viernes, 16 de septiembre de 2016

Amigdalectomía en tiempos de huelga (parte 5)



Desperté a las 2:30 de la madrugada del día 15 con una sensación extraña en mi boca. Fui al baño. Encendí la luz y me miré al espejo del botiquín colgado encima del lavabo. Cuando abrí mi boca todo estaba rojo. Escupí sangre en el lavamanos. Mucha sangre. Y más…
 

Por Iván Ottenwalder

La noche del 14 de julio me acosté boca abajo, como siempre acostumbrada. Era la forma de dormir con la cual mejor conciliaba el sueño. Mi madre, aunque me había dado un buen consejo, nunca me explicó sobre las consecuencias que podría acarrearme el acostarme boca abajo tras un proceso post operatorio.

La verdad fue que desperté a las 2:30 de la madrugada del día 15 con una sensación extraña en mi boca. Fui al baño. Encendí la luz y me miré al espejo del botiquín colgado encima del lavabo. Cuando abrí mi boca todo estaba rojo. Escupí sangre en el lavamanos. Mucha sangre. Y más…
 
Imagen genérica sobre una amigdalectomía.
Me enjuagué la boca con agua y seguía escupiendo líquido sanguinolento. Toqué la puerta de la habitación de mi padre y le desperté. Le dije lo que me pasaba y lo llevé a mi baño para mostrarle. Volví a escupir sobre el lavabo y esta vez no hubo sangre. Volví a escupir de nuevo y nada. Ya era pura saliva lo que expulsaba.

“Iván, ¡vete a acostar ombe! Ahí no hay nada de sangre”. No me había creído. Por más que traté de explicarle que sí, que había escupido mucha sangre hacía un ratito, no me creyó y me hizo quedar como un embustero …como muchas veces lo habría hecho durante mi infancia, adolescencia y adultez.

No pude volver a conciliar el sueño aquella madrugada. Me recosté un rato en el sofá de la sala a ver si me relajaba  y a los pocos minutos sentí algo espeso dentro de mi boca. Regresé al baño y lo escupí. Era un coágulo de sangre hediondo. Volví al dormitorio a tratar de recostarme boca arriba, pero el sueño se me negaba. Para las 7  de la mañana regresé de nuevo al baño y otra vez expulsé sangre coagulada. Esto me parecía fuera de lo normal.

Antes de las ocho de la mañana ya mi padre, que no me había creído lo del sangrado, se había marchado a laborar. Yo me quedé sentado en el sofá como una hora más. Ya como a las 9: 00 a.m. me vestí y fui al supermercado a comprar algunos artículos pendientes. Al regresar a casa volví a sentir molestias en la garganta. Escupí poca sangre sobre el lavabo. Caminé hacia a la sala y saludé a doña Nieves, la sirvienta. Hablaba con dificultad y sensación de ahogamiento.

“Nieves, iré a la sala de emergencia de la clínica donde me operaron ayer. He estado escupiendo mucha sangre y es posible que tenga una herida”, le informé.

“Tese tranquilo Iván, descanse un rato, duérmase, eso no e´na”, trató de convencerme la muy ingenua, pero de todos modos me marché.

Caminé hacia la avenida Bolívar y tomé un carro público. “Chofer, hasta la clínica Gómez Patiño”, le indiqué con dificultad en mi habla.

Más sangrado

Cuando llegué al hospital de inmediato me dirigí a la sala de urgencias. Le expliqué a una enfermera lo de mi sangrado constante desde la madrugada y le conté que había sido operado de las amígdalas palatinas la tarde del día anterior.

Me preguntó por el nombre del médico que me practicó la cirugía y se lo di. Ella me acomodó en un cubículo cerrado. De inmediato tuve un ataque de náuseas y escupideras de sangre. Expulsé mucha en el piso de la sala. Buscó una ponchera para que escupiera la sangre dentro. Seguía escupiendo el viscoso líquido rojo cada vez más. La joven llamó al doctor por el celular y le contó sobre lo que me estaba ocurriendo. Le indicó que me colocara un suero y me inyectara una solución por el trasero para controlar el sangrado. Así lo hizo, pero mis chorros de sangre continuaban sin cesar. Un auxiliar de enfermería entró y me checó la garganta con un foquito y vio la herida. Me hizo presión sobre ella con una gasa. Escupí el más grande coágulo de sangre de todo el día. Volvieron a telefonear al doctor y éste arribó al hospital. Al verme en ese estado crítico indicó que me trasladaran a cirugía, pues el sangrado era incontenible. Quince o veinte minutos antes ya había telefoneado a mi madre y a mi padre para contarle, con severas dificultades en el habla, sobre mi vulnerable situación. Mi madre me había dicho que mi hermano Carlos y su esposa cogerían para la clínica. Ella también llegaría en pocos minutos.

En sillas de ruedas me llevaron hasta el quirófano. Recuerdo perfectamente cuando pronuncié con serias dificultades estas palabras: “He sobrevivido a muchas batallas duras en mi vida, y sé que a esta también voy a sobrevivir”.

