Por Iván
Ottenwalder
El 11 de julio visité a un cardiólogo de
la Clínica Gómez Patiño para lo de la prueba cardiovascular. El especialista
del corazón, luego de hacerme algunas preguntas sobre mis antecedentes clínicos,
procedió a examinarme. Al final del estudio me dijo que debería ir al neumólogo
y que lo iba a sugerir en el formulario de evaluación. El galeno llenó el
documento y en el encasillado de las observaciones recomendaba que el paciente
Iván Ottenwalder visitara primero a un neumólogo antes del proceso quirúrgico. Por
lo demás todo estaba bien. “Tu corazón está en perfecto estado. Te puedes
operar perfectamente bien. Pero quiero que vayas primero al neumólogo. Te
conviene”, me aconsejó.
El martes 12 le llevé la evaluación cardiológica
al otorrino. Él la leyó rápidamente, obviando la sugerencia sobre referirme a un
neumólogo antes del procedimiento quirúrgico pautado para el jueves 14. Agarró
aquel documento y, junto a los análisis de sangre hechos dos semanas atrás, los
grapó y metió en un sobre. “Tómalo y tráelo el día de la operación temprano por
la mañana”, me pidió.
Aunque reconociendo que aquel hombre era
un sujeto volátil, había decidido operarme con él por razones económicas, no porque
fuese el médico de mi simpatía. Sus honorarios eran de apenas 20 mil pesos y
los demás gastos fueron cubiertos en su totalidad por mi seguro. De los 20 mil
del especialista solo tuve que pagar 12 mil, ya que la aseguradora me cubrió 8
mil pesos.
Visita
al neumólogo
Un día antes de la operación, el
miércoles 13, tomé la decisión de visitar a mi neumólogo en el Centro de
Otorrinolaringología y Especialidades. Desde 2004 me había tratado con aquel
profesional quien pudo controlar mi asma por unos buenos años. La última vez
que le visité fue en marzo de 2015, una semana antes de mi primer viaje a Cuba.
El motivo de mi visita fue para que me
realizara una espirometría, pues la última que me hizo fue en la primavera del
2011 y cuyos resultados habían sido satisfactorios. También le hablé de mi
cirugía pactada para el día siguiente.
Le había explicado al doctor que la
operación sería en la Clínica Gómez Patiño, pero que en verdad hubiese
preferido que fuese en Otorrinolaringología y Especialidades, con mi
especialista que laboraba en ese mismo centro hospitalario. “Ha sido por culpa
de la huelga y este hospital me cotizó la operación en 90,300 pesos, mientras
que en la otra solo tendré que pagar 12 mil. Me ha dolido mucho esta decisión,
pues el otorrino que mejor ha tratado mis patologías y sensibilidades ha sido
de este centro”, le conté.
La
espirometría
Esta vez no me había ido muy bien. Tuve
problemas para tomar el aire y botarlo dentro del tubo en varias ocasiones. Después
de dos buenas espirometrías en 2007 y
2011 había desmejorado bastante. El
neumólogo me preguntó si estaba congestionado. Le respondí que sí y de
inmediato buscó un inhalador Ventolín para descongestionarme.
“Iván, no te operes mañana, por favor.
Mejor pospón esa cirugía para dentro de seis días. Es que no quiero que te
ocurra algo malo. Es bueno que llegues sano al quirófano. Quiero repetirte la
espirometría para la semana próxima. Por el momento te voy a indicar un
antialérgico y una Elixofilina para que lo tomes por siete días. Tú verás que
ya en seis o siete días te podrás operar perfectamente bien”, me suplicó como un
gran amigo.
“Dile al médico que te va a operar que
me llame por teléfono, que quiero hablar con él. Dale mi tarjeta que ahí está
mi número anotado”, me pidió.
Le pregunté al doctor como estuvo la
edad funcional de mis pulmones en el estudio, pero él prefirió no darme el
resultado hasta que regresara la semana próxima. Tenía la nariz congestionada,
echando secreción, y también estornudos.
Una vez me retiré del consultorio, salí
a la calle y abordé un autobús en la avenida 27 de Febrero. Busqué mi celular dentro
de un bolsillo del pantalón y telefoneé al otorrino de la Gómez Patiño que me
operaría al día siguiente.
