viernes, 1 de enero de 2016

Los Toros y el out en la goma que les negó el pase a la final de 1997


Aquel partido decisivo lo perdieron en casa ante los Leones del Escogido 7-2.

Por Iván Ottenwalder

Hace casi 19 años el equipo de béisbol de La Romana, los Toros del Este, escenificó uno de sus partidos más dramático e intenso de toda su vida. En juego estaba el boleto a la serie final de la temporada 1996-97 para medirse a las Águilas Cibaeñas, quienes se habían clasificado tres días antes. 

José Lima (izq) y Ricky Pickett, pitchers.
Aquel inolvidable desafío contra los Leones del Escogido se disputó el jueves 23 de enero de 1997, en el Francisco Micheli, estadio de los romanenses. La concurrencia acariciaba los diez mil fanáticos. Y fue un partido de desempate, pues ya se habían jugado los 18 encuentros de la serie Round Robin, conocida como Todos contra Todos. Ambas escuadras culminaron con récord de 9 victorias y 9 derrotas, pero solo uno podía continuar con vida para enfrentar a los cibaeños en la gran final. El que perdiera, pues simplemente se despedía del torneo. Los eternos gloriosos, Tigres del Licey, habían sido descalificados y ocuparon la última posición, con palmarés de 6 – 12, de modo que, ya el problema no era con ellos, sino entre leones y bovinos.
Un día antes de aquella cita con la historia (22 de enero) los Toros humillaron al Escogido en el Estadio Quisqueya, con pizarra de 16-5. La hinchada roja, dueña de casa, que había pagado la boleta para ver clasificar a su equipo, tuvo que conformarse con soportar la zurra. Pero al menos quedaba un mañana, solo uno, ahora en casa del contrario y sin márgenes para errores.

Aires ganadores y euforia se respiraban en la afición taurina. Dos años atrás, contienda 1994-95, su equipo se había titulado campeón ante las Águilas. Dos más atrás (1992-93), contra el mismo rival, fueron finalistas. Desde la estación 1990-91 la novena morada se mantenía clasificando hacia las eliminatorias, ofreciendo loables y titánicas batallas a sus oponentes, excepto la de 1995-96, en que terminaron última posición y el Round Robin se les negó. 

Una épica batalla

Ruddy Pemberton, cargado por sus compañeros.
A las ocho de la noche, como era la costumbre habitual en los partidos de béisbol otoño-invernal en los años 90, inició aquella épica batalla en el Francisco Micheli. No cabía nadie en el parque, el lleno fue absoluto. Gran parte de la hinchada tuvo que ver el encuentro de pie. El 16-5 del día anterior creó expectativas y puso a los aficionados de los Toros, obviamente mayoría, a creer en lo imposible. Antonio Alfonseca, héroe de la victoria que campeonó a La Romana en el sexto juego de la final 1994-95 ante las Águilas, dos carreras por cero, fue el pitcher abridor. Por los melenudos lo era el bocón de José Lima, quien había lanzado muy bien en los playoffs. Se trataba de un compromiso con el destino para ambos. En el caso de Alfonseca, reeditar un capítulo más de grandeza, dejando su corazón en el terreno para catapultar a su novena a otra final frente al equipo santiaguero. Para Lima, demostrar en la práctica y no con palabras desbocadas, su disposición y empeño en ayudar a los rojos a llegar a la finalísima. 

Alfonseca no cumplió su misión. En el inicio de la segunda entrada boleó al novato David Ortiz Arias y al joven sensación José Guillén. Luego, Arquímedez Pozo tocó de sacrificio y avanzó a sus compañeros escarlatas. El dirigente taurino, Del Crandall, caminó al montículo y cambió de lanzador. Trajo a Wilson Heredia para lanzarle a Ángelo Encarnación, quien le hizo contacto a uno de sus pitcheos y le conectó hit remolcador de dos carreras. Los Leones tomaban el comando del desafío; la hinchada de los Azucareros, pues así les llamaban a los Toros en la década de los 80 y principios de los 90, callaba. Pero todo, de momento. 