Ya en el quirófano le dije al cirujano que también tenía flema atrapada en la nariz. Me recostaron en la camilla, me anestesiaron y caí dormido. El médico me cauterizó la zona de la herida. Antes realizó un procedimiento para enviar toda mi sangre al estómago, la cual terminaría expulsando una o dos horas después.

Al despertar unos enfermeros me trasladaron en otra camilla a una habitación. Allí me esperaban Carlos, mi padre, mi madre y mi tía Mirtha. Los enfermeros me acomodaron en una cama reclinable. Me pidieron que por favor no hablara mucho. Carlos me entregó un paquetito de papelitos desplegables y un bolígrafo para que todo lo que quisiese decir lo anotara  por escrito. No podía hablar y la flema en mi nariz era peor. ¡Tamaña dificultad la mía!

Como el otorrino había explicado, una hora después comencé a vomitar la sangre del estómago. El primer chorro lo arrojé al piso. Carlos buscó una ponchera en el baño y al regresar con ella se dio tremendo resbalón por culpa del piso ensangrentado. Yo escupía mucha y de repente me sentí mejor. Luego me dio ganas de ir al baño a orinar. Cuando me ayudaron a pararme me dio un desmayo y hubo que llamar al personal de enfermería. Me tomaron la presión y me había bajado. Pero luego me recuperaría. Me pudieron llevar al retrete para que orinara y defecara. Una enfermera me limpió las zonas de mi cuerpo manchadas de sangre y luego me acomodó en la cama. Por el putrefacto olor a sangre hubo que cambiarme de habitación. Me tomaron de nuevo la presión y se había regulado. Me tomaron sangre para un hemograma, del cual nunca supe el resultado. El médico indicó que me dejaran en reposo por un día, hasta el sábado 16. Toda mi familia se quedó la mayor parte del viernes 15 acompañándome.

Independientemente de los errores que haya cometido mi familia en el pasado, de que a ellos les habría sido indiferente mis condiciones de salud, de que no se motivaran en acompañarme a alguna cita médica; ni con el alergista del 2014, ni con la gastroenteróloga del 2015, ni con los otorrinos que visité en el presente 2016, al menos, ese día, se comportaron como unos verdaderos dolientes. Esto no lo voy a negar.

No me habían creído en varias ocasiones y subestimado en tantísimas otras, pero ese momento quizás les sirvió de reflexión, sobre todo a mi madre. “Ay, mi amor, tu padre no te creyó cuando le dijiste lo de tu sangrado en la madrugada, pero ahora ya lo hemos entendido y reflexionado. Era verdad”, se sinceró.

La inútil e inapropiada reprimenda de mi padre

Todo lo que se me antojase decir lo dejaba por escrito en papelitos desplegables. Fue mucha la tinta que le derroché al boli aquel día. A cada momento quería decir algo. Todo, por supuesto, venía de mi puño y letra.

“¡Pero se va a volver loco escribiendo el muchacho este!”, bromeaba mi padre, cuando no mi madre. “¡Ya, no gastes todo el papel, deja para mañana!”, exclamó mi hermano.

Para la tarde del viernes a mi padre se le ocurrió la maravillosa idea de adueñarse del escenario, compuesto por tía Mirtha, Carlos, mamá y yo, para hacerse del micrófono y darme una perorata aleccionadora. “Tú ves Iván, que esto te sirva de lección para que veas lo que es la familia. Mira como están todos aquí en la clínica y tú que nunca eres cariñoso con nadie”.

No pude responderle porque no podía esforzar la voz, además de que podía correr el riesgo de otro sangrado. Ni siquiera estornudar o toser, aunque me viniesen las ganas. Pero orgullosamente hubiese querido contestarle que él era la persona menos indicada para venirme con lecciones; que no me había creído cuando le conté lo de mi sangrado en casa, que había minimizado casi toda la vida mis problemas alérgicos, que nunca se preocupó por mis elevados niveles séricos de IGE en mi sangre, que actuó prácticamente con indiferencia ante los síntomas previos a mi helicobacter pylori de 2015, que me tildó casi de paranoico cuando mi reflujo gástrico de octubre del año anterior y que no me creyó lo de la amigdalitis y halitosis pilladas en febrero, hasta que le mostré unos análisis en abril que dieron positivo a estreptococo tipo A.

También hubiese querido sacarle en cara los golpes que me propinó en la infancia (años 80) cuando me atacaban aquellos episodios crónicos de tics neurológicos y que no eran más que el Síndrome de Tourette. Tenía todas las ganas de culparlo por haberme convertido en asmático. Y todo por culpa de aquel severo castigo una noche de otoño de 1988 en que me mandó a la cama y me apagó la radio a punto de empezar un partido de las Águilas Cibaeñas, mi equipo de entonces. Aquella noche había obedecido y me acosté temprano. Dos horas más tarde, cuando mi madre entró a la habitación para que conversáramos, me halló con la respiración sofocada, producto nada más y nada menos de ¡MI PRIMERA CRISIS DE ASMA! Hubo que llevarme rápido a las urgencias del Centro Médico UCE para que me nebulizaran. Nunca antes había sido asmático.

