lunes, 10 de enero de 2022

Enero de 1995, una era espectacular e inolvidable como fanático del béisbol

Conocí dos estadios, y regresé a uno al que no visitaba desde 1979

Por Iván Ottenwalder

Mi vida como aficionado al béisbol ha sido una locura. Un caos que no escapa a las traiciones y reconciliaciones; hartazgos, deseo por lo prohibido; la pena por ver ganar al que nunca o al que menos tiene. Fidelidad no es una palabra que me defina en este ámbito, pero otras como apoyo, pasión y estudio por la historia beisbolera local, sí.

Estadio Cibao
Liceísta desde 1983 al 1986 (primer equipo de mi infancia), aguilucho desde el 86 al 89; de nuevo hincha de los azules entre el 89 al 92, amarillo del 92 al 94; un regreso efímero en apoyo a los Tigres en el 94 y, en el otoño de ese mismo año, de vuelta a la escuadra cibaeña. Ya para el 2006, harto de tanto celebrar, decido dar respaldo a unas Estrellas Orientales que se les negaba el campeonato desde 1968, meta que consiguen en la estación 2018-19. ¿Y después qué? No más Estrellas Orientales, sino Toros del Este, quienes campeonan al año siguiente (2019-20), y no lo niego, aún mi voz interior me pide que les aplauda y vitoree, y eso sigo haciendo. Si en el ayer lejano caí en el pecado de adulterio deportivo, hoy, la historia no ha sido distinta. La manzana prohibida del 86 fue el equipo santiaguense, la última, pero más deliciosa, la de la novena romanense. El apoyo a Macorís del Mar del 2006 al 2019 obedeció más bien a un factor pena, no amor per se.

Enero de 1995, fue una época para jamás olvidar, para tenerla guardada en el baúl de mis recuerdos, y esto, he decidido hacerlo por escrito, fielmente redactado de mi teclado y letras.

Octubre del 94 fue el inicio de la temporada 1994-95. Había iniciado siendo liceísta debido a otra de mis tantas traiciones cuando, en plena serie final en enero de 1994, me cambié del bando aguilucho al del equipo capitalino. ¿Por qué? Simplemente porque vi a los azules tomar la delantera en la gran final 2-1 y tuve la percepción de que estos ganarían la corona. Pues no me equivoqué, los felinos terminaron de llevarse las dos últimas duelas y titularse campeones en la ciudad de Santiago de los Caballeros, en cinco desafíos (4-1). Fue una percepción, nada de base científica, solo un pálpito de esos que uno a veces pega. Además, no quería que mis compañeros de clase, me viesen como un derrotado a quien darle lata. Fui cobarde, traidor y listo. Un ganador sin mérito aprovechándose de una ocasión, de una fobia a la derrota.

Solo duré dos semanas como liceísta en la contienda del 1994-95. Para noviembre, había vuelto, por obra y santa gracia de un arrebato de nostalgia, que no pude contener, a la hinchada amarilla. ¡De nuevo la reconciliación!

La pasión por la escuadra aguilucha, me había llamado, tocando una vez más la puerta de mi corazón. El conjunto de Santiago marchaba bien, vivía una magia; el pitcheo espectacular de un Hipólito Pichardo venido de los Toros del Este y, de Robinson Pérez Checo, enardecían a la fanaticada que copaba los asientos del Estadio Cibao; los largos jonrones de Domingo Martínez (Jugador Más Valioso) y Manny Martínez (Novato del Año), llegados del Escogido a través de un canje por José Lima quien se había enconado hasta la muerte contra la gerencia y afición aguilucha, también enloquecían de emoción a los entusiastas fans cibaeños. Así mismo, ensordecían el estadio y paraban seguidores de las butacas los sencillos, dobletes y tripletes de los estelares Quilvio Veras, Luis Polonia y Stanley Javier. El momento era leyenda y, para diciembre del 94 y enero del 95, una creencia ciega que devendría en campeonato. Paralelamente, en La Romana, los aficionados también vivían su episódico ensueño, su quimera, ya que sus toros habían conquistado la cima en la vuelta regular (29-19), un juego de diferencia frente a sus rivales norteños (28-20). Esas emociones las miraba por televisión, pero algunas las viví en el Estadio Quisqueya cuando las Águilas arribaban a Santo Domingo a enfrentar a Tigres o Leones. Pero yo quería más. Deseaba lo nuevo, lo jamás experimentado, visitar en carne propia el parque de béisbol de mi equipo, allá, en Santiago de los Caballeros. No me perdonaba ser aguilucho sin conocer el Estadio Cibao. Apenas conocía dos estadios: el de Santo Domingo, gracias a don Carlos Luna (EPD), padre de Carlitos y Andrés, amigos de mi infancia que, durante finales de los 80, nos llevaba a presenciar varias partidas del Licey frente a otros oponentes y, el Tetelo Vargas, de San Pedro de Macorís, que visité por última vez en 1979, cuando residía con mi familia en aquella ciudad.

Toros del Este, campeones 1994-95

¿Podrán las fuerzas ocultas del destino conspirar a favor de alguien? Eso debe quedar a criterio de cada quien, pero, lo cierto fue que aquel sueñito se me dio. Se me dio ese y otros que no estaban en mis planes.

Las eliminatorias conocidas como Round Robin habían empezado el lunes 2 de enero del 95. Durante la semana, ya en mi cerebro, venía maquinando el momento adecuado en el que tomaría un bus a Santiago con el objetivo de sentarme por vez primera en una butaca del Estadio Cibao a presenciar a mis Águilas Cibaeñas. Estaba plenamente convencido: lo lograba o lo lograba. Como elemento a mi favor, contaba con el apoyo de mi madre, quien no escatimaría esfuerzos en ayudarme con doscientos pesos, efectivo que me serviría para pagarme el boleto de autobús, la taquilla al estadio y el bus de regreso a Santo Domingo. Me consiguió esa plata el sábado 7 de enero a eso de la una de la tarde. Llamó por teléfono a mi tío Luis Núñez, quien reside en Santiago para informarle “tú sobrino Iván va para allá que se muere por ir al estadio de las Águilas que no lo conoce”. No hubo que decir más nada, tendría techo y comida durante los días que quisiese quedarme alojado en la preciosa metrópolis norteña. Mientras preparaba mi bulto de viajero, mi progenitora me pidió que pasara por la casa de mi padre y le pidiera al menos cien pesos; así podría comprarme cualquier antojito que desease en Santiago. “Dile, que tú vas para Santiago y quieres ir al play de tu equipo, que eso te serviría para el pasaje de ida y vuelta en Terra Bus. Dile, que yo te di el dinero de la taquilla para que veas el juego de las Águilas, de mañana [domingo día 8], que solo te ayude con el pasaje”, me explicó de forma detallada.