Los dueños de casa acortaron ventaja en el cierre del cuarto capítulo, 2-1, por obra y gracia de Danny Bautista que pegó doble al jardín izquierdo, y de Jorge Brito, que lo empujó con sencillo. Los fans romanenses empezaban a entusiasmarse, pero José Lima volvió a retomar su control y mantuvo en delantera al Escogido hasta que se completaron seis innings de juego.

En el cierre del octavo sí de verdad llegó el entusiasmo al Micheli, esta vez ensordecedor, cuando los Toros empataron el match 2-2. Junior Félix, con un sólido imparable que remolcó a Wilton Guerrero (corría en segunda base), puso a vibrar de emoción a todos los fanáticos bovinos. Ahora que nadie estaba ganando ni perdiendo de repente el duelo se tornaba en una cuestión de honor, en una cruenta obsesión por fabricar al menos una carrerita que pusiera a uno de los dos en ventaja.

El out en la goma y otras oportunidades desperdiciadas

Si hubo uno que estuvo más cerca de pasar a la final fueron los Toros. Posibilidades de dejar en el terreno a sus contrarios tuvieron varias. Una de ellas, en el cierre de la novena entrada, cuando los Azucareros colocaron corredores en tercera y primera base con tan solo un out. No anotaron; el lanzador Ricky Pickett, quien había entrado en rol de relevo por los Leones, retiró con rodado al pitcher a Wilton Guerrero y con rolata al campo corto al veterano Juan Tito Bell. 

Celebración en el camerino escogidista.
Pero el momento más crucial fue en el final de la undécima entrada. Todo aconteció de la siguiente manera: Domingo Cedeño se embasó con bases por bolas del pitcher Pickett. Avanzó a segunda por toque de Carlos Febles. Después arribó a la tercera por un wild pitch del lanzador. En ese instante y bateando Jovino Carvajal, Pickett lanza una bola que se le escapa al receptor Sergio Méndez, pero esta no le quedó tan lejos; de todos modos ya Cedeño se había embalado hacia el home con el propósito de anotar la del gane, pero el cátcher tuvo tiempo suficiente para buscar la pelota y hacer un disparo al lanzador Pickett quien inteligentemente se había apresurado a cubrir la goma. El disparo de Méndez llegó rápido y con tiempo. Pickett lo atrapó y puso out a Cedeño. Ya con dos bateadores fuera y las bases limpias Jovino Carvajal hizo buen contacto a un pitcheo del relevista y pegó un fortísimo inatrapable entre tercera base y short stop. Ya era tarde. Carvajal había hiteado en balde. El out en home a Cedeño lo había estropeado todo. Y lo cierto es, que después de ese terrible susto, Ricky Pickett fue otro lanzador. Llegó a retirar diez bateadores por la vía de ponche, siete de ellos en forma consecutivas. 

¡Hasta las bailarinas de los rojos gozaron!
Después sucedieron los innings 12 y 13 y ninguno de los equipos se animaba a tomar la delantera. El pitcheo de relevo de ambos realizaba estupendas labores. 

Episodio 14. Escogido explota su ofensiva

Cuando el reloj marcaba más de la una de la madrugada al equipo oriental se le habían agotado sus mejores lanzadores. Los que les quedaban eran mediocres. El dirigente Crandall ya no tenía para más y tuvo que confiar en uno de esos serpentineros no confiables. Le entregó la bola al inexperto Jesús Aquino para encargarse de la situación. Primero se le embasó Neifi Pérez y después enfrentó con poco éxito al novato Juan Melo, quien le conectó un contundente triple por la banda derecha, impulsando a Pérez y poniendo a los rojos a la delantera 3-2. Crandall lo dejó en el montículo, pero solo para transferir intencionalmente al peligroso Raúl Mondesí, solo a ese hombre. Luego lo sustituyó por otro pitcher ineficiente: Américo Peguero. Lo había traído para enfrentar a Ruddy Pemberton y fue éste quien, sin sentirse subestimado, le pegó un cruel jonrón por el bosque izquierdo, válido para tres vueltas y aumentar la distancia, 6-3 a favor del equipo capitalino. 

