jueves, 26 de noviembre de 2020

Regresa la guerra del scrabble después de siete meses; Bodden gana dos, y yo también

Escenificamos cuatro desafíos, los dos primeros cargados de mucho suspenso; los dos restantes, soberanas palizas. No hubo vencedor ni vencido, sino empate a dos en los matches sostenidos.

Por Iván Ottenwalder

Casi siete meses habían transcurrido desde la última vez que mi amigo Guillermo Bodden y yo disputamos una serie en scrabble. En aquel duelo él se llevó los mayores honores al ganar dos de las tres partidas disputadas. Todas en mi propio hogar, un 19 de marzo.

En mi morada volvimos a encontrarnos un 31 de octubre desde las 10 de la mañana. Escenificamos cuatro desafíos, los dos primeros cargados de mucho suspenso; los dos restantes, soberanas palizas. No hubo vencedor ni vencido, sino empate a dos en los matches sostenidos. Él la primera; yo la segunda; él la tercera y yo la cuarta.

Primera partida

El primero de los duelos fue un toma y daca al principio. Con ROEDORAS (68) y SEXAD (50) él comandaba temprano (143-87). Luego respondí con TIRONEE (73) y me fui al frente 160-143. VISTÁIS (14) y ESPAÑOLA (71) lo situaron de nuevo arriba 228-160 pero MANUDOS de 106 me devolvió a la cima (266-228). Esa fue la última vez en que tuve comando del timón, aunque siempre amagaba con la remontada. Mi rival dominaba, pero siempre por escasa diferencia: 286-266, 337-313, 355-334. Tuve que cuidar bien de algunos flancos y no abrir mucho campo; él, también se vio obligado a lo mismo. Tuve las fichas para el scrabble, varias veces, pero no encontré el espacio para colocarlos. Realizamos cambios estratégicos, todo por el miedo a no cargarnos la Q en recta final. Llevaba bien mis cuentas y preferí jugar conservador, cuestión de no ser sorprendido con un contragolpe letal. Llegaba la curva final y Guillermo dominaba 378 -364. Era su turno y pudo zafarse de la Q, jugándola en QUID (31) y ampliando el marcador 419-364. BAR (34) me acercó 398-419. El bolso ya estaba vacío. Colgó un GAL de solo seis tantos (425-398). Tenía cuatro fichas por jugar. Observé bien el tablero, busqué opciones salvadoras y ganadoras pero no las hallé. Finalmente me decidí por MOLE (14) y, sumando cuatro tantos descontados a mi adversario, perdí la partida 416 a 421. Asusté pero no gané.


Ambos colocamos dos bingos: él ROEDORAS (68) y ESPAÑOLA (71); yo TIRONEE (73) y MANUDOS (106). Sus cortas letales fueron SEXAD (50), JU (45), ZAS (29) y QUID (31); las mías FELPAR (30), HALLEN (32), HENOS (47) y BAR (34).

Segunda partida

La más dramática de las partidas fue sin dudas la segunda. Un toma y daca absoluto de principio a fin. Si VEDADAS (82) me situaba al frente iniciando el match, él era capaz de responder con CAREASES (90) para adelantarse 90-82. Con sus CURROS (30) dominaba 181 a 161. TORNEADO (77) me puso arriba 238 – 181, para que luego Guillermo virara la pizarra con BUCEADOR (82), 263-238. LOBATAS (73) y JE (52) lo mantuvieron al frente 388 – 356 pero llegó mi AX de 49 que me puso a comandar 405-388. Sostuve el mando (505-447) con palabras como LEY (22), PINOS (24), BINEN (22) y HUMA (32) y, entonces ...suspenso ...llegó RETACEA (77), que puso a creer a mi oponente con la victoria (524-505)

, pero no contaba con el RESULTES (77), cuando ya la bolsa estaba vacía. Aquel bonus, más los puntos añadidos (10) por el descuento, definieron la partida a mi favor, 592-514.

Mi adversario bonificó cinco veces: CAREASES (90), INDECORO (61), BUCEADOR (82), LOBATA (73) y RETACEA (77). Sus cortas letales fueron CURROS (30) y JE (52). De mi parte hubo cuatro bingos: VEDADAS (82), TORNEADO (77), POLLEARAN (100) y el ganador RESULTES (77). Mis pequeñas gigantes HIZO (65), AX (49) y HUMA (32).