“Doctor, es Iván Ottenwalder. Le estoy
llamando porque acabo de salir de una consulta con mi neumólogo. Me ha hecho
una espirometría, en la cual no salí bien, y sugiere que posponga mi cirugía
para dentro de siete días. Me ha dicho que quiere hablar con usted y me ha dado
una tarjeta con su número telefónico para entregársela”, le relaté todo lo
sucedido.
“No, no, no, no. Yo no opero más
pacientes después de esta semana. Ya la semana que viene me retiro del área de
cirugía y no opero a un paciente más. O te operas mañana o ve a ver lo que
haces, pero ya mañana es mi último día como cirujano”, me respondió alarmado.
“Doctor, pero es que mi neumólogo no me
haya bien. Me encontró sofocado y tuvo que echarme aire con un espray para el
asma, además de que me ha puesto un tratamiento por siete días. Él dice que la
semana próxima me conviene más”, le insistí.
“¡Pero eso se resuelve con una inyección!
Ehhh, mira, mañana es el último día que opero, ya he rebotado como a diez
pacientes. Decide lo que tú vas a hacer. Después de mañana no opero a nadie
más”, me enfatizó con determinación e incomodidad.
Poco después del mediodía compré los
medicamentos prescritos por el neumólogo en una farmacia por la avenida
Tiradentes y luego me marché a casa.
Como a las tres de la tarde visité al otorrino
en la Gómez Patiño. Fui a reiterarle la sugerencia de mi neumólogo. Pero el especialista
en oídos, nariz y garganta, se mantenía igual de intransigente. Al final
terminé aceptando la inyección que me indicó, cuyo nombre se me la olvidado
ahora.
Salí del consultorio y reflexioné en el
camino. No me pondría esa inyección, pues ya había empezado a ingerir los
fármacos del neumólogo. Me dije a mí mismo que ya no me quedaba de otra, que
aquel tipo era de los escasos otorrinolaringólogos que estaban aceptando el
seguro médico y que no desperdiciaría la oportunidad de que me sacaran esas
hediondas e hipertróficas amígdalas. También odié con todas mis fuerzas a la
muchacha aquella del mal aliento de la cual tenía mis sospechas. Si no la
hubiese besado, si no hubiese tenido sexo con ella, esta hediondez e infección
de mierda, jamás hubiese ocurrido, pensaba a cada instante. Yo también admití
parte de la culpa por haberme fijado en esa infeliz, en aquella pobre frustrada,
que quizás su pírrico e indignante presupuesto mensual no le alcanzaban ni para
un mísero enjuague bucal, y mucho menos para visitar a un odontólogo o médico
de la garganta. Me sentía como un comemierda. Para colmo, a mi mente llegaban
como ráfagas las hirientes y duras palabras de mi enemigo intelectual cuando me
decía: “Eso te pasa porque eres un putero. Todo tu dinero te lo gastas en
putas”. Pero eso no era así. Aquel pasado de prostitutas ocasionales ya lo
había dejado atrás hacía tres años y medio.
Lo más terrible de esta batalla era que
la estaba llevando a cabo solo. Ni siquiera un mísero familiar se dignaba en
acompañarme a una de mis tantas citas médicas. Ni mi madre, en la bancarrota y
muy ocupada en su miserable tiendita de fármacos veterinarios; ni el terco y
duro de mi padre, que solo se limitaba a decir que estaba cansado y viejo. Mi
hermano, ni hablar. Él también pasa por situaciones financieras difíciles que
mejor ni mencionar. Yo era lo menos importante entre el cúmulo de problemáticas
de los demás
El
día de la cirugía
El jueves 14 de julio, temprano en la
mañana, se efectuaría la operación. Mi padre me acompañó a la clínica. Lo hizo
por el requisito de los hospitales de que en casos de cirugía el paciente debería
ir acompañado de un familiar. Solo así.
Llegamos temprano a la Gómez Patiño, a
eso de las 6:30 de la mañana. En el área de facturación mostré el sobre con los
resultados previamente realizados. Llené un formulario, lo firmé y mi padre
hizo lo mismo cuando le expliqué que también tenía que hacerlo. Finalmente, me
colocaron una pulsera plástica en una de mis muñecas y una enfermera me
acompañó a una sala de espera llena de camas. A mi padre le había entregado mi
mochila, celular, billetera y llaves de la casa para que me los cuidara. No
podía entrar con esos objetos al área de espera.
Dentro de aquella antesala me indicaron
lo que tenía que hacer: desvestirme y colocarme una bata que cubriría todo mi
cuerpo. Me colocaron un suero y me pidieron que esperara mi turno después que
operaran a dos niños.