La humillación no se detuvo ahí. Se extendió. Peguero transfirió a David Ortiz y a José Guillén. El mánager de los vapuleados romanenses se llevó a Peguero y trajo a Felipe Castillo, otro mal lanzador. Castillo fue recibido con sencillo de Sergio Méndez que remolcó a Ortiz con la séptima raya del Escogido. El partido ahora estaba 7 a 2. 

Así quedó la pizarra. Los Toros fueron al bate a agotar su última oportunidad, pero nada, Pickett, como un valeroso caballo de guerra o cuan glorioso titán, los dominó sin dificultades cuando se cumplían 5 horas y 25 minutos de partido. Eso duró el desafío. Las manecillas del reloj daban la 1:45 de la madrugada.

El Escogido, dirigido por Samuel Mejía, se había clasificado hacia la final con foja de 10 partidos ganados y 9 perdidos.

Domingo Cedeño y su sentimiento de culpa

“Admito que me tocó antes de poder anotar. Fue un error de mi parte”, fueron las palabras de lamento del infielder Domingo Cedeño a los reporteros del diario Última Hora (medio desaparecido desde hace muchos años).

Domingo Cedeño.
En verdad Cedeño no estaba contento consigo mismo por su mal corrido de base. Al igual que todos sus compañeros la frustración se había apoderado de él. Durante varias temporadas había sido un pelotero entregado por la mejor causa de su conjunto. Era de los que sufría por la franela. En un decisivo partido del Round Robin de 1993, ante Licey, empujó la carrera ganadora que llevó a su escuadra a la final; en 1995, en la final que ganaron ante las Águilas, bateó sobre los .500 puntos de promedio y, en la campaña 1995-96, fue líder en bateo con .419. Pero ahora, dentro del dogaut de su equipo, el recargo de culpa le arropaba la consciencia. Con las hazañas de años anteriores Cedeño fue todo júbilo, ahora, era la tristeza personificada. Sea como sea un error humano lo comete cualquiera, hasta los más heroicos atletas.


Fuentes: Periódicos El Siglo, El Nacional y Última Hora, enero de 1997.

domingo, 20 de septiembre de 2015

Aqua-Flamberg, la tragedia de Alex



A 22 años de su ahogamiento en la piscina de ese club, aún quedan incógnitas.


Por Iván Ottenwalder



Alex y yo. Foto de archivo.
El pasado 6 de agosto del 2015 se cumplieron 22 años de la muerte de mi primo Alex. Había muerto ahogado en la piscina de Aqua-Flamberg, un club acuático ubicado en el sector capitalino de Bella Vista. Hoy en día este lugar recreativo ya no existe; desapareció hace algunos años.

Alex no era un primo sanguíneo; ni siquiera llevaba el apellido Ottenwalder. Fuimos parientes más bien por asuntos de otra naturaleza. Él era hijo de María Australia Vásquez (Estrella), hermana de crianza de mi padre, Facundo Ottenwalder. 

Estrella fue adoptada en su niñez por Genarita Adams y Facundo Primitivo Ottenwalder, mis abuelos, padres de mi papá. En San José Adentro, un campo de Santiago de los Caballeros, estudió, se desarrolló y creció. Una vez adulta se casó con un señor, de otra comunidad rural, apellidado Miranda y de esa relación tuvieron un hijo al que pusieron por nombre Alexander Miranda. 

Antes de entrar de lleno en los detalles de la tragedia prefiero relatar un  poco de historia, remontarme al génesis de todo.

Y ese principio tuvo su origen en el año 1986, aunque no recuerdo la estación precisa, cuando mis padres, deseosos de que aprendiese a nadar, me inscribieron en clases de natación. Como vivíamos en el barrio Los Maestros, del sector Mirador Sur, muy cercano a la famosa escuela de nado Aqua-Flamberg, prefirieron apuntarme allí.

Desde el primer día mis lecciones de natación empezaron a entusiasmarme y, al poco tiempo, mi desenvolvimiento iba por buen camino. En varias ocasiones era mi padre quien me llevaba a ese club; en otras, Mercedes, una sirvienta que duró unos buenos años trabajando en casa. También Carlos, cuando podía y, durante una semana, mi tía Mirtha. ¿Y por qué la tía? Porque durante mis vacaciones me hospedé una semana en su casa.

