresé las palabras más tiernas  y preciosas. La pobre diabla se las creía. Yo, solo buscaba excitación …placer.

En algo tenía razón el más implacable de mis enemigos del scrabble, genio de una famosa provincia española. Él alegaba que yo era un putero sin paliativos,  que gastaba mi dinero en prostitutas. En verdad, aquella acusación me la endilgó un día del año 2014 cuando, chateando por el Facebbok, le conté mi experiencia con una prostituta española aficionada a la literatura de Arturo Pérez-Reverte. Gracias a ella me había convertido en un gran lector de las novelas de aquel periodista español. Mi enemigo ideológico no supo guardarme el secreto y, cuan malvado soplón, lo contó por todos los foros escrableros del Facebbok. Pero aquella historia de la adorada puta lectora había ocurrido en 2006. Yo había dejado el mundo de las casas de citas (centro de prostitución de chicas) en 2012, precisamente el mismo año que decidí ponerle fin al alcohol. Lástima que todavía aquel enemigote sostiene que soy un putero irremediable.

La aventura sexual con Maribel, que era una trabajadora doméstica, no una puta, culminó cercana a las 6:30 de la tarde. Nos vestimos, abandonamos la habitación y salimos de aquel lugar inmundo donde el placer y el pecado señorean.

Reflexión tardía

Una vez en mi casa volví a caer en reflexión profunda.  De manera rotunda decidí no ver más a aquella tipa. No me convenía. Durante la tarde de la cabaña me pidió que le comprara un nuevo celular, botas negras y algunas ropas. Todo eso sin contar el salón de belleza semanal y alguna ayuda para sus hijos. Me dije ¡hasta aquí llegó todo!  

El viernes 5 como a las cuatro de la tarde, volvió a sonar mi celular y era ella. Me preguntó que qué me ocurría, que yo me había vuelto un charlatán y que si le daría los 500 pesos que le prometí. Le animé a que me esperara un momento donde estaba, que le llevaría el dinero. Y eso fue lo que hice. Hablamos mientras caminábamos por la San Pío X en ruta a la 27 de Febrero. No hubo besos aquella tarde. Le expliqué que prefería estar solo y que cada cual decidiera mejor su destino. Olía el mal aliento que salía de su boca cada vez que la abría para hablar. Me dijo que no le importaba que la dejase. Me confesó además que estaba acostumbrada a caminar sola en la vida y que Dios estaría de su lado.

Una semana después

Finalizada la efímera relación con Maribel la expulsión de los escupitajos salivales blancuzcos se tornaban más insistentes. Ya para el 9 de febrero sentía un picor por la zona derecha de las amígdalas que también me producía ocasionales pinchazos en mí oído diestro. No tenía halitosis, pero supuse que algo no andaba bien. Así pasaron los días siguientes. También emergieron otras molestias como hormigueos corporales y sensaciones de cansancio.

No recuerdo si fue para el miércoles 17 o jueves 18 que visité al otorrino del Centro Médico Real. Él, como casi todos los otorrinolaringólogos en el país, estaban de huelga y habían dejado de recibir los seguros médicos. Su consulta tenía un costo de mil pesos.

Le conté sobre mi malestar en el oído derecho. Me lo revisó con un foco y no halló nada. Le pedí que me checara entonces la garganta, la parte derecha. Busco una paleta y, efectivamente, ahí estaba el problema. Me dijo que era una amigdalitis y que además tenía una encía cortada en el maxilar inferior derecho. Ni siquiera me prescribió análisis. Apenas me indicó un aerosol bucal y unas pastillas antiinflamatorias. Se despidió de mí con un “na tíguere, ya tú sabe, no te pielda”.

¿Una encía cortada? Recuerdo que para finales de diciembre y principios de enero, mientras me cepilla los dientes, se me había cortado una encía en ese maxilar inferior derecho. Pero nada anormal había ocurrido en aquellos momentos. Solo la sangre que se escupe en ese tipo de caso.

Analizando este escenario podría plantearme entonces la siguiente hipótesis: ¿Existía la posibilidad que durante los besos prolongados con Maribel su saliva hedionda me filtrara por una encía cortada días antes? ¿Pero existía posibilidad alguna de que afectase también las amígdalas lingual y palatina derechas?

Inicié el tratamiento tal como el médico lo prescribió, pero al cuarto, quinto, sexto y demás días, todo seguía igual de peor. Para mayor tragedia, dos semanas después, comencé a tener problemas con el apetito. Tuve que suspender el esomeprazol porque me estaba revoloteando el estómago y produciendo unos hormigueos corporales que no sabía por qué diablos ocurrían. Solo atiné en recordar el helicobacter que me atrapó en 2015.