Quería sentarlo en el banquillo de los acusados por tantas cosas de las cuales JAMÁS me pidió ni me ha pedido una mísera disculpa. No niego que durante la infancia, adolescencia y parte de la adultez mi progenitor me brindara techo, alimentación, vestimenta y pago de la escolaridad y universidad. Fue un hombre responsable en esos aspectos, no lo discuto. Pero, ¿acaso era todo lo que merecía? ¿Dónde estuvo el padre afectivo y comunicativo son su hijo? ¿Por qué no hubo un papá decidido a conversar larga y amenamente conmigo sobre mis preocupaciones y motivaciones? ¿Por qué se pasaba la vida entera creándome sentimientos de culpa? ¿Por qué nunca se atrevió a elogiarme de frente por todos mis buenos atributos? ¿Por qué callar en vez  de reconocer las cosas buenas de su hijo? ¿Por qué decirme durante la infancia (años 80) que a los locos los estaban matando en El 28 (manicomio) y que a mí me pasaría eso? ¿Acaso lo decía por lo de mi síndrome neurológico que él desconocía en ese momento? Apuesto a que sí.

Y tengo más todavía. ¿Por qué durante mi niñez se negó a llevarme al estadio para ver un partido de béisbol de mi equipo? ¿Era una pesadez complacer a un hijo? ¿Por qué tuvo que invitarme siempre don Carlos Luna (DEP) y sus hijos, que no eran familia mía? ¿Por qué se negó a pagarme un viaje a Estados Unidos y en su lugar tuvo que hacerlo mi madre? ¡Gracias a ella viajé muchas veces!

Simplemente, mi padre casi nunca creyó en mí. No tuvo esperanzas sobre mi futuro. Mi madre pensaba distinto. Ella nunca estuvo de acuerdo con la crianza que me estaba dando mi progenitor. A cada rato me lo recuerda: “Tú padre te daba muchos golpes y tú nunca llorabas. Los aguantabas con valentía. Te quedabas tieso y como frío. Yo sabía que eso a la larga iba a repercutir negativamente, mi hijo”.

Tuve durante años que reprimirme todas sus bárbaras injusticias producto de su ignorancia y temperamento. Para colmo, también aquel discurso aleccionador del viernes 15.

Ya en la noche todos se habían ido. Mi madre se quedó a dormir en la habitación para hacerme compañía. No concilié muy bien el sueño hasta después de las dos de la madrugada. Desperté el sábado 16 como a las cinco de la mañana. Mi madre fue la que me ayudó a lavar los dientes y limpiarme la cara. Me untó gotas nasales en la nariz para la congestión, pero tenía la garganta muy inflada. No podía digerir casi nada, ni las gelatinas, ni los líquidos, ni los yogures ni los helados. Se me hacía difícil tragarlos. Era de sorbo en sorbo que lo intentaba, pero casi siempre infructuosamente.

A las 10 de la mañana el especialista entró en mi habitación en compañía de mi padre. Vino a darme de alta. Honestamente, yo estaba inseguro de si deseaba regresar a casa en ese momento y mejor preferí esperar por otro día. “Ok, si usted quiere quédese un día más”, me complació el galeno.

Un día más en la clínica

El sábado 16 transcurrió con normalidad. No podía digerir bien y tenía mucha flema atrapada en la garganta y nariz. Cuando me daban deseos de toser tenía que reprimírmelos, no fuese cuestión de que me lastimase de nuevo. Tía Mirtha y mi padre fueron a visitarme y me acompañaron unas buenas horas. Bien entrada la tarde llegó Carlos, quien llevó cena para él y mamá. Obvio, que yo no podía comer de aquel banquete apetitoso.

Ya como a las 9 de la noche mi hermano se marchó y mi madre se quedó para dormir en la habitación. Antes, una enfermera entró y me suministró, vía intravenosa, una sustancia analgésica. Luego se retiró. Como a las 10 mi madre apagó las luces y nos acostamos. Pude conciliar el sueño hasta las 3 de la mañana del domingo. Poco ratito después  pude volver a dormir. Abrí los ojos como a las 6 de la mañana. Con la palma de mi mano le di unos golpecitos al tubo vertical, situado en la parte izquierda de mi cama, de donde pendía el suero, y mi madre despertó. Busque un blog de notas y le escribí Quiero cepillarme, por favor. Ella me ayudó a levantar de la cama y me encaminó al baño. Me buscó una ponchera por si quería escupir y un vaso con agua para enjuagarme la boca tras el cepillado.

Había intentado desayunar yogurt o gelatina, pero no podía. Tenía serias dificultades para tragar, sobre todo por la parte céntrica de mi garganta. Hasta para tomar jugó o agua era un calvario.