Parte de aquellas vacaciones también coincidieron con la presencia de Alex en casa, por alrededor de un mes. Aquel niño de campo criado más por mis abuelos que por su madre, conoció y se bañó por primera vez en una piscina. Mientras tomaba mis lecciones junto a otros niños en la alberca profesional, Alex, de 11 años de edad, se divertía bañándose en la de los pequeñines de 5 y 6. Aunque suene gracioso, aquello se convirtió en uno de sus más hermosos capítulos, su más grandioso ensueño consumado. 
Esta era la entrada principal de lo que una vez fue Aqua-Flamberg.

Una vez terminadas sus vacaciones, Alex se regresó a San José Adentro. Yo en cambio continuaba en mi afán por seguir avanzando en natación. Y dicho afán se vio truncado por culpa de mi padre cuando tomó la decisión de retirarme de las clases bajo el pretexto de que el cloro de la piscina era dañino para la salud, a sabiendas de que todas las piscinas del mundo eran higienizadas a diario con cloro.

Una tarde, mi última como aprendiz, mi hermano Carlos se encargó de informarles a los profesores de nado sobre la decisión tajante de mi papá. “No entiendo por qué ahora. Él ha ido avanzando bien en el clavado de trampolín, en el nadado de ida y vuelta. Ahora pasaremos a una etapa de mayor intensidad donde los muchachos tendrán que demostrar más resistencia en el agua, en las brazas y en la rapidez para hacer mejor cronómetro”, le explicó Tatis, uno de mis instructores. 

Carlos comprendió y hasta le dio la razón al instructor, pero era mi papá quien pagaba las clases y decidía si yo continuaba o no. Cuando regresamos a casa le contó a mi padre los argumentos del profesor. Pero intransigente y terco como una mula, mi progenitor me retiró de Aqua-Flamberg. 

Del campo a la ciudad

En 1990 Alex se había ido para siempre de San José Adentro. Se peleó con mi abuelo Facundo, quien fue como su padre y que lo adoptó desde los cuatro años, dándole techo, alimento y mandándole a estudiar a la escuela pública de Mocán, un paraje no tan lejos de San José. Fue en esencia su verdadero padre, mucho más que Miranda, su progenitor biológico que residía en los Estados Unidos.

Una de las hipótesis de Carlos y que aún mantiene hasta hoy es que Alex había sido víctima de un lavado de cerebro. Creía que alguna persona amiga del campo o de la metrópolis de Santiago le había sazonado el oído para que se fuera a vivir hacia la capital, Santo Domingo. Aunque nunca pudo demostrar sus especulaciones y Alex tampoco reveló nada en ese sentido, sostenía que un fulano cualquiera había sido el responsable de convencerle de que en el campo nunca se iba a superar y que jamás pasaría de ser un campesinito siembra yucas y ordeñador de vacas.

Una tarde, sin mucho que decir, Alex agarró un bulto lleno de ropas y se marchó. Mientras cruzaba por el portón de entrada y salida de la finca de abuelo alguien, aparentemente preocupado, le preguntó que le pasaba. Alex, vociferando a todo pulmón, le contestó: “¡Me voy de aquí, no quiero seguí viviendo con ese ladrón!” 

Estrella se hizo cargo de su hijo y se lo trajo a Santo Domingo, a su modesta casita ubicada en el pobretón barrio de Villa Duarte. Lo anotó en la escuela pública mientras mi hermano le hacía diligencias por conseguirle un empleo en un centro de lavar autos (car wash).

Al inicio todo salió a pedir de bocas. Mi primo empezó a descollar como buen alumno en la escuela y también consiguió el empleo de lavador de autos. Pero al poco tiempo se derrumbaron los naipes de la buena suerte. Alex dejó su trabajo porque se peleó con otro empleado del car wash. En tanto, en la escuela, su rendimiento académico empezó a decaer.

 “Y usted, joven, ¿qué le ha pasado? Antes era un alumno brillante y ahora su pobre rendimiento me asusta”, le llamó la atención su profesora. Aún así Alex no desertó la escuela y siempre tuvo intenciones de finalizarla, aunque luego no supiese qué hacer con su vida. 