La
operación incompleta
Llegado mi turno un enfermero me
encaminó al quirófano. Me acostaron en la camilla, tomaron mi presión y
anestesiaron. Caí en un sueño total. Cuando abrí los ojos ya estaba operado. ¡Ni
cuenta me había dado!
Me llevaron sentado en una silla de
ruedas a la habitación donde debí permanecer por cerca de 8 horas hasta que me dieran
de alta. Mi padre estaba allí. Una enfermera me había aconsejado que no hablara
mucho. Sentía dos agujeros dentro de mi zona bucofaríngea …y era cierto, las
dos palatinas ya no estaban allí. Las linguales estaban intactas. Desconozco si
el cirujano me las habría chequeado antes de rajar y sacar las palatinas. Pero
aparentemente no las habría checado en aquel momento, como tampoco lo hizo
cuando le visité por primera vez a finales de junio.
Aún sabiendo de las recomendaciones de
no hablar mucho, me puse a parlar con mi padre y luego con mi madre cuando esta
fue a verme al cuarto donde estaba alojado. Me llevó un helado y jugo de
manzana. Encendió el televisor, pero aquella programación me aburría, de modo
que no le presté atención y mejor preferí leer unos de los ejemplares del
diario El País que tenía guardado en
mi mochila.
La visita de mi madre duró casi dos
horas. Ella tenía compromisos y tuvo que retirarse.
A eso de las 4 de la tarde el otorrino
fue a verme a la habitación. Habló conmigo y con mi padre, a quien le entregó la
licencia médica en la cual me prescribía descanso por 15 días. También me
indicó un analgésico y una penicilina benzatínica para que me la inyectasen
solo en caso de fiebre.
Minutos más tarde se armó una bronca en
la habitación que estaba frente a la mía. Una pareja de esposos discutían
airadamente y se caían a golpes por una discusión sobre el cuidado de su hija
que estaba recién operada. “Papi, mami, por favor, no peleen”, les imploraba la
pequeña infante. Pude escuchar desde mi cama aquella bochornosa escena. Luego
me enteraría que los padres de la niña la habían dejado sola en su habitación,
mientras ellos dirimían sus conflictos en una fiscalía.
Para las 6:30 de la tarde la hora de recoger
había llegado. Mi padre salió al parqueo a esperarme en su vehículo, una yipeta
Hyundai Santa Fe modelo 2003. Un enfermero me llevó en una silla de ruedas
hacia donde estaba el vehículo de mi progenitor. En verdad yo podía caminar de
lo más normal, pero por cuestiones de rigor acepté la ayudantía y hasta dejé
una propina.
En
casa
Una vez en casa traté de llevar un ritmo
de vida normal. Me senté en una silla y encendí mi laptop por un instante. Más
tarde llegaron mi madre y mi tía Mirtha quien me trajo yogures, varios cubos de
helados y compotas. No podía comer nada sólido en esos 15 días, solo puros
líquidos y alimentos muy blandos.
Para las 9 de la noche me dio ganas de
ir a la cama. Mi tía, mi madre y yo conversamos por un ratito hasta que el
sueño empezó a doblegarme. “Duerme boca arriba por unos cuantos días mi hijo, acuérdate
que estás recién operado”, me recomendó mi mamá. Para mi desgracia, no le
presté mucha atención a su consejo, pues ni siquiera el otorrino me lo había
recomendado cuando fue a verme a la habitación de la clínica. Pensé que dormir
boca abajo no me afectaría en nada mi operada garganta.
Cuando las mujeres apagaron la luz de mi
dormitorio, cerraron la puerta y se marcharon, me recosté boca abajo, como
siempre solía hacer. El desconocimiento sobre cómo dormir en casos post
operatorios se apoderaba de mí.
Continuará…
El neumólogo Girona es un especialista que se enfoca en el diagnóstico y tratamiento de enfermedades respiratorias, incluyendo asma, EPOC, bronquitis crónica, infecciones pulmonares y cáncer de pulmón. Al visitar al neumólogo, puedes recibir un tratamiento efectivo para el manejo de estas afecciones y mejorar tu calidad de vida. Además, el neumólogo puede proporcionar asesoramiento sobre cómo evitar la exposición a contaminantes ambientales y otras sustancias que pueden afectar la salud respiratoria.
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