11 de la mañana. Me dieron de alta

Cercano a las 10:45 de la mañana entró el doctor para indicarme que ya podía regresar a casa. Delante de mis padres me dejó una receta con la indicación de una inyección para que me la pusieran en la nalga el lunes temprano y me recordó que en caso de fiebre me inyectaran la penicilina benzatínica.  

Ya a las 11 de la mañana la habitación estaba completamente recogida. Una enfermera me quitó el suero y se retiró. Desalojamos el cuarto unos minutitos más tarde y nos marchamos. Ya para las 12 del mediodía estaba de nuevo en casa. Desde entonces me había propuesto, como regla elemental, que en los próximos 10 días dormiría boca arriba todas las noches, cosa que terminé cumpliendo al pie de la letra. No hubo más sangrado.


Continuará…

sábado, 10 de septiembre de 2016

Amigdalectomía en tiempos de huelga (parte 4)

Me llevaron sentado en una silla de ruedas a la habitación donde debí permanecer por cerca de 8 horas hasta que me dieran de alta. Mi padre estaba allí. Una enfermera me había aconsejado que no hablara mucho. Sentía dos agujeros dentro de mi zona bucofaríngea …y era cierto, las dos palatinas ya no estaban allí. Las linguales estaban intactas. Desconozco si el cirujano me las habría chequeado antes de rajar y sacar las palatinas. Pero aparentemente no las habría checado en aquel momento, como tampoco lo hizo cuando le visité por primera vez a finales de junio.


Por Iván Ottenwalder

El 11 de julio visité a un cardiólogo de la Clínica Gómez Patiño para lo de la prueba cardiovascular. El especialista del corazón, luego de hacerme algunas preguntas sobre mis antecedentes clínicos, procedió a examinarme. Al final del estudio me dijo que debería ir al neumólogo y que lo iba a sugerir en el formulario de evaluación. El galeno llenó el documento y en el encasillado de las observaciones recomendaba que el paciente Iván Ottenwalder visitara primero a un neumólogo antes del proceso quirúrgico. Por lo demás todo estaba bien. “Tu corazón está en perfecto estado. Te puedes operar perfectamente bien. Pero quiero que vayas primero al neumólogo. Te conviene”, me aconsejó.
 
El martes 12 le llevé la evaluación cardiológica al otorrino. Él la leyó rápidamente, obviando la sugerencia sobre referirme a un neumólogo antes del procedimiento quirúrgico pautado para el jueves 14. Agarró aquel documento y, junto a los análisis de sangre hechos dos semanas atrás, los grapó y metió en un sobre. “Tómalo y tráelo el día de la operación temprano por la mañana”, me pidió.

Aunque reconociendo que aquel hombre era un sujeto volátil, había decidido operarme con él por razones económicas, no porque fuese el médico de mi simpatía. Sus honorarios eran de apenas 20 mil pesos y los demás gastos fueron cubiertos en su totalidad por mi seguro. De los 20 mil del especialista solo tuve que pagar 12 mil, ya que la aseguradora me cubrió 8 mil pesos.

Visita al neumólogo

Un día antes de la operación, el miércoles 13, tomé la decisión de visitar a mi neumólogo en el Centro de Otorrinolaringología y Especialidades. Desde 2004 me había tratado con aquel profesional quien pudo controlar mi asma por unos buenos años. La última vez que le visité fue en marzo de 2015, una semana antes de mi primer viaje a Cuba.

El motivo de mi visita fue para que me realizara una espirometría, pues la última que me hizo fue en la primavera del 2011 y cuyos resultados habían sido satisfactorios. También le hablé de mi cirugía pactada para el día siguiente.

Le había explicado al doctor que la operación sería en la Clínica Gómez Patiño, pero que en verdad hubiese preferido que fuese en Otorrinolaringología y Especialidades, con mi especialista que laboraba en ese mismo centro hospitalario. “Ha sido por culpa de la huelga y este hospital me cotizó la operación en 90,300 pesos, mientras que en la otra solo tendré que pagar 12 mil. Me ha dolido mucho esta decisión, pues el otorrino que mejor ha tratado mis patologías y sensibilidades ha sido de este centro”, le conté.

La espirometría

Esta vez no me había ido muy bien. Tuve problemas para tomar el aire y botarlo dentro del tubo en varias ocasiones. Después de dos buenas espirometrías en 2007 y
2011 había desmejorado bastante. El neumólogo me preguntó si estaba congestionado. Le respondí que sí y de inmediato buscó un inhalador Ventolín para descongestionarme.

“Iván, no te operes mañana, por favor. Mejor pospón esa cirugía para dentro de seis días. Es que no quiero que te ocurra algo malo. Es bueno que llegues sano al quirófano. Quiero repetirte la espirometría para la semana próxima. Por el momento te voy a indicar un antialérgico y una Elixofilina para que lo tomes por siete días. Tú verás que ya en seis o siete días te podrás operar perfectamente bien”, me suplicó como un gran amigo.