Tercera partida

En este desafío solo me vi al frente en tres ocasiones: al inicio con HORREN (38), después con DATEARON (80), 118-100 y, finalmente, con LLAR (36), 154-134. Todo fue muy efímero,

muy pasajero. Después que RENEGARE (63) lo puso al frente en el score, 197-154, la partida fue absolutamente suya. Poco a poco iba sacando más ventajas hasta que terminó ganando con holgura, 494-362.

CAMELIA (100), RENEGARE (63), ARÁCNIDO (67) y ACULADAS (63) fueron sus cuatro scrabbles. Sus duras asesinas JO (34), VEZÁIS (36), SOÑÁ (31), YODO (27) y GUSTE (25). Yo en cambio tan solo un solo bonus: DATEARON (80). Mis cortas que mejor puntuaron fueron HORREN (38), LLAR (36), AXIS (41) y RECHINO (44). Todo el crédito para mi vencedor.

Cuarta partida

Si recibí una paliza en la anterior, ahora me tocó a mí propinársela a mi rival. Bodden empezó a todo vapor, tomando la cima bien temprano, 196-186, gracias a PEZ (28), REBUZNES (68), ASOMARÍA (68),

CUBITO (18) y LAUREL (14). Solo hasta ahí. Luego viré el marcador con HOLLÉ (49), OCUPARA (77) y RECITAL (82), consolidándome con una cómoda ventaja de 146 tantos, 394-248. La tendencia no cambió y al final me llevé el desafío, 522-409.

Por Guillermo hubo tres bonus: REBUZNES (68), ASOMARÍA (68) y RELIGADO (61). Sus cortas más valiosas fueron SEXTA (52), UÑE (35) y BOJ (43). De mi lado hubo cuatro bonificaciones: INSTARÁN (66), ASEASEN (77), OCUPARÁ (77) y RECITAL (82). Entre mis pequeñas gigantes estuvieron MIDO (43), HOLLÉ (49) y AFEADO (36).

Estadísticas finales

Ganadas y perdidas:

Guillermo Bodden 2 y 2; Iván Ottenwalder 2 y 2

Promedio de puntos por partidas:

Guillermo Bodden 458.75; Iván Ottenwalder 473

Scrabble por partidas:

Guillermo Bodden 3.5; Iván Ottenwalder 2.75

martes, 20 de octubre de 2020

Excelente aficionado, pésimo actor, eso fui en el béisbol

 

Por Iván Ottenwalder


Mi familia, como casi todas la de República Dominicana, llevan el béisbol en la sangre. Este pasatiempo es una cultura muy ancestral que se remonta al año 1886 (siglo XIX) cuando fue introducido en el país por los marinos cubanos del buque María Herrera. Recuerdo, cuando siendo un chiquillo de tres o cuatro años de edad, mi padre, cada vez que las Águilas Cibaeñas venían a San Pedro de Macorís, nos llevaba al estadio Tetelo Vargas. Lo acompañábamos mi madre, mi hermano, la sirvienta y yo. Eran los años 1978, 79 y 80, que fueron parte de mi primera infancia en aquella provincia oriental. Para ser honesto, casi siempre me dormía en mi butaca, y nunca terminaba de presenciar el final de los partidos. Mi hermano Carlos, mi madre y la sirvienta sí lo disfrutaban al máximo. Mi padre también, pero a su manera pasiva y silente, sin bulla ni aplausos. Eran todos aguiluchos, excepto la trabajadora doméstica, que simpatizaba con el equipo local las Estrellas Orientales.

En aquellos años citados nunca me preocupaba por los resultados. El béisbol, el torneo otoño-invernal, las Águilas Cibaeñas y demás equipos me eran materia irrelevante. Para mí toda aquella realidad beisbolera nacional pasaba desapercibida.

Para el verano de 1980 nos mudamos a Santo Domingo, dejando atrás aquellos años vividos en Macorís, los once de mis padres (1969-1980), los ocho de Carlos (1972-80) y los cinco míos (1975-80). También nos trajimos a la sirvienta, quien duró pocos meses en la nueva vivienda y, finalmente, terminó regresándose a su pueblo.


Todo había cambiado para la familia. Nuevos vecinos, nuevos amigos, escuelas diferentes para Carlos y para mí y un nuevo trabajo para mi madre. Mi padre seguía laborando para el Banco Agrícola, con la ventaja de que ahora le quedaría más cerca. Antes, cuando residíamos en Macorís, mi progenitor tenía que conducir todos los días, temprano en la mañana, por la autopista Las Américas el trayecto San Pedro – Santo Domingo para llegar a su trabajo. Luego, manejar de noche por la misma autopista para regresar a casa.