Aquel sábado, a eso de las cuatro de la tarde, me personé en el número 13 de la Jesús Salvador, en el barrio Los Maestros, donde vivía mi padre, mi hermano Carlos y su esposa Nelsy. A decir verdad, no sabía por dónde empezar, pero me inflé de coraje y lo hice. “Oye pa, tú sabes que yo no conozco todavía el estadio de las Águilas, ellas juegan mañana en Santiago, ya mami me ayudó con el dinero de la boleta pero quiere que tú me ayudes con el pasaje del autobús. Óyeme, por favor, yo lo que quiero es quitarme esas ganas de encima y conocer el play de las Águilas, dame cien pesos”. No respondió una palabra, me dio la espalda, fue a su dormitorio y, al poco regresó con un billete de cien pesos. Antes de ponerlos en mis manos me dio un fuerte regaño, una severa lección con la intención de crearme sentimientos de culpa. No era nada nuevo, yo estaba acostumbrado y hasta curado de sus duros boches. En esta ocasión me sacó en cara que yo no era muy familiar, que cuando me invitaba a San José a ver a los abuelos siempre me negaba, que solo era un interesado que pensaba en mí mismo, que no quería a nadie y no recuerdo que más. Aquello podría haber sido una verdad a medias que, exagerándola, trataba de convertir en absoluta. Mi instinto, en ese instante, fue apelar al silencio, no fuese que él reculase y no me diera nada.

Foto de archivo del estadio de los Toros del Este.

A las siete de la noche, equipaje en mano y trescientos pesos en el bolsillo, me encontraba en la estación de Terra Bus. Pagué mi boleta, cuarenta pesos en aquella época, y abordé un autocar a Santiago. Dos horas de viaje. Mi tía Mayra, una amiga suya y mi primo Óliver fueron quienes me recogieron al llegar. Eran las 9:25 de la noche. “Mira, tú tío Luis, está con su familia en San José de las Matas, él me dijo que te pasara a buscar cuando llegaras. Él llega mañana del campo. Tú vas a dormir en mi casa hoy. Ya Marisol me dijo que tú quiere ir al juego de las Águilas mañana”, me explicó Mayra. Caminamos desde la terminal de Terra Bus hasta el Cerve Frank, antiguo centro cervecero situado en la avenida Las Carreras cuyo propietario, era mi tío Franklin Núñez, esposo de Mayra, ambos, padres de Óliver y Michelle.

Aquella noche dormí en el apartamento de mis tíos Franklin y Mayra, una vivienda ubicada en el sector Yapur Dumit, que había logrado adquirir mi tía, durante el gobierno de aquel entonces encabezado por el reformista Joaquín Balaguer.

La tarde del juego

La mañana del domingo 8 de enero me las pasé con mis primos Óliver y Alfonso. Platicábamos con amistades cercanas al Cerve Frank. Aproveché para tomarme par de cervecitas Presidente, de esas a la que los dominicanos llamamos “pequeñas”.

A eso de las 12:30 p.m. almorcé junto a mis primos en la antigua casa de madera techada de zinc que también pertenecía a los padres de Óliver pero que meses más tarde se desharían de esta en busca de efectivo monetario.

El partido de pelota empezaría a las cuatro de la tarde, de modo que a las tres arrancamos Alfonso, Óliver y yo en carro público hacia el Estadio Cibao, ése que estaba tan deseoso de conocer para ver allí jugar a mis Águilas Cibaeñas. Mis primos, quisieron acompañarme en una fecha tan especial en la que haría historia.

Conseguimos tres boletas en la zona de preferencia, a 35 pesos cada una. El contendor de mi equipo serían los Toros del Este, asombrosa escuadra que, durante la serie regular, que la ganaron, venía sacándole pecho al team cibaeño.

Aquellos Toros, de 1994-95, se dieron a respetar con envalentonada bravura; le pusieron alma a cada desafío cual si fuese el último; se parecían a los legendarios e inolvidables Mets de New York del 86. Andújar Cedeño, Domingo Cedeño, Jovino Carvajal, Julián Yan, Rafael Bournigal, Esteban Beltré (bateadores criollos); Todd Hollandsworth y Jerry Brooks (bateadores importados); los pitchers nativos Rafael Alfonseca, José Ventura y José Canó y los estadounidenses Jason Brosnan y Rudy Seanez, parecían sacados de un universo paralelo, de una galaxia aún no descubierta. Fueron esos taurinos quienes reventaron al pitcheo abridor de las Águilas la tarde del 8 de enero. Antes de la quinta entrada ya comandaban tres a nada, silenciando a los aficionados amarillos, entre los que nos encontrábamos Alfonso y yo, pues Óliver era liceísta. Los dueños de casa hicieron una y descontaron 3-1, pero de poco sirvió, pues los cañeros se alejaron poco a poco, 4 a 1 y 5 a 1.  La batalla culminó 5 a 2 en favor de los Toros. Mi primera visita al parque Cibao resultó en derrota para las Águilas y, de paso, para mí.

Finalizado el duelo retornamos al Cerve Frank. Allá me esperaba mi tío Luis Núñez. Me fui con él a su casa. Me esperaban mis otros primos Alejandro, Luis Emilio, Emilia María, así como mi tía Yolanda. Mi madre me telefoneó para saber cómo estaba. “Pues ya ves que he llegado derrotado, los Toros nos han ganado”. Ella soltó una carcajada. Le pedí que me dejara quedar otro día más y regresar el martes. El lunes 9 las Águilas se enfrentarían al Escogido y contaba con la esperanza de que ganaran ese partido nocturno. Ella me concedió la petición. ¡Arreglado el asunto!

No quería regresarme del todo vencido a Santo Domingo, además hacía ratos que había terminado la escuela y recibido el diploma de bachiller en ciencias y letras. Estaba sin ocupación, sin nada que hacer. ¡Qué más daba!