Cuando nos visitaba en la casa del Mirador, le contaba a Carlos sobre los planes de su padre, Miranda, de sacarle los documentos y llevárselo para New York. En el aspecto social se dio a querer en nuestro barrio de clase media. Casi todos los amigos míos y de Carlos, también se hicieron sus amigos. Incluso, aquellas chicas que nunca me interesaron hicieron buena camaradería con Alex. Se convirtió de repente en un chico very popular
 
Año 1993

Por esta puerta, hoy en abandono, se entraba al famoso club acuático.
Para finales del verano de 1992 mis padres se habían divorciado. Mi madre y yo hicimos tienda aparte y nos mudamos para un pequeño apartamento en el sector El Millón, mientras Carlos y mi padre se quedaron en la casa del Mirador. Por común acuerdo mis padres decidieron no vender la casa, pero mi madre se llevaría casi todos los trastes, dejándola casi vacía. Alex ya no solo visitaría a mi hermano, también mi nuevo hogar. Cuando llegaron las vacaciones veraniegas del 93 solía visitarme con más frecuencia. Compartía con Rebeca, la trabajadora doméstica de casa y amiga íntima de Estrella. Un año antes Rebeca también había sido la muchacha de servicio en la vivienda del Mirador y, gracias a ese vínculo amistoso con su madre, Alex y ella se conocían bastante bien. Durante horas se contaban largos chismes y muchas vivencias. Conmigo hablaba de béisbol y baloncesto. Siempre me preguntaba si tenía novia, que por qué no todavía, me invitaba a que fuéramos a una buena discoteca, que me presentaría una chica, pero yo no estaba en esos planes aún. 

En otra de sus visitas, una semana antes de su trágica muerte, me motivó a que compartiéramos algún rato en un buen lugar para el viernes 6 de agosto. Le di vueltas a la cabeza a ver dónde y no se me ocurría nada. Él fue más listo y, recordando aquel tiempo de mis clases de natación mientras él se bañada en la piscina de los niñitos, se le ocurrió que fuésemos a Aqua-Flamberg. Estuve de acuerdo y así los planificamos.

Lo tomó con tanta ilusión que prefirió desechar una actividad con los amigos de su barrio y para la cual había sido invitado. Todo con tal de compartir conmigo una tarde de alberca en el lugar donde yo había aprendido a nadar. 

El 6 de agosto por la mañana se dirigió a la Veterinaria del Norte, empresa donde mi madre era gerente, a pedirle 200 pesos para que él y yo fuéramos a Aqua-Flamberg. “Mira Alex, toma el dinero y cuida mucho de Iván. Yo sé que él sabe nadar, pero cuídalo, por favor”, le encargó. 

Ese día Alex llegó como a las 11 de la mañana. Escuchó un poco de música en la radio, y ya para las 12 del mediodía almorzamos unos espaguetis que nos preparó Rebeca. Una hora después nos marchamos rumbo al destino que acabaría con su existencia. Llegamos a Aqua-Flamberg como en 30 minutos. Pagamos las entradas y nos encaminamos a los vestidores. Recuerdo que él le preguntó al salvavidas si podía bañarse con una licra y este se lo permitió. Yo andaba con mi traje de baños. 

Nos entramos al agua en una tarde hermosamente soleada. Al principio anduvimos bordeando la orilla de la alberca mientras nos adentrábamos para la parte honda de los 12 pies de profundidad, cerca de los trampolines, pero siempre agarrados al borde. Él no era bueno para el nado y tuve que seguirle la corriente. De repente, observamos como un niño, muy listo y más pequeño que nosotros, se sumergía al fondo de los 12 pies y emergía con suma facilidad. Ese pequeño era un experto nadador, más que yo, que no culminé la natación y más que Alex, que no sabía nadar. Pero mi primo quiso imitarle, ya que no aceptaba que alguien más chiquito lograse algo que él no pudiese. Entonces se le cogió con sumergirse al fondo una y otra vez sin jamás poder tocar piso. Se empecinó tanto que duró largo rato intentándolo y fracasando.