Lo que nunca cambió fue la cultura beisbolera de mi familia. Carlos y mi padre seguían por la televisión o radio los juegos que disputaban las Águilas Cibaeñas frente a sus adversarios. En aquellos tiempos solamente eran televisados los partidos escenificados en Santo Domingo y Santiago de los Caballeros. Aquellos que se jugaban en San Pedro había que escucharlos por la radio. No había de otra.

Todavía mi curiosidad y eventual pasión por el béisbol no se había producido. De modo qué, todo ese mundo vinculado al béisbol aún me era indiferente. Sin embargo, mi padre quería inculcármelo a toda costa. Una vez le pidió a los amiguitos de Carlos que me pusieran a jugar a pesar de haberme negado. Quisieron probarme como bateador pero aquello no me inspiraba ni gustaba y, finalmente, hice el ridículo ponchándome. Simplemente, no me provocaba deseo aquel deporte del bate, la bola y las bases.

Carlos sí era talentoso en ese deporte. Asombrosamente genial. Mi padre lo había inscrito en la liga infantil del Banco Agrícola. Yo le vi jugar en aquel escenario con apenas 9 y 10 años de edad. Era un chico beisbolero de pies a cabeza, siempre enfocado en hacerlo extremadamente bien. Bateaba lanzamientos rápidos, corría con agilidad y era un gran defensor tanto de los jardines como del cuadro interior. Tenía instinto para ese juego.

Todavía en el verano del 83 la palabra béisbol me sonaba indiferente. Era como si aquel concepto jamás existiese en mi cabeza. El entorno, familiar y social, se encargaría pocos meses después, de cambiar esa realidad. Los primeros en inculcármelo fueron Carlos y mi padre. Lograron su objetivo, pero no de la manera que hubiesen deseado. Ellos se pasaban días y semanas comentándome de que nuestro equipo, las Águilas, había ganado este o aquel partido. Eso, fue lo que en verdad me molestó: ¿nuestro equipo? ¿Acaso lo consultaron antes conmigo? ¿Por qué nuestro? ¿Por qué no me dieron a elegir? ¿Porque yo tenía que ser igual a ellos? De modo que preferí tomarme unos días para pensarlo con calma.

Por la calle Jesús Salvador, del barrio Los Maestros, la mayoría de vecinos eran liceístas; otros, escogidistas y aguiluchos. Una tarde, Carlos, muy orgulloso de su equipo, me mostró en el periódico la tabla de posiciones en la que figuraban las Águilas en primera posición. Los Tigres del Licey en segundo y no recuerdo el resto del standing. Él, ahora más que mi padre, insistía en continuar lavándome el cerebro para convertirme en un aguilucho empedernido. Aquel plan le salió mal y terminé fijando mi posición como liceísta. Así las cosas, Licey fue el primer equipo deportivo alguno con el que simpaticé en mi infancia. Pero, de igual manera, el béisbol aún seguía sin motivarme mucho. Yo diría que fue su enfermiza obsesión, ya por venganza, de rivalizar y discutir con un niño inocente a quien el béisbol le importaba poca cosa, lo que terminó destapando mi curiosidad y posterior entusiasmo por ese pasatiempo. De tanto odiar y despotricar al bendito Licey terminó por convertirme en liceísta.

Era un liceísta de la boca para afuera, pero sin conocimientos de béisbol. Ni siquiera me conocía el nombre de los jugadores de mi equipo. Sin embargo, ya empezaba a integrarme con los amiguitos del barrio y jugar pelota con ellos. Carlos se empecinaba en debatir inútilmente conmigo, cuando bien podía discutir con gente conocedora y experta. Para hacer peor el asunto, los Tigres del Licey se titularon campeones en las contiendas 1983-84 y 1984-85, creándole una profunda tristeza el simple hecho de reconocer que la escuadra del niño inocente que no sabía prácticamente nada de béisbol y que no mostraba talento para deporte alguno, terminara llevándose la victoria. Era el colmo de los colmos. Sin embargo, para la estación 1985-86, sus Águilas del Cibao ganaron y pudo ser feliz.