El combate del lunes 9 inició a las 8:00 p.m.; los Leones del Escogido, conjunto capitalino, los oponentes. Estuve allí con Óliver y el tío Franklin, su padre, quien nos llevó a presenciar ese juego.

Para mi fortuna, las Águilas ganaron, seis vueltas a dos. No había más que decir, ni razones para la queja, me volvería a Santo Domingo empatado, con 1 y 1.

Regresé a la Ciudad Capital, tal como estaba previsto, el martes 10, ocurriese lo que ocurriese. ¡Menos mal que no retorné con 0 – 2, sino con 1 – 1! Cero hubiese sido peor.

De vuelta al Tetelo Vargas, 16 años después

Todo fue tan repentino el miércoles 18 de enero. Estuve a eso de las cuatro de la tarde en la Veterinaria del Norte, donde mi madre era gerente de aquella empresa de productos y accesorios para animales. La tienda principal estaba situada en Santiago de los Caballeros, mientras la sucursal, aquella gerenciada por mi mamá, en Santo Domingo de Guzmán. Esa tarde, mientras checaba la cartelera de los partidos leyendo el Última Hora, famoso vespertino dominicano que ya no existe, pues desapareció entrado el siglo XXI, vi que las Águilas jugarían en San Pedro de Macorís, a las ocho de la noche, frente a los locales Estrellas Orientales. Se me dio con coger para allá. ¡De nuevo a platicar con mami! Ella llamó a mi madrina Reina, quien residía allá y le contó de mi afán de ir al juego de béisbol a ver a las Águilas. El sí fue ipso facto “cuando él quiera comadre, está es su casa, dígale a mi ahijado que cuando él quiera. Yo lo llevo al estadio y le digo a una de mis amistades que lo recoja al finalizar”.

Tras la aprobación de madrina y, por supuesto, de una aguilucha como la mujer que me trajo a la vida, difícilmente recibiría una negativa como respuesta. Aproveché para ir al apartamento, donde vivíamos alquilados mi madre y yo, y allí preparar un bulto de viaje con ropa para apenas de un día. A las seis y treinta ya estaba de nuevo en la veterinaria, me despedí de mi progenitora y le choqué los cinco a José Luis Monegro, empleado del área de almacén y furibundo aguilucho, quien me deseó buena suerte y no dejar perder al equipo. “Hey, Hámele mucha bulla a eso peloteros, no deje que me les ganen”, me encomendó como tarea, independientemente de que yo no era jugador.

Faltando poco para las siete de la noche abordé un pequeño bus con aire acondicionado en ruta a la Sultana del Este, nombre como también se le conoce a San Pedro de Macorís. 45 minutos aproximadamente duró el viaje a través de la autopista Las Américas. Eran las 7:35 cuando arribé a San Pedro. Una vez en casa de mi madrina platiqué unos breves minutos con Longinos Blanco, su marido, así como con Argimiro, el hijo mayor de ese matrimonio. Madrina me llevó en su coche Mitsubishi Lancer del año 81 al Tetelo Vargas, estadio de las Estrellas Orientales inaugurado en 1959 en la postrimería de la tiranía de Rafael Leónidas Trujillo. Pude conseguir una boleta a 40 pesos, equivalente a un asiento en el área de preferencia. La batalla entre amarillos y verdes, arrancó alrededor de las 8:10 de la noche. El parque de béisbol aún no estaba lleno, pero lo estaría 20 minutos después. Los locales anotaron primero, apenas una en un primer episodio que parecía iban a conseguir más; las Águilas produjeron el empate por culpa de una mala jugada defensiva. Luego, casi en el sexto episodio, el chaparrón, un aguacero corto de no más de 15 minutos. Hubo entonces que retirar la lona del terreno del cuadro interior, después rociar tierra seca sobre las áreas que habían quedado más humedecidas y, finalmente, el trazado de las líneas de cal correspondientes. Una vez retomada la continuación del juego, los paquidermos se fueron otra vez arriba (2-1), pero luego, y de nuevo por obra y desgracia de la mala defensa, los norteños igualaron (2-2) y, más tarde, con sencillo remolcador de Luis Polonia, un diminuto al que apodaban la hormiga atómica y que solía ser un castigo para lanzador cualquiera, produjo la carrera de la delantera (3-2). Los de Santiago de los Caballeros, con buen relevo de pitcheo y, conservando ese tres a dos, se llevaron la victoria en patio ajeno.

De Windt, un fanático estrellista quien, al igual que yo había presenciado la partida, me dio un aventón, en su vieja furgoneta, hasta la vivienda de mi madrina, en la calle Manuel Richiez. Este petromacorisano era un amigo entrañable de aquella mujer que, en 1975, decidió ser mi valedora bautismal.

Aquella noche dormí bien, sobre todo feliz por la victoria. A la mañana siguiente, 19 de enero, tras mis aseos personales e ingesta del desayuno, madrina me llevó a casa del doctor Alfonso Perozo (EPD), mi padrino, a quien no veía desde hacía unos cuantos añitos. Conversamos con él y su señora por alrededor de media hora. Me regaló 100 pesos ya ante de irnos. De regreso en casa de madrina. Hora de almuerzo. Apetitosos los alimentos. Eché una pequeña siesta de 20 minutos. Finalmente, a eso de la 1:30 p.m., me ha llevado en su coche a la parada de buses de Astrapú. Allí compré la boleta y abordé la guagua en dirección a Santo Domingo. Llegué a la capital en 45 minutos.

Otra vez en Santiago de los Caballeros

El 24 de enero de 1995 sería la fecha de arranque de la gran final. Los contendores que se ganaron en buena lid ese derecho, Águilas Cibaeñas y Toros del Este, disputarían en una serie al mejor de 7-4, la copa de campeones nacionales.

Aquella mañana preparé una muda de ropa por dos días, ya que los primeros dos desafíos, serian jugados en Santiago. De más está decir que fue mi madre quien me consiguió la plata para mi estadía en la preciosa ciudad monumental.