“Dile al médico que te va a operar que me llame por teléfono, que quiero hablar con él. Dale mi tarjeta que ahí está mi número anotado”, me pidió.

Le pregunté al doctor como estuvo la edad funcional de mis pulmones en el estudio, pero él prefirió no darme el resultado hasta que regresara la semana próxima. Tenía la nariz congestionada, echando secreción, y también estornudos.

Una vez me retiré del consultorio, salí a la calle y abordé un autobús en la avenida 27 de Febrero. Busqué mi celular dentro de un bolsillo del pantalón y telefoneé al otorrino de la Gómez Patiño que me operaría al día siguiente.

“Doctor, es Iván Ottenwalder. Le estoy llamando porque acabo de salir de una consulta con mi neumólogo. Me ha hecho una espirometría, en la cual no salí bien, y sugiere que posponga mi cirugía para dentro de siete días. Me ha dicho que quiere hablar con usted y me ha dado una tarjeta con su número telefónico para entregársela”, le relaté todo lo sucedido.

“No, no, no, no. Yo no opero más pacientes después de esta semana. Ya la semana que viene me retiro del área de cirugía y no opero a un paciente más. O te operas mañana o ve a ver lo que haces, pero ya mañana es mi último día como cirujano”, me respondió alarmado.

“Doctor, pero es que mi neumólogo no me haya bien. Me encontró sofocado y tuvo que echarme aire con un espray para el asma, además de que me ha puesto un tratamiento por siete días. Él dice que la semana próxima me conviene más”, le insistí.

“¡Pero eso se resuelve con una inyección! Ehhh, mira, mañana es el último día que opero, ya he rebotado como a diez pacientes. Decide lo que tú vas a hacer. Después de mañana no opero a nadie más”, me enfatizó con determinación e incomodidad.

Poco después del mediodía compré los medicamentos prescritos por el neumólogo en una farmacia por la avenida Tiradentes y luego me marché a casa.

Como a las tres de la tarde visité al otorrino en la Gómez Patiño. Fui a reiterarle la sugerencia de mi neumólogo. Pero el especialista en oídos, nariz y garganta, se mantenía igual de intransigente. Al final terminé aceptando la inyección que me indicó, cuyo nombre se me la olvidado ahora.

Salí del consultorio y reflexioné en el camino. No me pondría esa inyección, pues ya había empezado a ingerir los fármacos del neumólogo. Me dije a mí mismo que ya no me quedaba de otra, que aquel tipo era de los escasos otorrinolaringólogos que estaban aceptando el seguro médico y que no desperdiciaría la oportunidad de que me sacaran esas hediondas e hipertróficas amígdalas. También odié con todas mis fuerzas a la muchacha aquella del mal aliento de la cual tenía mis sospechas. Si no la hubiese besado, si no hubiese tenido sexo con ella, esta hediondez e infección de mierda, jamás hubiese ocurrido, pensaba a cada instante. Yo también admití parte de la culpa por haberme fijado en esa infeliz, en aquella pobre frustrada, que quizás su pírrico e indignante presupuesto mensual no le alcanzaban ni para un mísero enjuague bucal, y mucho menos para visitar a un odontólogo o médico de la garganta. Me sentía como un comemierda. Para colmo, a mi mente llegaban como ráfagas las hirientes y duras palabras de mi enemigo intelectual cuando me decía: “Eso te pasa porque eres un putero. Todo tu dinero te lo gastas en putas”. Pero eso no era así. Aquel pasado de prostitutas ocasionales ya lo había dejado atrás hacía tres años y medio.

Lo más terrible de esta batalla era que la estaba llevando a cabo solo. Ni siquiera un mísero familiar se dignaba en acompañarme a una de mis tantas citas médicas. Ni mi madre, en la bancarrota y muy ocupada en su miserable tiendita de fármacos veterinarios; ni el terco y duro de mi padre, que solo se limitaba a decir que estaba cansado y viejo. Mi hermano, ni hablar. Él también pasa por situaciones financieras difíciles que mejor ni mencionar. Yo era lo menos importante entre el cúmulo de problemáticas de los demás

El día de la cirugía

El jueves 14 de julio, temprano en la mañana, se efectuaría la operación. Mi padre me acompañó a la clínica. Lo hizo por el requisito de los hospitales de que en casos de cirugía el paciente debería ir acompañado de un familiar. Solo así.

Llegamos temprano a la Gómez Patiño, a eso de las 6:30 de la mañana. En el área de facturación mostré el sobre con los resultados previamente realizados. Llené un formulario, lo firmé y mi padre hizo lo mismo cuando le expliqué que también tenía que hacerlo. Finalmente, me colocaron una pulsera plástica en una de mis muñecas y una enfermera me acompañó a una sala de espera llena de camas. A mi padre le había entregado mi mochila, celular, billetera y llaves de la casa para que me los cuidara. No podía entrar con esos objetos al área de espera.