Fue en esa temporada 1985-86 en que comencé a prestarle atención por radio y televisión a los partidos del béisbol dominicano. A interesarme un poco por el nombre de los jugadores y las estadísticas. Fue realmente en aquella época en que nació mi verdadera pasión por el béisbol. Fue durante esa temporada en que vi a mi equipo, los Tigres, perder un campeonato. Conocí, como aficionado, el significado de la derrota. Aprendí lo que era ser objeto de burlas por parte de los hinchas ganadores, entre los que se encontraba Carlos. ¿Alguien me dijo alguna vez que tendría que estar preparado para ganar y perder?

Si en 1983 su intento de lavado de cerebro salió mal, para el otoño de 1986, faltando pocos días para el inicio de la próxima temporada, le salió a la perfección. Después de tanto joder y joder pudo convertirme en aguilucho. Pero la buena parte de todo aquello fue, que mientras pasaban los días, me iba puliendo más y más en materia beisbolera. Discutía en defensa de las Águilas con aquellos liceístas que antes habían sido mis aliados. Jugaba béisbol en las horas de recreo del colegio con algunos compañeros de clases. Solíamos jugar en un patio con una bola de goma o tenis, la cual estrellábamos contra una pared y luego salíamos corriendo en dirección hacia unas bases improvisadas mientras los jugadores de la defensa tenían que evitar que alcanzáramos dichas bases y, más aún, impedir que anotáramos en carrera. Pero también, en los días de Educación Física, jugábamos con bates de verdad, tratando de hacer contacto a pitcheos lanzados con mucha fuerza. Aquellos, fueron tiempos inolvidables.


Los mejores jugadores fueron: Erick Radamés Almonte, José Luis Suárez, Pablito Liriano, Winston y Álvaro Féliz. El primero de estos, Erick Almonte, que también jugaba en la liga del Banco Agrícola, terminó debutando a finales de los 90 del siglo pasado con los Tigres del Licey y, posteriormente, firmado para el béisbol de las Grandes Ligas de los Estados Unidos. Sin embargo, analizándolo con justicia, el más atlético y completo de todos era José Luis Suárez. Era talentoso, no solo en béisbol, sino también en baloncesto, su pasión favorita. Jugaba casi perfecto ambos deportes. Yo le vi jugar y puedo dar testimonio de ello. En béisbol, era un gran defensor y consistente bateador; en basket, un tremendo anotador y pasador de bola. Era habilidoso manejando el balón, haciendo buenas fintas y llegando a la canasta. Erick solo descolló en el béisbol, pero en la práctica ganó la batalla, ya que pudo ser firmado y jugar algunos años en las Grandes Ligas. José Luis Suárez prefir sacrificar su doble talento deportivo por una profesión académica.

Mis años en la liga del Bagrícola, tiempo perdido

Carlos había jugado tres años en la liga del Banco Agrícola (1981, 1982 y 1983). Cada sábado, temprano en la mañana, un bus de la liga lo pasaba a recoger a casa y, a eso de la una de la tarde, lo transportaba de regreso.

Puedo testimoniar, aunque solo lo acompañé una vez al campo de béisbol del Bagrícola, que aquellos tres años fueron muy productivos para él. Era capaz, después de los diez años de edad, de batear lanzamientos duros y maliciosos, de atrapar elevados profundos con mucha elegancia, de marcharle con seguridad y valentía a cualquier roletazo contundente. Todo eso gracias a esa vasta experiencia alcanzada en la liga del Bagrícola. ¿Por qué la dejó en el 83? No lo sé y nunca se lo pregunté, sin embargo, pude ser testigo ocular las veces en que lo vi jugar béisbol con sus amigos del barrio. Era exageradamente bueno, muy superior en bateo y defensa a casi todos, y competía prácticamente de igual a igual con los chicos más altos y de mayor edad que la suya. Tenía agallas para ese deporte. Pero como casi todos sus amigos, el béisbol no era más que un desafío o una sana diversión propia de la niñez y adolescencia dominicana, no un norte a seguir u oficio del que fueran a ganarse la vida en la adultez.