Realicé el viaje a bordo de un bus de Transporte Espinal. Llegué a Santiago alrededor de la once de la mañana. Pedí la parada en la avenida Estrella Sadhala y, con mi bolso a cuesta, tomé un carro público, no recuerdo la letra de ruta del vehículo, pero, lo cierto fue, que me depositó próximo al Cerve Frank, en Las Carreras. Saludé a Mayra y a Franklin y, tras dejar mi bolso en la antigua casa de madera y techo de zinc, caminé hasta la tienda Yoli Mary, propiedad de Luis y Yolanda. Allí almorcé y me quedé nomás que platicando con Óliver y Alfonso, mis primos, quienes se apersonaron cerca de la una de la tarde. Mi tío Luis había acordado con un amigo para que me vendiera una boleta del partido en la zona de palco. El señor aquel pasó en una camioneta como a las 3:00 p.m. “¿Tú ere el sobrino de Luis?”, me preguntó. Tras responder afirmativamente me mostró un boleto y dijo “son cien pesos. Es una buena, en área de palco, de las mejores”. Saqué el billete de mi billetera y le pagué. “Okey cuídate, vamo a ganá hoy”, se despidió, aceleró su pequeña furgoneta y se marchó.

Ya a las siete de la noche, una hora antes del juego, detuve un concho, con destino al Estadio Cibao, con la intención de ver a las Águilas ganar. Arribé al estadio a eso de las 7:20 p.m. Sentado en mi asiento miraba a los jugadores de los Toros del Este practicar; los locales ya lo habían hecho hacía ratos, según me contó un aficionado a mi lado. Poco después, se produjo una entrega de premios. Domingo Martínez, “El oso mayor”, como lo había definido el legendario narrador, Rafael -Papi – Pimentel, recibía la placa que le acreditaba como el jugador más valioso de la serie regular. Martínez, vendría a ser la versión del jonronero grandes ligas Cecil Fielder, pero en la pelota criolla. De tez mulata y cuerpo de mastodonte, aquel jugador aguilucho había disparado 11 jonrones, disparado 51 hits, remolcado 40 carreras y bateado para .331 de promedio. Una soberbia campaña, sin discusión alguna; ahora, el destino le llamaría, para demostrar su poderosa valía en una gran final. ¿Lo demostraría?

En el arranque de ese partido las Águilas picaron al frente en el mismo primer episodio con dos carreras; marcarían otra en el segundo para liderar 3 a 0. La ofensiva amarilla había iniciado bien, atacando sin piedad al lanzador taurino Jason Brosnan. En el Estadio Cibao, con muy buena asistencia, pero no abarrotado, el público era un estallido de alegría. El serpentinero Hipólito Pichardo mantenía el juego bajo control hasta el segundo inning, retirando sin dificultad a sus rivales, y daba la impresión que iba por más. Su brillantez fue efímera. En el inicio del tercer capítulo Domingo Cedeño descontaba (1-3) con imparable, el flaco de Jovino Carvajal, traído al mundo y venido al béisbol para escasos momentos de grandeza, produjo la igualada (3-3) con triple entre los jardines derecho y central mientras Todd Hollandsworth la delantera (4-3) con línea soberbia al rightfield. Han explotado al mejor lanzador de las Águilas durante la vuelta regular y la fanaticada enmudece, pero retornarían a la felicidad en el cierre de esa entrada cuando Alex Arias y Félix Fermín, con sendos sencillos remolcadores, pongan a los dueños de casa arriba, 5-4. En el séptimo acto llegó de nuevo el empate (5-5) y en el octavo, el descontento. Todo por culpa de un Esteban Beltré (antiguo aguilucho) que le conectó cuadrangular por el izquierdo con dos hombres abordo a un Ramón Arturo Peña en decadencia, que no era espejo de años anteriores. La pizarra marcaba el ocho a cinco en favor de los romanenses. No se trataba de una película de ficción, sino del empuje y las agallas de unos toros dispuestos a casarse con la gloria, una escuadra que, desde 1990-91 venían clasificándose sin interrupción, dando un extra de superación cada temporada siguiente, mostrando bravura a los legendarios de siempre (Licey, Escogido, Águilas y Estrellas), perdiendo siempre pero echando el pleito hasta la muerte. Ahora, solo añoraban una cosa: la redención.

A las Águilas se les ha agotado la ofensiva, no anotan desde el tercero; para desgracia mayor los bovinos les han marcado otra, esta por largo vuelacerca de Jerry Brooks, tan largo que ha volado todo el bleacher del jardín izquierdo. El 9-5, ya luce cuesta arriba para los de casa. Se han quedado alicortos en su última oportunidad y caen abatidos. La victoria ha sido de los visitantes y han picado delante en esta gran final (1-0).

Salgo del estadio y ubico un carro público, lo abordo y este me deja en Las Carreras, cercano a la casa de madera de Mayra y Franklin. He dormido esa noche en esa pequeña morada.

Miércoles 25

En el juego anterior, el de la derrota 9 por 5, los cibaeños habían pegado 9 hits, ninguno de Domingo Martínez, de quien se tiene grandes expectativas.

La mañana del miércoles 25 amaneció un poco lluviosa. Las aguas arreciarían horas más tarde; esto, en nada me afectó. Pude desayunar y salir a caminar hasta la Yoli Mary. Leí la prensa y luego platiqué buen rato con mi tío Luis sobre actualidad política y el revés aguilucho en el primer choque de la final.

Almorcé [a las 12:30 p.m.]  y eché una pequeña caminata por la calle El Sol. Cerca de la 1:30 de la tarde empezó el fuerte aguacero y me regresé a la tienda. Recuerdo que por casi cuatro horas los chubascos iban y venían, todo dentro de una intermitencia agobiante. Ya pasada las seis las aguas cesaron pero la temperatura se tornó húmeda y algo fría. Se tuvo dudas al principio, y esto según los comentaristas de radio sobre la posibilidad del segundo partido de la serie final, pero, finalmente, se determinó, ya para las siete, que sí era viable la realización del desafío.

Llegué al estadio a las 7:40 de la noche. En carro público como la noche anterior. El terrero, estaba muy húmedo, y se notaba que algunas zonas del cuadro interior habían sido fuertemente trabajadas por el personal de terrero, quienes esparcieron grandes cantidades de abono para secarlas lo mejor posible.