Finalmente, cuando se cansó de tanto fallar, decidimos seguir bordeando la piscina. Nos detuvimos en otro punto y allí comenzamos a charlar de los viejos tiempos, de las vacaciones, del último año que me faltaba en el colegio, de lo que quería estudiar una vez fuese a la universidad, mientras él me hablaba de sus sueños de irse para Estado Unidos con su padre y de gozar la vida al máximo.

Luego se le antojó que enrumbáramos a la parte más bajita de la piscina. Así lo hicimos. Recuerdo con esta buena memoria, hoy de 40 años, cuando me dijo: “mira para allá primo. Ese es Robertico Salcedo que anda con unos amiguitos”. Asentí con la cabeza. “Es cierto”, le respondí.

Me acuerdo también que por donde iniciaba esa área menos profunda de la alberca había un carril separador enganchado de un extremo al otro. Era de esos carriles que colocan en las piscinas profesionales durante las competiciones, para separar la ruta de cada nadador.

Cerca de ese carril separador estuvimos conversando hasta que Alex quiso regresar a una parte más honda del agua. No olvido aquel pequeño roce que tuvo. Un tipo de su misma estatura y un poco más fornido lo chocó sin mucha fuerza. Vi que ambos se cruzaron de mala manera las miradas en menos de un segundo.

A pocos minutos, agarrados al carril, Alex retomó el deseo de volver a tocar el fondo de la piscina. Le dije que ya no lo intentara más, que dejara eso, pero él continuaba con su loca ambición. Y más tarde, luego de parar los intentos, lo noté pensativo, como si le preocupase algo. Entonces, fue cuando me suplicó sus últimas palabras: “Primo, déjeme un rato solo, por favor, se lo pido, déjeme solo, por favor”. 

Lo complací y me puse a nadar por otras áreas.

Pasados más de 20 minutos, quizá media hora, decidí buscar a Alex. Recorrí la piscina completa, salí fuera, me adentré al vestidor de los hombres, luego al de las mujeres. ¡Sí, al de las mujeres! Volví al agua, al área bajita y nada de nada. Hasta que, repentinamente, divisé un grupo de personas arremolinada fuera de la alberca y me acerqué. Todos lucían alarmados. Le estaban dando los primeros auxilios a mi primo y tratando de sacarle el agua que había tragado cuando lo sacaron del fondo de lo hondo. Tenía demasiado rato hundido, muchos minutos, quizás los mismos 20 o media hora que duré solo antes de que me animara a buscarlo. Fue uno de los bañistas que, al sumergirse en lo hondo, tropezó con un cuerpo inmóvil y lo encontró. Gracias a él pudieron sacar el cuerpo de Alex, pero ya era tarde.

Sentí un impacto muy fuerte al ver aquella escena. Unos tipos lo montaron en un auto, rumbo al Centro Médico Richardson Cruz. Aunque les grité que quería acompañarles al hospital no me lo permitieron. Pensé en la probabilidad  de que en el hospital salvaran a mi primo. Era lo que más deseaba.

Hice varias llamadas. A mi casa, para comunicarme con Rebeca, y a la de mi padre, también para avisarle. Él no se encontraba, pero desde su vivienda lo telefonearon a PRODELESTE, su lugar de trabajo. Más tarde volví a marcar a su casa y lo contestó. Me pidió que lo esperara donde estaba. Durante la espera un personal del club me llevó a la oficina administrativa y allí el presidente conversó conmigo. Estaba muy nervioso, los guiños producto de mi Tourette se me acentuaron en aquel momento. Era una pesadilla catastrófica para lo cual no estaba preparado en la vida. Mi padre llegó y nos dirigimos a la clínica donde habían llevado a Alex.
Entramos al área de Emergencias. Un médico fue sincero con mi padre: “Estos son los casos que uno nunca desea ocurran”, le confesó mientras nos mostraba el cadáver sin vida de Alex. No lloramos, pero quedamos muy impactados. Yo estuve muy tenso y él meditando en la forma como se lo contaría a Estrella. 