En la primavera de 1987 mi padre me preguntó si deseaba jugar béisbol en la liga del Bagrícola. Le respondí que sí. Además, estaba ansioso por estrenar mi nuevo guante, uno que me había regalado mi madrina para mi cumpleaños. Pero siendo honesto, no era mi madrina quien debió haber asumido el compromiso de darme ese regalo, sino mi padre. Como tampoco era la obligación de la familia Luna, unos vecinos del barrio, de llevarme al estadio Quisqueya a ver los partidos del Licey frente a cualquier otro conjunto, sino de mi progenitor. Él siempre fue muy tacaño y, aunque es verdad que no devengaba una fortuna, tampoco es que su salario fuera una mierda. ¿Si podía llevarnos al estadio cuando vivíamos en San Pedro como no iba a poder en Santo Domingo? Considero que sí podía, aunque hubiesen sido pocas las ocasiones.

Mostré mucho entusiasmo con la idea de jugar pelota en una liga, conociendo de antemano mis limitaciones. No era capaz de batear lanzamientos rápidos ni de capturar la bola con seguridad. Mi defensa dejaba mucho que desear. En pocas palabras, era un mediocre que jugaba de manera asustadiza.

Recuerdo que duré en aquella liga cerca de un año, desde la primavera del 87 hasta la del 88. Empecé en una categoría de bajo nivel, compuesta por niños incapaces de batear lanzamientos rápidos o atrapar disparos incómodos a las bases. En ese nivel me mantuve hasta la claudicación. Siempre le tuve miedo a los pitcheos rápidos, razón por la que no quise avanzar de categoría. El director y entrenador, el señor López, era un gran ser humano, pero no poseía el carácter y la paciencia que debe tener todo coach en materia beisbolera. Nunca se preocupó por enseñar a los más pequeños a batear pitcheos rápidos o atrapar elevados profundos e incómodos. ¿Qué hubiera hecho un verdadero coach? Por ejemplo, me hubiese dicho algo así como “Iván, quiero enseñarte a batear pitcheos duros y a mejorar tu defensa tantos en rolatas como elevados difíciles. Quiero verte dos días extras a la semana, durante dos meses, para ayudarte a superar esas lagunas y te quites ese miedo. Sé que lo lograremos”. Desafortunadamente, nunca me tocó un entrenador de esa naturaleza, sino un analfabeto funcional que apenas había alcanzado un octavo grado académico.

Robo del guante

Para principios del 88, durante un pequeño receso en el que fui a la cafetería a comer un sandwish y tomar un refresco, mi guante se me desapareció en algún momento de distracción. Después de aquel refrigerio fue que vine a caer en la cuenta de que ya no lo tenía. Le di vueltas al asunto, hablé con el señor López, con el encargado del cafetín, con algunos de los muchachos de mi categoría, con algunos del nivel superior. Nadie supo ni vio nada. Me sentía frustrado, consciente del tremendo boche que recibiría de mi padre una vez en casa. En efecto, así fue. Me regañó brutalmente, sin concederme el derecho a la defensa para al menos escuchar mi versión de los hechos. Al sábado siguiente, el señor López dispuso que se realizara una colecta entre todos los muchachos de la liga con tal de reunir el dinero suficiente para que se me comprara un guante aunque fuese de medio uso. Pasaron dos o tres meses y nada. Cada sábado me producía una gran vergüenza el hecho de tener que pedir prestado un guante cada vez que me tocaba jugar defensa en el infield o los jardines. Me estaba hartando de esa costumbre. Mis padres, según me iba dando cuenta, no estaban en la disposición de comprarme un guante nuevo. Tomé una determinación bien pensada. Durante una semana de mayo, sin importarme el boche de mierda que luego me cayera encima, decidí no volver más a esa liga. Fui sincero en mi reflexión. Me sabía un derrotado que nunca alcanzaría un nivel superior. Ya no tendría razón de ser permanecer en una liga, siempre estancado en un mismo nivel, sin mostrar significativos progresos.

El tiempo se encargaría de demostrar que mi protagonismo en el béisbol estaría mejor en las gradas y no en el terreno de juego. En un futuro contaría con los atributos suficientes de buen investigador y estudioso en la materia pero jamás como pelotero. ¿Acaso hoy no es así?

Treinta y dos años después, aún resuena en mis oídos aquellas palabras duras y brutales de mi padre cuando, un sábado del mes de mayo del 88, temprano en la mañana, le dijo al chófer del autobús de la liga en un tono muy alto y severo: “NO, NO, VÁYASE, QUE EL SINVERGÜENZA ESE NO QUIERE VOLVER MÁS”.