El duelo inició a las ocho.  Los jugadores de las Águilas salieron al terreno de juego vestidos todos con una chaqueta color negra por encima de la franela. La asistencia de público, a mi simple vista, muy inferior con relación a la noche anterior. Los visitantes, marcaron una anotación en el cuarto capítulo, y otra en el quinto. La afición amarilla comenzaba a temer, hubo caras de silencio y disgusto a la redonda del parque beisbolero. Todo cambió en el cierre de la quinta, cuando los dueños de casa anotaron tres vueltas y tomaron la cima 3-2. En el octavo vino la igualada con sencillo remolcador del inspirado Todd Hollandsworth. La batalla, se extendió a extra innings, y fue en el undécimo cuando, los norteños, pudieron finalmente llevarse la victoria (4-3), gracias a un hit, por encima de la raya de primera base salido del bate de Manny Martínez, que remolcó a Félix Fermín. El héroe del triunfo, había sido elegido Novato del Año de la serie regular. También lo fue Robinson Pérez Checo, lanzador, que entró a lanzar en el octavo y pudo sofocar un amague de los Toros. El serpentinero duró hasta la décimo primera entrada, manteniendo dormida a la ofensiva taurina.

Salí del parque, abordé un concho hasta el Cerve Frank y allí me esperó Luis Núñez. Nos fuimos a su casa, en aquel entonces ubicada en la urbanización Llanos de Gurabo. Allí pasé la noche. Al día siguiente, por la mañana, y feliz por la victoria aguilucha, me regresé en bus a Santo Domingo. Feliz porque al menos mi equipo igualaba la serie. ¿Y qué del jonronero MVP? ¿Quién, Domingo Martínez? Nada. Se fue en blanco otra vez.

La serie final continuó, pero ahora con dos partidos en La Romana, los días jueves 26 y viernes 27. Los Toros, como dueños de casa ganaron esos dos desafíos, el primero por la vía del 1-0, donde ambos equipos dieron una muestra de exquisito pitcheo, siendo el batazo ganador un cuadrangular de Julián Yan en la octava entrada. El segundo, un combate de mucha ofensiva que culminó 8-6. En aquel los bates de Todd Hollandsworth, Domingo Cedeño, Jovino Carvajal así como el de Julián Yan, quien volvió a jonronear, hicieron añicos a los lanzadores visitantes. La serie se colocaba 3 -1 en favor de la escuadra del este. Por otra parte, el mastodonte Martínez seguía sin producir; los pitchers taurinos lo tenían controlado, negándole buenos lanzamientos, algo muy parecido a lo sufrido por Barry Bonds, en las eliminatorias de la Liga Nacional de 1991 y 1992, y su ansiedad, frente a los serpentineros todos estelares de los Bravos de Atlanta.

El sueño romanense, del primer campeonato, ya estaba a la vuelta de la esquina.

Otra vez a Santiago

Nunca tendré razones para quejarme de la temporada 1994-95. Soñaba conocer el Estadio Cibao, y lo conseguí a lo grande. El sábado 28 de enero, por razones laborales, mi madre tenía que viajar a Santiago de los Caballeros a la tienda principal de la Veterinaria del Norte. Nos fuimos en aquella guagua de carga que la empresa le había asignado par de años atrás. Alcides Brito, uno de los chóferes de la empresa, condujo los más de 150 kilómetros hasta la provincia cibaeña.

Ese sábado no habría partido en la serie final, ya que era libre para ambas escuadras. La tarde de aquel día, mi madre y yo nos hospedamos en casa de Genara y Nelson, una vivienda alquilada, de un solo piso, localizada cerca del Yaque del Norte, principal río de Santiago.

Mi madre se regresó a Santo Domingo la mañana del domingo 29. Yo decidí quedarme para ir al partido de la tarde, el quinto de la serie final. Ella, antes de marcharse, me había dejado algo de dinero para ello.

A las cuatro de la tarde, de ese domingo 29, empezó el quinto partido. El parque de béisbol estaba repleto de público. De La Romana arribaron en buses numerosos hinchas con la esperanza de ver coronar a su equipo en la casa ajena. Yo, conseguí asiento en la zona del grand stand de la derecha. Alfonso y Óliver, mis primos, me acompañaron esa tarde.

En la primera entrada, frente a Hipólito Pichardo, abridor de las Águilas, los visitantes tomaron el comando con dos anotaciones. En la tercera, mediante largo batazo de Félix Fermín que pegó en la pared y trajo dos para el plato, los locales igualaban el score (2-2). Los fanáticos cibaeños aún mantenían las esperanzas de un mañana en vez de que su equipo muriera esa tarde. Los jugadores visitantes, no pensaban igual, yéndose al frente (3-2) en el inicio de la quinta. El dirigente de los norteños, Miguel Diloné, trajo a lanzar a Robinson Pérez Checo, quien en lo adelante, puso freno a los intentos de los Toros de ir a por más. En el cierre del quinto capítulo, las Águilas, con sencillo remolcador del veterano Stanley Javier, consiguieron de nuevo la igualada (3-3) y, en la sexta, con batazo mal conectado de Alex Arias, un globo inalcanzable, para el segunda base y jardinero central de los Toros, empujó la de la ventaja (4-3).

El relevista Pérez Checo se ocupó de preservar la ventaja y llevarse la victoria (4 a 3) por los amarillos. El playoff se ponía 3-2 aún a favor de los de La Romana. El toletero Domingo Martínez, de nuevo alicorto, volvió a ser la decepción. De su bate no salía ni el más mísero hit.

Lunes 30, fecha sorpresa

El domingo 29 dormí de nuevo en casa de Nelson y Genara, padres de Alfonso. Tras levantarme en la mañana del lunes 30 y comer mi desayuno, ha sonado el teléfono. Mi tía Genara lo contesta y me lo pasa: “es para ti, es Mayra”. Tomo el auricular y escucho. Mayra me cuenta que mi madre quiere que me regrese a la capital, que el camión de la Veterinaria del Norte me pasaría a recoger en dos horas. Le respondo a esta que me quiero quedar en Santiago hasta mañana (martes 31), ya que era probable, de que las Águilas ganaran en La Romana esta noche y provocaran el séptimo decisivo al otro día. “Pue mira, tu mamá te va a llamá en un rato, ella dice que tú tiene que volvé a la capital”. Ahí quedó todo en cuanto a la misión de mi tía Mayra. Veinte minutos más tarde ha telefoneado mi madre. Me ha pedido encarecidamente que regrese en el camión a la capital. Le he dicho que me quiero quedar, “si las Águilas ganan hoy, en La Romana, la serie se empata, y habrá séptimo juego acá mañana. Ma, por favor, yo no quiero perder esa oportunidad”. Ella insiste y me garantiza que en caso de que haya séptimo juego me permitirá regresar a Santiago para verlo. En cambio, yo trato de convencerla de que quedándome el lunes en Santiago y regresando, según mis hipotéticos cálculos, el miércoles temprano, le ahorraría el tener que darme más dinero. Claro está, para que esto ocurriese, tendría que ganar mi equipo, el lunes en la casa contraria, y regresar, para el decisivo duelo, el martes 31, no importando quien saliera victorioso en este último. Mi progenitora cedió, no por convicción, sino porque consideraba inútil seguir discutiendo conmigo.