El gastroenterólogo del Real me indicó un complejo vitamínico de muy buena calidad, pero aún así mi abatimiento e inapetencia no cedían. Los días transcurrían unos tras otros. Tuve ligeras mejorías, pero luego los malestares regresaban. Por eso, para mediados de marzo, decidí visitar otra clínica y cambiar de gastroenterólogo. Luego de contarle a una gastroenteróloga del Centro Médico Dominicano sobre los síntomas que padecía, le rogué que me indicara una endoscopía ya que tenía ciertas dudas. Ella accedió y me la practicaron una semana después, sábado 19 de marzo, en la sala de endoscopía del citado hospital.

Fiebre y más inapetencia en Semana Santa

En la Semana Santa, entre los días 21 al 27 de marzo, hice fiebre. Tuve debilidad muscular, abatimientos e inapetencia. Aquella ha sido, sin temor a equivocarme, la peor Semana Santa de toda mi existencia. Fue para esos días que me inició la halitosis en la garganta, esa hediondez bucofaríngea, muy desagradable para la persona que la lleva.

Tuve que visitar la sala de urgencias del Centro Médico Real un jueves santo. Me indicaron hemograma el cual salió con los glóbulos blancos ligeramente por debajo del mínimo. También me prescribieron BRONCOCHEN inyectable, para elevarme la defensa.

Ya para el 28 casi todos los síntomas se habían ido, pero el picor amigdalino y los pinchazos en el oído derecho no daban su brazo a torcer. La halitosis desapareció para regresar pocos días después.

Recogí el resultado de la endoscopía el día 30 en horas de la tarde. El diagnóstico fue bueno. Apenas reflujo gástrico. La coloración para detectar helicobacter pylori resultó NEGATIVA.

Entonces, ya que todo estaba en orden, solo quedaba algo por explorar: la amigdalitis, la halitosis y los pinchazos al oído.

Mes de abril

La tarde del martes 5 de abril tenía pensado visitar al otorrino, no al del Centro Médico Real, sino al del Centro de Otorrinolaringología y Especialidades. Quería que fuera él quien tratara mi caso ya que conocía al dedillo todas mis patologías y sensibilidades. Con él siempre sentía mi salud protegida. Esa tarde hablé con su secretaria. Me dijo que el doctor cobraba dos mil pesos por consulta por aquello de la huelga. “Pero ya por hoy no recibe más pacientes porque la lista de la tarde se ha llenado”, me aclaró. “Entonces, vengo mañana temprano”, le dejé saber. “Muy bien, y es por orden de llegada”, explicó.

Inexplicablemente me dejé llevar de la desesperación y terminé acudiendo al otorrino del Real, a ése que nunca me sanaba y que me chequeaba medio con desgano y por salir del paso. Pero ya la decisión estaba tomada.

Le conté que aquel tratamiento para la amígdala que me prescribió en febrero no le había hecho ni cosquillas a mi malestar, que ahora la sentía muy inflamada y con halitosis.

El especialista, con su manera chabacana de ser, me ordenó un “siéntate ahí tíguere, déjame revisate”. Me senté en una silla plástica habilitada para sus pacientes ya que el sillón idóneo para esos fines se lo habían roto, según me contó.

Buscó un foco y una paleta. Observó mi garganta y me explicó que sí, que estaba muy fea. Abrió una gaveta y tomó un hisopo larguísimo de dos puntas. “Oye, tíguere, eto e un ácido que te voy a poné en las dos amígdalas. Te va a molestar mucho solo por hoy, pero después mañana no”, me aseguró.

Aquel ácido que me untó en cada una de las tonsilas palatinas y muy detrás de mi lengua, no sé de qué estaba hecho. Pero me lo dejé poner, pues, al fin de cuentas, él era un otorrinolaringólogo.

“Doctor, ya lo que quiero es salir de esta jodida pesadilla”, le manifesté.

“Tranquilo Iván, tú te va a saná tíguere. ¡Qué pasa! ¡No somo amigo!”, intentó tranquilizarme e infundirme ánimos.

Me prescribió la azitromicina de 500 mg. para tomar por tres días y un antiinflamatorio de nombre NEUZYM 30 mg, para tomar por siete. “Te quiero ver en 21 días. ¡Y no te pielda tíguere!, me pidió.

Inicié el tratamiento esa misma noche. Pero antes de dormir la jodida halitosis seguía de lo más campante. Yo al menos trataba de creer en lo imposible.

Al día siguiente, miércoles 6, seguí con el tratamiento. Me sentía mejor por la mañana, pero luego la halitosis y el picor regresaron con voracidad. Pero seguía creyendo en ese imposible. El jueves 7, último día de la azitromicina, todo iba igual. Continuaba ingiriendo el NEUZYM, pero éste no eliminaba el apestoso mal aliento. ¿Por qué ese médico no fue capaz de indicarme unos buenos análisis bucofaríngeos?  ¿No se hubiese llegado así a mejores conclusiones?

Honestamente, yo estaba quedando como un tonto. A juicio de mi acérrimo e histórico enemigo del scrabble, eso era yo.

Continuará…

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