Los hechos transcurrieron como tuvieron que ser. Como aficionado, sentado en las gradas, he aportado mucho a la historia del béisbol dominicano. Este blog tiene las pruebas, los temas con qué demostrarlo.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Los evangélicos, un bien necesario en la República Dominicana

Desde un enfoque, podríamos entender que las iglesias evangélicas han propagado su fe al extremo de rayar en un fanatismo religioso, apoyándose en un dogmatismo igual o peor de intolerable al de otras creencias. Desde la óptica de los evangélicos estos nos dirán que el mundo sería un mejor lugar si todos los humanos nos rigiéramos por los principios bíblicos y, sobre todo, por las enseñanzas de Jesucristo, hijo de Dios.

 

Por Iván Ottenwalder

No existen las verdades absolutas. No hay mal que por bien no venga. Todo depende del cristal con que miremos las cosas. Hay situaciones en que mayoría podemos estar equivocados. Unos ven el vaso medio vacío; otros, lo ven medio lleno. Todas esas expresiones nos resultan muy familiares ya que las hemos escuchado cientos y miles de veces en nuestras vidas. Yo agregaré una propia: Las divisiones, no tienen por qué ser del todo malas.

Las divisiones pueden traer caos pero también equilibrio. Esto lo podemos observar en diferentes esferas: política, social, científica y, para el caso que nos ocupa en este tema, la religión.


La Reforma Protestante de Martín Lutero por el siglo XVI terminó provocando a mediano y largo plazo que el Cristianismo, que antes era sinónimo absoluto de Catolicismo, se fragmentara, dando paso a distintas religiones y sectas, la mayoría de estas poseedoras de un dogma de fe que, dependiendo del punto de vista de sus practicantes, podría tratarse de la verdad indiscutible. De esta manera vemos como los evangélicos se autodefinen como los verdaderos cristianos, y lo mismo ocurre con los testigos de Jehová, adventistas, mormones, anglicanos, episcopales, católicos y todos los practicantes de pequeñas sectas cuya esencia y doctrina emanan de la Sagrada Biblia, especialmente de los cuatro evangelios del Nuevo Testamento.

La Biblia se presta a numerosas interpretaciones y por ello es que cada denominación religiosa cristiana se cree dueña de la razón, considerando equivocadas a las demás. Todas tienen elementos comunes pero también notables diferencias dogmáticas. Unas prohíben el alcohol y el tabaquismo; otra la celebración de fiestas sagradas y transfusiones sanguíneas; alguna guarda el sábado y no el domingo y una considera ilícito ante los ojos de Dios la ingesta de café y tés artificiales. Increíblemente y puede que nos cause asombro, pero la menos rígida y severa de todas es la católica. Podrán muchos lectores no estar de acuerdo conmigo, pero, si lo analizamos con justicia y la cabeza fría, caeremos en la cuenta que la Iglesia Católica es la menos exigente y más relajada en su dogma. Esto quizás se deba a su propia naturaleza de respetar el libre albedrío de cada ser humano. Siendo la iglesia más antigua del Cristianismo es la única que ofrece culto, o misa para ser más exactos, los siete días de la semana, facilitándole la vida a sus feligreses que, en caso de no poder asistir el domingo, como establece el dogma, lo puedan hacer cualquier otro día de la semana. Es la única que no nos exige el diezmo a rajatabla, solo la cantidad que podamos dar. En la práctica no menoscaba los gustos o preferencias del individuo, permitiendo además que cada quien sea libre y afronte las consecuencias de sus actos.

Precisamente, la Iglesia Católica Apostólica y Romana, por ser una de las más tolerables y permisibles, es que las demás les han caído encima, sobretodo las iglesias evangélicas y sus sectas, quienes la acusan de manera inmisericorde de ser la culpable de las grandes tragedias y descarríos del ser humano.

Todas las confesiones derivadas del Cristianismo, como ya se explicó anteriormente, toman como patrón a la Sagrada Biblia y a las enseñanzas de Jesucristo. Incluso, lo mormones, quienes se rigen por el Libro de Mormón, en algunas ocasiones, dentro de sus cultos, recurren a la Biblia como material de referencia. Así de sencillo.

Cada religión y secta cristiana se rige por severas normas de conductas que emanan tanto del Viejo como del Nuevo Testamento. Estas dependerán de las interpretaciones que cada iglesia le dé al sagrado libro.