A las 10 de la mañana, tomé un carro público hacia la Yoli Mary. Allá me encontré con mi tío Luis leyendo el periódico. Tras conversar un poco sobre la victoria de las Águilas el día anterior me asalta con una invitación: viajar a La Romana, al Estadio Francisco Micheli, a ver sexto juego de la final. Me explica que el tour cuesta 350 pesos por persona y los buses saldrán a la una de la tarde. Le contesto que apenas poseo doscientos pesos, lo suficiente para el juego del martes, en caso que lo haya y el pasaje de regreso a Santo Domingo el miércoles. Me dice que descuide, que él me paga el asunto y luego se entiende con mi madre cuando vaya a Santo Domingo. No hubo mejor oferta que esa. Acepté sin vacilar. Ya era mucho lo conseguido en el 95: conocer el estadio de mi equipo, incluyendo los partidos de la final disputados en éste; haber vuelto al Tetelo Vargas (de San Pedro de Macorís) tras 16 años y, para gracia mayor, conocer otro estadio que no estaba en mis planes. Esto era como recibir un regalo inalcanzable, no pedido a Santa Claus. Y a un regalo así, jamás, y menos en esa coyuntura, le diría que no.

A las 12:30 de la tarde, mi tío y yo nos dirigimos a la zona monumental, donde posa el Monumento a los Héroes del 30 de mayo, arquitectura levantada durante la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo. Allá, sobre una calle colindante, se hallaban estacionados tres autocares. Abordamos uno. Mi tío pagó los 750 pesos. Ese monto nos garantizaba el traslado ida y vuelta, dos buenos asientos en la zona de palco para el sexto juego en el Francisco Micheli así como un refrigerio pero solo en el trayecto de ida.

El bus arrancó a la una y treinta de la tarde. El tránsito en la autopista Duarte, al principio bien fluido; luego se tornaba denso. En situaciones normales un viaje de Santiago a La Romana en aquel tiempo podía tardar cerca de cuatro horas y media, pero dado el congestionamiento aquella tarde, la duración excedería esa estimación de forma considerable. A las cinco pasábamos por Santo Domingo rumbo hacia la autopista Las Américas. Tardamos una hora y media, por culpa de los tapones, en llegar a San Pedro de Macorís. Siendo las 6:30 p.m., miraba por la ventanilla, como algunos habitantes nos miraban con cierto desprecio, con un dejo de odio perceptible en sus rostros. Menos mal que los buses que venían desde Santiago apenas iban de paso por ese pueblo, sin realizar la más mínima parada, pues, en caso contrario, hubiésemos estado en problemas. Y es que existía una especie de odio jurado, más bien histórico, por parte de los petromacorisanos, mayoritariamente hinchas de las Estrellas Orientales, quienes jamás le perdonaban a las Águilas Cibaeñas haberles derrotado en las series finales del 75 y 87, aplastándoles y campeonando en su propio territorio. Al menos en materia beisbolera, y siempre contra los fans de las Águilas, la palabra perdón jamás gravitaría en el cerebro de los estrellistas de Macorís del Mar.  Ellos, de seguro, deseaban ahora nuestro mal en La Romana.

Tomamos la carretera en ruta a La Romana, el destino final. Una hora nos tomó este último tramo, llegando a las 7:30 p.m. El bus aparcó en la zona de aparcamiento del estadio de los Toros del Este. Lo mismo hicieron los otros dos que nos seguían.

Al desmontarnos todo sería fácil. Nuestras boletas para el partido estaban bajo estricto resguardo en el área de boletería. Todo era cuestión de que un representante nuestro se apersonara y las retirara. Nada de caos. Al poco rato, entramos al estadio y ubicamos nuestros asientos en palco.

Atestado de público se hallaba todo el Francisco Micheli cuando el partido dio inicio. Eran las ocho de la noche. Por las Águilas lanzaba un importado apellidado Keyser; por los Toros el criollo Antonio Alfonseca. Los cibaeños, antes del quinto amagaron en dos ocasiones con anotar, no lo consiguieron, amén de haber colocado corredores en tercera y segunda con menos de dos outs. Los Toros, tomaron la ventaja en el quinto (1-0) gracias a sencillo remolcador de Domingo Cedeño al jardín derecho. El público, mayormente taurino, enloquecía de euforia. El esfuerzo de todo un año querían verlo recompensado con el primer campeonato, esa corona que colocaría a su equipo en la historia de los ganadores, en el listado de los conjuntos campeones del béisbol local.

Tres episodios después los dueños de casa anotaron una más, cortesía de un largo doblete remolcador del estadounidense Jerry Brooks. El uno a cero se convertía en dos a cero (2-0) y a las Águilas Cibaeñas, escuadra de larga historia beisbolística, les quedaría una sola oportunidad. Tendrían la posibilidad de: empatar, tomar la delantera o, en el peor de casos, y parecía inminente, hacer nada y caer derrotados. Para la decepción de los aguiluchos que hicimos el viaje desde Santiago, ocurrió lo último. El relevista importado Williams se ocupó de retirar en cadena a los tres bateadores del noveno aguilucho, siendo Félix Fermín el último out con rolata al torpedero, quien lanzó a primera y lo sacó fuera. Los aficionados, se tiraron al terreno de juego; aquello era el pandemonio, el más ensordecedor de los ruidos jamás oído en La Romana en toda la historia; la más difícil, e imposible de las odiseas, se había hecho posible; el sueño, ya no era sueño, sino realidad.