Dentro de aquella antesala me indicaron lo que tenía que hacer: desvestirme y colocarme una bata que cubriría todo mi cuerpo. Me colocaron un suero y me pidieron que esperara mi turno después que operaran a dos niños.

La operación incompleta

Llegado mi turno un enfermero me encaminó al quirófano. Me acostaron en la camilla, tomaron mi presión y anestesiaron. Caí en un sueño total. Cuando abrí los ojos ya estaba operado. ¡Ni cuenta me había dado!

Me llevaron sentado en una silla de ruedas a la habitación donde debí permanecer por cerca de 8 horas hasta que me dieran de alta. Mi padre estaba allí. Una enfermera me había aconsejado que no hablara mucho. Sentía dos agujeros dentro de mi zona bucofaríngea …y era cierto, las dos palatinas ya no estaban allí. Las linguales estaban intactas. Desconozco si el cirujano me las habría chequeado antes de rajar y sacar las palatinas. Pero aparentemente no las habría checado en aquel momento, como tampoco lo hizo cuando le visité por primera vez a finales de junio.

Aún sabiendo de las recomendaciones de no hablar mucho, me puse a parlar con mi padre y luego con mi madre cuando esta fue a verme al cuarto donde estaba alojado. Me llevó un helado y jugo de manzana. Encendió el televisor, pero aquella programación me aburría, de modo que no le presté atención y mejor preferí leer unos de los ejemplares del diario El País que tenía guardado en mi mochila.

La visita de mi madre duró casi dos horas. Ella tenía compromisos y tuvo que retirarse.

A eso de las 4 de la tarde el otorrino fue a verme a la habitación. Habló conmigo y con mi padre, a quien le entregó la licencia médica en la cual me prescribía descanso por 15 días. También me indicó un analgésico y una penicilina benzatínica para que me la inyectasen solo en caso de fiebre.

Minutos más tarde se armó una bronca en la habitación que estaba frente a la mía. Una pareja de esposos discutían airadamente y se caían a golpes por una discusión sobre el cuidado de su hija que estaba recién operada. “Papi, mami, por favor, no peleen”, les imploraba la pequeña infante. Pude escuchar desde mi cama aquella bochornosa escena. Luego me enteraría que los padres de la niña la habían dejado sola en su habitación, mientras ellos dirimían sus conflictos en una fiscalía.

Para las 6:30 de la tarde la hora de recoger había llegado. Mi padre salió al parqueo a esperarme en su vehículo, una yipeta Hyundai Santa Fe modelo 2003. Un enfermero me llevó en una silla de ruedas hacia donde estaba el vehículo de mi progenitor. En verdad yo podía caminar de lo más normal, pero por cuestiones de rigor acepté la ayudantía y hasta dejé una propina.

En casa

Una vez en casa traté de llevar un ritmo de vida normal. Me senté en una silla y encendí mi laptop por un instante. Más tarde llegaron mi madre y mi tía Mirtha quien me trajo yogures, varios cubos de helados y compotas. No podía comer nada sólido en esos 15 días, solo puros líquidos y alimentos muy blandos.

Para las 9 de la noche me dio ganas de ir a la cama. Mi tía, mi madre y yo conversamos por un ratito hasta que el sueño empezó a doblegarme. “Duerme boca arriba por unos cuantos días mi hijo, acuérdate que estás recién operado”, me recomendó mi mamá. Para mi desgracia, no le presté mucha atención a su consejo, pues ni siquiera el otorrino me lo había recomendado cuando fue a verme a la habitación de la clínica. Pensé que dormir boca abajo no me afectaría en nada mi operada garganta.

Cuando las mujeres apagaron la luz de mi dormitorio, cerraron la puerta y se marcharon, me recosté boca abajo, como siempre solía hacer. El desconocimiento sobre cómo dormir en casos post operatorios se apoderaba de mí.


Continuará…

jueves, 8 de septiembre de 2016

Amigdalectomía en tiempos de huelga (parte 3)



Para mí, honestamente no era algo agradable tener que abandonar a mi especialista, al otorrino que mejor me conocía, que siempre había tratado mis afecciones de forma exitosa, amparado en el estricto rigor científico profesional.


Por Iván Ottenwalder

Para principios de junio, específicamente el día 2, tenía mi vuelo reservado para volar hacia La Habana, Cuba. El Internacional Cuba Scrabble que estaba previsto a desarrollarse en el mes de marzo, para la fecha de Semana Santa, terminó siendo aplazado para noviembre. De modo que en esta ocasión, a diferencia del 2015, no participaría en el torneo internacional cubano, sino en un nacional mensual, el correspondiente a junio.


Aunque fuese a competir a un torneo de menor envergadura, ya todo estaba decidido. Un avión esperaría por mí el jueves 2, a la una y treinta de la tarde.