Nos fuimos a la casa del Mirador. Allí estaban la servidumbre y otras personas más, abrazándonos y dándonos consuelos. Alison, esposa de Ismael Peralta Bodden, cuñado de Carlos, se mostró muy solidaria, sobre todo conmigo. A la casa fue llegando más gente. Mi madre pidió un permiso en la veterinaria  para estar con nosotros. Mi padre telefoneó a Estrella para informarle que la pasaría a buscar porque  Alex había tenido un accidente y estaba grave. Cuando llegaron ella no se quiso desmontar del vehículo. Mi padre no tuvo más opciones que decírselo. Ella se fue en llantos y gritos. 

La inspección policial

Un equipo de la Policía Nacional, dirigido por un agente de apellido Mambrú, se encaminó al lugar de los hechos. Hizo preguntas a todo el personal de Aqua-Flamberg, entre ellos, a algunos de los bañistas. También se dirigió al hospital Richardson Cruz para continuar con la pesquisa. Interrogaron al doctor encargado de las Emergencias y a algunos enfermeros. Me hicieron preguntas y respondí lo que supe y como pude. Fue la primera vez en mi vida que un agente policial me interrogaba. Tampoco estaba preparado para eso en la vida, pero me defendí bien. Finalizado el interrogatorio don Ismael Peralta Mora, abogado y suegro de Carlos, se me acercó y dijo “ven para acá. Tranquilo.”

El agente Mambrú fijó una cita para dentro de una semana en el Palacio de la Policía Nacional para hacerme algunas preguntas de rigor. Tendría que ir acompañado de mi padre.

Mis conclusiones sobre la tragedia

Cuando mi padre y yo fuimos al Palacio de la Policía para la cita prevista con el agente policial, este no se hallaba en su despacho. Lo esperamos buen rato y nada de aparecer. Decidimos marcharnos. Nunca nos volvieron a llamar para otra cita.

A 22 años de la muerte de Alex me han quedado algunas preguntas sin respuestas y, por más que pongo las neuronas a funcionar, no llegó a ninguna parte. Sin embargo, es preciso y necesario dejar escritas cuáles son esas dudas.

Aquellas insistentes palabras “Primo, déjeme solo un rato, por favor, se lo pido, déjeme solo, por favor”, han sido el detonante de esta inquietud mental que me arropa y motivo por el que decidí escribir esta historia.

Una de mis especulaciones viene asociada a lo del roce con el tipo fornido. Pues, si bien es cierto que esto fue algo fugaz, no debería descartar de raíz que ocurriese algún conflicto entre Alex y aquel muchacho minutos después de que dejara solo a mi primo. El problema de esta conjetura radica en que nadie, ni siquiera el salvavidas, vieron alguna escena de violencia o forcejeo dentro del agua. Lo más probable, y difícil también de demostrar, es que el tipo fornido o cualquier otro le pegara un golpe a mi primo (por ejemplo, una patada en el rostro o estómago) cuando se hallaba sumergido tratando de tocar el fondo de lo hondo, haciéndole perder el equilibrio, la respiración e imposibilitándole subir de nuevo a la superficie. Pero también quedaría abierta la escasa posibilidad de que otro bañista, también sumergido, observara tal hecho, fuera en auxilio de Alex o delatara el incidente ante el salvavidas.

¿Cuál otra? ¿Suicidio? La descarto. Nunca vi señales de depresión en Alex, más bien de persona alegre y sociable a pesar de lo pobre que era. Le gustaba la música, bailar, hacer coros con amistades, conversar con todo el mundo, etc. Ni siquiera en su último día de vida observé signos depresivos en él.

La última. Su propia travesura. De tanto insistir topar el fondo de lo más hondo e igualarse con el niñito experto, posiblemente lo derrotase el agotamiento en uno de esos intentos, perdiera la respiración y tragara mucha agua. O, quién sabe, si tal vez logró pisar el fondo, pero luego se quedara sin energías para subir a la superficie. Probablemente, cuando lo rescataron ya habían transcurridos más de 20 minutos.

¿Con cuál hipótesis me quedo?

Cualquiera menos la del suicidio. Pero, desafortunada e increíblemente, ninguno de los bañistas ni empleados de Aqua-Flamberg  vieron algo sospechoso vinculado a su ahogamiento la tarde del 6 de agosto del 93. 

El caso quedó resuelto como un simple ahogamiento. Yo, en cambio, prefiero dejar algún margen para la duda.