Eran más de las once de la noche. A mi alrededor hubo fanáticos jubilosos. Les felicité y estreché la mano a varios de ellos. Mi tío y yo nos marchamos, salimos del parque y abordamos nuestro autocar. La noche estaba fría, pero la zona de parqueo, y todo el pueblo de La Romana, eran un hervidero de emociones …también de euforia incontrolable.

Mientras nuestro autobús empezaba a rodar, una multitud de ganadores nos abucheaba al salir. No podíamos hacer nada, solo apelar al silencio y tomar carretera, rumbo a nuestro Santiago de los Caballeros. Más de cuatro horas de viaje, vencidos. Me dormí en mi asiento. Como a las 3:15 de la madrugada llegamos a Santiago. En el área monumental nos quedamos. Mi tío llamó por celular a un taxista. Este llegó en tres minutos. Abordamos el auto. Conversamos, en el trayecto hacia Llanos de Gurabo, de la derrota, del papelón de Domingo Martínez. El chófer quiso saber si llegó a dar al menos un hit. “UNO SOLO”, respondió incomodo mi tío. “¡Un solo hit el cuarto bate!” “¡Uno solo!” “¡Qué vergüenza!”, eran las exclamaciones de asombro del taxista, quien no tenía un dejo del acento cibaeño. Luego agregó: “Domingo Martínez utilizó mis servicios varias veces esta temporada. Era uno de mis clientes fijos. ¡Qué vergüenza hombre, un solo hit de quien se esperaba iba a acabar en esta final!”.

Finalmente llegamos a la casa de mi tío. Yolanda, su esposa, nos esperaba despierta. Nada más entrar, busqué la habitación, y me eché en la cama por tres horas. Al despertar, poco antes de las siete de la mañana, me aseé y luego desayuné. Arreglé mi bulto de viajero y, a eso de las 8:00 a.m. mi tío me dejó en la estación de Autobuses Metro. Compré mi boleto de regreso a Santo Domingo. Abordé el bus. Al poco instante este se puso en marcha. Mientras me alejaba de la ciudad reflexionaba. No había razones para la queja. Me sentía agradecido de la soberbia temporada de mi equipo, aunque se perdiera la gran final. Agradecido mil veces me sentía, sabía en mi interior, que los campeonatos llegarían años después. Estaba confiado, seguro que en esta vida los episodios eran cíclicos. En todo estaba lo cíclico, en política, béisbol o cualquier otro deporte, en los desastres naturales, en todo. Un nuevo mañana siempre vería la luz.

Agradecimiento:

A mi estimado colega de la crónica beisbolera Tony Piña Cámpora, quien me auxilió con informaciones de los box scores de los seis juegos de la final de 1994-95.

sábado, 6 de noviembre de 2021

Un 18 de septiembre que no estaba por scrabble y gané los matches

De nuevo, tal como en la primera partida, los cambios de fichas fueron la clave para mi victoria. De las cinco ocasiones en que intercambié letras con el bolso, este terminó siendo generoso otorgándome las apropiadas para bonificar.

Por Iván Ottenwalder

El 18 de septiembre fue sábado. No estaba en planes de salir ni gastar dinero, pues, a mi juicio, ya había consumido bastante con mi tarjeta de crédito, razón por la que preferí el comedimiento hasta que llegase la fecha de mi paga laboral. Firme y decido me encontraba aquella mañana, al menos hasta las diez. Entonces, no recuerdo ahora el motivo por el que le dejé una nota de voz a Guillermo Bodden por WhatsApp, qué pregunta le hice, no me acuerdo sobre qué. Lo cierto fue que, una vez respondida y ya decido a no preguntarle más por ese día, me suena una notificación al celular. Era él, para invitarme a que nos juntáramos en el área de comedor de La Sirena a jugar scrabble por la tarde. Le he dicho que prefería no salir, ya que, había gastado mucha plata, y no quería seguir incurriendo en gastos hasta la fecha de cobro. Ha insistido y me pide que me olvide del dinero, que él me pagaría lo que desease consumir y hasta los taxis. Vacilé, pero después le acepté la propuesta: “De acuerdo, pero solo me pagarás el taxi de regreso, para la ida, me voy en carros públicos”.

Acordamos que nos juntaríamos a las tres y media de la tarde, de modo que almorcé en casa a la una, y así tuve margen para la digestión.

La llegada

Al desmontarme del ultimo carro público, ya en la avenida Churchill frente al mall de La Sirena, mientras cruzaba esa vía pública, observé como un grupo de personas, pobretones de distintas edades y con camisetas verdes, avanzaban de sur a norte. Varios, portaban cartelones y otros entregaban brochures. Pertenecían a una fundación opuesta al suicidio. Lo averigüé al preguntarle a uno de sus integrantes, quien se dispuso a entregarme uno de esos impresos satinados y a color. “Vale, gracias señor”, le dije sin aceptar el obsequio.

Ya dentro de la gran tienda me dirigí al área de comida, donde Guillermo me espera sentado frente a una de las tantas mesas. Acomodé mi bolso ecológico y saqué la caja de juego. Le pedí a mi amigo que me invitase una botella de agua, pues estaba sediento. Me regaló primero 200 pesos para que me comprase cualquier otra cosa.

Me dirigí a un diminuto cafetín y le pregunté a una dependienta por el precio de una botella de agua. “Veinte pesos señor”, me contestó la empleada de tez mulata y le pedí una. Le muestro un billete de 100 pesos, lo acepta y busca el devuelto en la caja donde reposan todas las papeletas y monedas metálicas. Noto que tarda unos valiosos segundos, treinta, cuarenta, luego más de un minuto reuniendo mi devuelta: 80 monedas de un peso, y es que no tenía de otra. No pudo hacer más, solo devolverme el cambio como manda la honradez. Dinero al fin, lo recibí de buen agrado.

Retorno a la mesa que, junto a mi rival ya habíamos apartado. La limpiamos un poco para luego preparar el tablero, atriles y bolsa de fichas. La primera de las batallas, sin más tiempo que perder, lista para empezar.