Quiérase o no, cada vez más las iglesias cristianas no católicas aumentan su número de adeptos. En el caso de la República Dominicana el catolicismo ha experimentado una drástica y alarmante reducción porcentual. Hace treinta años, en 1990, la población católica rondaba el 90%; para el 2008, según la encuesta Barómetro de las Américas, bajó a un 67.6% y en 2019 el desplome fue mayor, cayendo a un 49.2%. Los evangélicos, en cambio, han crecido como la espuma. Han pasado de un modesto 12.1% en el 2008 a un respetable 26% en el 2019. Siguen siendo minoría, pero ahora más numerosa y con más voz y voto en la sociedad.

El restante 24.8% se lo reparten otras religiones así como los que se consideran no religiosos y ateos.  

Crecimiento evangélico ¿Bueno o malo para la Rep. Dom?

Históricamente lo que entendemos como bueno o malo viene determinado por los valores morales y la ética establecidos en una sociedad. Sin embargo, se pueden producir situaciones o realidades, como prefiramos llamar, tan discutibles y complejas, que debido al afán de cada una de las partes por defender sus posiciones, se nos haría un quebradero de cabeza juzgar quién o quiénes tienen la razón o si ésto o aquéllo es correcto o incorrecto. Todo dependerá de como miremos las cosas.

Desde un enfoque podríamos entender que las iglesias evangélicas han propagado su fe al extremo de rayar en un fanatismo religioso, apoyándose en un dogmatismo igual o peor de intolerable al de otras creencias. Desde la óptica de los evangélicos estos nos dirán que el mundo sería un mejor lugar si todos los humanos nos rigiéramos por los principios bíblicos y, sobre todo, por las enseñanzas de Jesucristo, hijo de Dios. Ellos alegarían, basado en algunos capítulos y versículos de la Biblia, que el adulterio, fumar y tomar alcohol es pecado y que si cumpliéramos estrictamente con los mandatos divinos, colocando a Dios en el centro de nuestras vidas, se acabarían gran parte de los males de este mundo. ¿Quién cree ustedes que tenga la razón? ¿Difícil, cierto? Todo dependerá de como lo miremos y analicemos.


En lo particular, no soy evangélico, ni tampoco quiero llegar a serlo. Estoy plenamente convencido acerca de lo que busco en la vida y cuál sería mi decisión y proceder en el mejor o peor de los casos. Creo en Dios sin dogmas ni protocolos.

En lo único que me parezco a los evangélicos es que ni ellos ni yo fumamos ni tomamos alcohol. Ellos, por razones bíblico religiosas y yo por asuntos de salud. No quiero ser evangélico debido a lo absorbente de su doctrina religiosa. Al cristiano evangélico se le exige demasiado, incluso, pienso que en ocasiones hasta más de lo que realmente pueda dar de mismo. Y no me estoy refiriendo únicamente a los diezmos y las ofrendas, no, sino también a otros aspectos. A los evangélicos, sus líderes les exigen encarecidamente predicar el mensaje cristiano por doquier, incluyendo de paso la repartición de volantes con literatura bíblica. Se les insta a leer diariamente la Biblia, a asistir dos o tres veces a la semana a la iglesia. Y esto último es importante que se explique. Los evangélicos, además de asistir al obligatorio culto cristiano de los domingos, también deben estar presentes los sábados, para recibir las enseñanzas de la Biblia, y cualquier otro día aleatorio, dedicado a alabar a Dios y tratar asuntos de interés sobre la congregación. Muchos se han visto en la necesidad de sacrificar algunas de sus actividades favoritas, incluso, hasta claudicar a ellas, para poder abrazar permanentemente el evangelio cristiano. Ser evangélico, en muchos casos, puede conllevarnos a la renuncia total del conocimiento, para seguir exclusivamente la palabra de Dios y de su hijo Jesús. Miles y millones lo han logrado, pero ¿podré yo? Conociéndome muy bien, mi respuesta sería NO. He reflexionado durante años sobre cómo sería mi vida siendo evangélico y, al sacar conclusiones, estas podrían ser aterradoras. Mi temor no radica en el diezmo, para nada, sino más bien en otras cuestiones, aquellas relacionadas a mis pasiones. Quizás, si en el mañana me veo siendo evangélico, tendría que robarle parte del tiempo a mis lecturas de libros y revistas para dedicárselos a la Biblia y a la congregación. Seguramente, tampoco podría dedicarle tiempo suficiente al canal de Youtube, el cual utilizo para ver películas y documentales. También se verían afectadas otras actividades como escribir en este blog y las investigaciones sobre temas deportivos en la hemeroteca. Y, por último, quizás tenga que bajarle la intensidad a mi gran pasión, el scrabble, así como a mis viajes al extranjero para competir en los torneos de esta disciplina de la mente. ¿Sería feliz en esas condiciones? NO. ¡Claro que no lo sería! Siendo evangélico tendría que vivir muy apegado a la Biblia y a la iglesia. Tendría que predicarle a otros, lavarles el cerebro hasta convertirlos también en evangélicos. Tal vez tenga, con el dolor de mi alma, que decirle NO a la lectura de novelas literarias, revistas de historia y ciencia. Quizás tenga que decirle NO al Youtube y a todo ese deseo por el conocimiento. Quién sabe si tenga que decirle NO a mi devoción bloguera y escritora. Es posible que tenga que despedirme definitivamente de la hemeroteca y decirle NO al juego que se ha convertido en el número uno de mi vida, que me ha brindado grandes satisfacciones y que tal vez sea el único que algún día me pueda garantizar la obtención de esa medalla o trofeo que durante toda mi infancia, adolescencia y adultez se me ha negado. Saben que me refiero al eterno y maravilloso SCRABBLE.