El miércoles 1, justo al mediodía, me llamaron de la agencia Cubana de Aviación para informarme que el vuelo CU-201 había sido cancelado y que en su lugar volaría en otro, pero para el viernes 3 en horario de la tarde.

No tendría inconvenientes en saber esperar un día más. Aunque a veces no entendemos por qué ocurren las cosas, luego me enteraría, gracias a unas cubanas que viajaron el mismo día 3, que el avión CU-201, un viejo modelo ANTONOV, se había dañado y que no se sabía con exactitud si lo iban a sacar definitivamente de circulación o a reparar.

Ese mismo viernes, amén de que pude viajar, acaeció algo inesperado: mi amígdala derecha empezó a exudarse y paulatinamente regresó la apestosa halitosis a mi garganta que había dado por superada semanas atrás. Temprano por la mañana notaba los síntomas, pero ya tenía un boleto comprado y no estaba dispuesto a perder mi vuelo ni mis ansiadas vacaciones. Quería jugar scrabble con mis amigos, en el torneo y en los entrenamientos. En República Dominicana esta práctica se me hace imposible dado el poco interés que muestran los dominicanos por los pasatiempos educativos. El que vive en este país suele estar encadenado al mismo círculo vicioso de siempre: jugar Dominó, parlar mucho de política, béisbol, bebidas alcohólicas, mujeres y otras cuantas francachelas. Los cristianos evangélicos, que tampoco son muy dados al cultivo intelectual, se limitan a frecuentar mucho su iglesia, leer ansiosamente la biblia y convencer a otros para que se conviertan al evangelio. En pocas palabras, ni los mundanos ni los que se autoproclaman ser los verdaderos cristianos, sienten afición por hábitos como el scrabble. Prácticamente no lo conocen, y quienes lo jugaron alguna vez, en la infancia o adolescencia, luego se desentendieron de éste y lo arrinconaron en algún rincón de la vivienda. Muchos alegan no tener tiempo para practicarlo. Lo mismo pasa con el Rumikub, el UNO y Pictionary. Bueno, al menos hay uno que está calando un poco en las juventudes de las clases medias y altas: el juego de Pokemón. También el ajedrez ha ido proliferando un poco y ya abundan algunos escasos clubes del conocido juego ciencia.

El estreptococo en La Habana.

Durante toda mi existencia jamás había recibido en unas vacaciones un regalito tan repugnante y aciago como la amigdalitis estreptocócica. Esa afección, que había remitido por casi mes y medio, me acompañó desde el avión el viernes 3 de junio y no me dejó en paz en los 10 días de estancia habanera. Los antibióticos y antiinflamatorios prescritos por mi otorrino del Centro Médico de Otorrinolaringología y Especialidades surtieron un buen efecto, pero por poco tiempo. Aquella bacteria se había alojado en mis amígdalas y negado a largarse. Con ese tipo de malestar tuve que lidiar durante mis diez días habaneros.


De poco sirvió el apoyo que me brindó mi entrañable amiga escrablera cubana, Odalys Figuerola, quien me acompañó a una unidad de atención primaria para que una médica general me checara la garganta. La doctora, paleta y foco en manos, me observó todas las tonsilas y su diagnóstico fue que la derecha estaba muy exudada y con plaquitas de pus. Me indicó tomar tres azitromicinas de 500 mg. (una diaria), hacer gargarismos con té de manzanilla y un antibiograma una vez llegase a Santo Domingo. La primera pastilla solo me mejoró por un día, pero al siguiente, aquella afección volvió. Nada pudieron hacer por mí la segunda ni la tercera.

A pesar de la inflamación, el picor y el mal aliento, pude jugar todo el scrabble que me vino en ganas, quemar la fiebre que no pude en Santo Domingo desde junio del 2015 cuando Wagner Méndez y yo jugamos por última vez.

De vuelta en Santo Domingo

Una vez de regreso en Santo Domingo tuve que acudir, tres días más tarde, donde mi especialista. Él me examinó la garganta. “Yo creo que ya tú tienes un boleto ganado para una cirugía”, consideró. Estuve de acuerdo en ello, pues no quería seguir con esta terrible zozobra llamada amigdalitis estreptocócica. Lo primero que hizo fue indicarme una combinación de antibióticos más un antiinflamatorio para tomar por 10 días. Me pidió verme de nuevo en la semana siguiente para prescribirme los análisis y entregarme la hoja de cotización de honorarios y demás gastos por cirugía.

Volví el 21 de junio. La prescripción para hacerme los numerosos análisis más la hoja de cotización del proceso quirúrgico me fue entregada por el experto en oídos, nariz y garganta. Quedamos que una vez me hiciese todos los estudios y se los llevase junto a la hoja de cotización de gastos completada por la administración de la clínica, procederíamos a coordinar la fecha para la amigdalectomía lingual y palatina, como lo había perfectamente especificado, no solo en la hoja para fines de cotización, sino también en la referencia cardiovascular y la prueba pre anestésica.