Aunque ser evangélico no vaya conmigo no puedo dejar de reconocer el bien que estos religiosos cristianos han representando para la República Dominicana. ¿Un bien? Sí, como lo acaban de leer, un bien. Nos guste o no ese 26% de población evangélica significa algo muy bueno y saludable para el país, un equilibrio necesario. Analicemos las cosas con calma y objetividad. Todos estamos al tanto sobre la pérdida de valores en nuestra sociedad, el irrespeto a la leyes, el incumplimiento de los deberes, los divorcios prematuros debido a tantas y tantas relaciones escasas de sentimientos; la falta de hábito por la lectura de nuestros niños, jóvenes y adultos; el poco interés de la gente por el cultivo intelectual en áreas del saber como la ciencia, la historia, economía y literatura y el desenfreno de la población por el alcoholismo. La mayoría de dominicanos le dan duro a la botella, especialmente a las de whiski, cerveza, ron y vino. Las embriagueces se producen, no solo los fines de semana, ya esos tiempos quedaron en el pasado, sino hasta cuatro y cinco días a la semana, siendo los lugares más comunes la casa, el bar, la discoteca, el billar, el drink y el colmadón. ¿Se imaginan ustedes lo que fuera de la RD si no existiera esa gran población evangélica? Seguramente la sociedad estuviera peor de lo desenfrenada y desacatada de lo que está ahora. Ese 26% de evangélicos, que no ingiere alcohol, que no fuma, que es fiel a su pareja, que se preocupa por cumplir sus deberes, que respeta las leyes, al menos le hace un fuerte contrapeso a esa parte podrida y enferma de nuestro territorio. ¿Acaso es eso malo? No lo es. Tal vez, si la RD no ha llegado todavía al extremo de convertirse en ciudades del eterno pecado como Sodoma y Gomorra, ha sido gracias a ese segmento poblacional, legado del Protestantismo de Martín Lutero, que con mucho amor y pasión predica constantemente el mensaje de Cristo.

Estoy plenamente seguro que entre los católicos, personas de otras confesiones y no religiosos, también habrá gente de muy correcto proceder, pero, con mucha tristeza me atrevo a asegurar, que son los menos. El mayor grueso de personas, con sus defectos y virtudes, pero que aún preservan elevados valores morales y férreas normas de comportamiento, lo compone ese 26% de evangélicos. Son los menos viciados de la RD, quizás los menos expuestos a padecer de los cánceres que produce el tabaquismo y alcoholismo, convirtiéndolos así en perfectos candidatos a gozar de muy buena salud. Tal vez, sean los menos propensos a la infidelidad, al divorcio, las drogas y enfermedades de transmisión sexual. Quizás, ellos sean la razón principal para pensar que el país no está del todo malogrado.

Cada ser humano es libre de sus actos, así como de elegir la religión o filosofía de vida que más le parezca, pero, ante todo, es importante tener en cuenta un factor vital: estar plenamente convencido, de lo contrario, es preferible no dar el salto.

¡Gente del planeta Tierra, vivamos la vida acorde a nuestras convicciones!

 

Fuente: Encuesta Barómetro de las Américas

https://n.com.do/2019/11/22/mas-del-50-en-rd-ya-no-se-identifica-con-iglesia-catolica-y-el-26-prefiere-la-evangelica/