Me acerqué a la administración del Centro Médico de Otorrinolaringología y Especialidades para me que llenaran la hoja de cotización. En 10 minutos ya me la tenían lista con los montos anotados. El total fue RD$90,300.00, suma que me pareció estratosférica y fuera del alcance de mis bolsillos. “Tiene que traé ese dinero ante de operate. Ya tú sabe, si te quiere operá debe traé esa cantida”, me explicó con desmesura e interés un empleado de vestimenta formal y corbata.

No rechisté nada pensando que quizás el seguro me calcularía unos buenos reembolsos. Visite la aseguradora pocos días después para que también me hicieran sus cálculos. Una representante me explicó que debido a que los otorrinolaringólogos estaban todos en huelga, para los casos de cirugías la ARS solo les reembolsaban a los asegurados del plan básico un 80% de los honorarios del médico y de los anestesiólogos. Pero ese 80% de reembolso era en base a los montos contratados de la ARS con la clínica donde me operaría. Por ejemplo, si los honorarios del galeno eran de 50 mil pesos y el monto contratado de la aseguradora con ese especialista era de apenas 8 mil pesos, lo que me reembolsarían a mí sería un 80% en base a los 8 mil, no a los 50 mil. Si la anestesiología era de 17,500 pesos pero el monto contratado de la ARS con la clínica era de 9 mil pesos, pues mi reembolso sería de un 80% en base a esos 9 mil, no en base a los 17,500. Al final, sacando cuentas, caí en la conclusión de que no me convendría. Me pasó por la cabeza en ese instante hablar con mi doctor y proponerle al menos que me medicara por siete u 8 meses hasta que juntara la plata para pagar el monto que me cotizaba el hospital. Pero no lo hice. Preferí preguntar a la representante si había algunos especialistas que trabajasen con el seguro. Ella me contó que en la Clínica Gómez Patiño había dos que sí lo recibían y me dio el nombre de uno de ellos. Al día siguiente visité la Gómez Patiño y le consulté.

Para mí, honestamente no era algo agradable tener que abandonar a mi especialista, al otorrino que mejor me conocía, que siempre había tratado mis afecciones de forma exitosa, amparado en el estricto rigor científico profesional. No importa la camada de análisis que me prescribiera. A mí me fascinaba su método. Él siempre me dejaba como nuevo a los pocos días de tratamiento. Con los demás otorrinos que he consultado, la historia desgraciadamente no ha sido igual.

Le conté al otorrinolaringólogo de la Gómez Patiño toda mi situación en pocas palabras. Le mostré la hoja timbrada con los elevados montos cotizados por el hospital donde, en primera instancia, pretendía operarme con mi médico. Le dije que esa era la razón por la que no podía operarme en aquel centro y había decidido acudir entonces a la Gómez Patiño por la cobertura del seguro. “En verdad, yo quería operarme con mi especialista, que me ha atendido desde 2011, pero ese precio está muy elevado y no me lo puedo costear”, le expliqué.

Diagnóstico del médico del Centro de Otorrinolaringología y Especialidades (subrayado en amarillo).
El galeno lo entendió. Me chequeó las dos amígdalas palatinas con el foquito de luz de su celular, pero me sorprendió que no me hiciera un estudio completo. Ni siquiera me evaluó las linguales, los oídos y las fosas nasales. Pero yo de tonto, y como no sabía en aquel momento cuáles eran las amígdalas linguales, me dejé llevar sin preguntar. Ese error de ambos, pero más de él como médico, terminaría luego creándome una situación incómoda. Él pudo haber leído con detenimiento la oración que decía Cotización promedio Cirugía (amigdalectomía lingual y palatina) en la hoja de cotización del otro centro hospitalario. Estaba todo bien claro. Antes de entrar a los montos detallados estaba perfectamente escrita aquella sentencia en formato digital.

Esos son los errores que jamás deberían ocurrir. Es cierto que ojeó aquel papel a locas, pero no es menos cierto que, por precaución, debió mandarme a sentar en el sillón de los pacientes y realizarme una evaluación completita, y más tratándose de un ser humano que lo visitaba por primera vez. Un médico no debe examinar a un paciente que le consulta por vez primera dizque con la iluminación de un celular.

El despistado especialista me prescribió algunos análisis para realizármelos cuanto antes. Me los hice a los pocos días y se los llevé. Luego me anotó en un papel timbrado la indicación para llevar a la aseguradora. También lo hice. Por último, me refirió a donde el cardiólogo para la prueba cardiovascular. Una vez realizada acordamos la cirugía para el jueves 14 de julio.

Dos semanas antes le había hecho una visita de cortesía a la secretaria de mi otorrino en Otorrinolaringología y Especialidades para explicarle sobre mi decisión tomada y lo mucho que lamentaba no poder operarme con él. Todo por razones económicas. Dentro de mi interior me dolía la decisión que había elegido …pero eran mis bolsillos.

Continuará…