Primer match

Con PLATEES de 74 tantos arrancó el duelo y mi primera ventaja. Guillermo responde con ESTACIÓN de 89 y toma el comando. Lo recupero con LLE (34) e HITO (15) 123 – 89. Lo mantengo con ALUDIDAS (80), 203 – 106. ESPESAD (79) y AROIDEO (71) ubican de nuevo al frente a mi rival (256 – 203), pero este pierde la cima con mi RACIONEN (77), gracias, especialmente, a dos comodines, que me cayeron del bolso en el cambio de letras anterior. Ahora el asunto se ponía 280 a 256. Poco después ATURRAN (26) le devolvían el timón (296 – 280). Pero mis bonus seguían cayendo. Vino MOCEARE (79) a devolverme el mando una vez más (359 – 296). Tres turnos después, por el DUX (33) y CHATERA (40), me afianzaba 432 – 362. La FE (13) de mi oponente en un ZAR (36) lo acercó 411 – 432. Un GIN válido para 18 me sostiene arriba, 450 – 411 pero ANÁLOGO, de 23, otra vez lo coloca en pelea (434 – 450).


Ha llegado la recta final y he de jugar con cuidado. Cuelgo UBE (16) y él yerra con una palabra inexistente. Le ha salido caro la pifia pues me deshago de la Ñ escribiendo ÑO (36) en zona triplera superior derecha. La anotación navega a mi favor, 502 – 434. ¡Convincente!

Mi oponente vuelve y se equivoca. ESPESADOS (14) ya es el golpe de gracia que le inflijo, sabe que no tiene opciones. Juega BEBA de solo 8; yo DO de 5 y él ANEA de 15. La duela marcha 521 – 457 y termino de liquidarla con CE (4). Sumo un punto de su resta y gano, 526 a 456.

Dónde gané la partida

Apostando a los cambios de fichas, cuatro en total, en los momentos adecuados. En tres de ellos, el azar de la bolsa me premió con buenas letras, las cuales pude convertir en jugadas de mucho puntaje, dos scrabbles y dos formaciones cortas de buena suma. De mucha valía también fue mi cuarto cambio, ya en recta final, pues conseguí equilibrar mejor el atril, y de paso, pillar la última de las duras que quedaban, la Ñ, cuyo valor es 8 tantos y pude optimizar con el ÑO de 36, también determinante para mi triunfo.

Segundo match

Mi oponente picó delante, dispuesto a vengar la derrotada anterior. Con buenas opciones como LUNARES (71), y ENLUTADA (70) previo a dos cambios, estuvo al frente 159 – 58. Más tarde, jugadas nada despreciables como HER (27), AHÓ (18) y PAR (14) lo acomodaban 218 – 120. Aún la partida era joven y mi atril llegaría a mejorar. EMANASE (66), FAX (26) y COLARÍAN (78) me ponían en pelea; GRIAL (14), CEJES (42) y LUZ (30) lo sostenían en el marcador (304-290). Poco a poco rozaba la recta final, el momento de las verdades y pocos márgenes para los errores. 357-326, 360-326, 360-332, 371-332, 387-332, siempre él manteniendo el comando y ambos enfrascados en jugadas cautelosas bajo el temor de quedar con la Q y no poder soltarla.

En lo que sería mi penúltimo turno hallé las letras para dar vuelta al score, ubicando la línea y colgando la palabra ACUESTE (69). Sorprendentemente, y de sorpresas está llena la vida y el scrabble, me vi liderando 401-387. Guillermo encontró los GAPS, válidos para 22 tantos y recuperar el control (409-401). De nuevo mi oportunidad. Mi atril era un dilema. Tenía la Q, la última U, la RR, la B e I. Cinco letras, pero entre la Q y la RR me veía obligado a sacrificar una de las dos. Si colocaba una la otra moría, deshacerme de ambas era un imposible absoluto. Opté por jugar la RR junto a la U y B. Visualicé una A de puente, que había sido jugada por Guillermo en su GAPS anterior y puse una BURRA de 21. Retomé la cima (422-409), obvio que para nada, pues, mi adversario, jugando sus tres últimas (A, A, I) solo necesitó de un pírrico CAÍA de 7 puntos para liquidar el desafío. La opción lo situó en 416 y, sumándose mi descuento de seis, se llevó los honores por 422 a 416.

Tercer match

En el último de los combates dominé de principio a fin, no sin llevarme algunos sustos ocasionales. En los primeros cuatro turnos comandaba 136 – 131, siendo HOQUE (32) y ASADORAS (86) mis mejores puntajes, mientras los de mi rival CANSADOS (74) y AZOE (33). Más tarde, gracias a ENTOLDEN (60), ORI (12), GAL (5) y SITUASE (68), navegaba viento en popa, 281-205. ÑO (38) me despegaba más de mi oponente, 319-205 pero MAREABA (74) y luego AMPO (27) lo pegaba (306-319). Nada estaba definido pero hallé un bonus que lo dejaba casi EXTINTO (88). El asunto era él o yo, y no estaba dispuesto a perder el timón (407-306). CURI (37) en zona de triple inferior derecha me afincó luego (444-337) y CREP (33) fue como el garrotazo final (477-337). El adversario, negado a morir, colocó un valioso ENMIELE (78). Un amago desesperado que no produjo mucha alarma (415-477). Conseguí 14 con CURROS y él terminó con GE (9) (491-424). Doce puntos del descuento de mi acomodador le quedaron a su favor, pero igual perdió (436-479).


De nuevo, tal como en la primera partida, los cambios de fichas fueron la clave para mi victoria. De las cinco ocasiones en que intercambié letras con el bolso, este terminó siendo generoso otorgándome las apropiadas para bonificar.

Ya era un poco tarde, y había que marchar. Recogimos tablero, introducimos las fichas en el bolso, lo guardé y, pocos minutos después, nos fuimos en taxi. Él, tal como lo había prometido me dio algo más de plata, ciento cincuenta pesos. También pagó todo al taxista, quien lo dejó primero en su casa y, por último, a mí.

Estadísticas

Partidas
Iván Ottenwalder (2-1)
Guillermo Bodden (1-2)

Puntos por partida
Iván Ottenwalder 473.66
Guillermo Bodden 438

Scrabbles por partida
Iván Ottenwalder 3.66
Guillermo Bodden 2.66

sábado, 9 de octubre de 2021

Los años caóticos de Dominicana de Aviación; episodios de viajes aéreos

No fueron pocos, quizás la mayoría, los dominicanos que por primera vez viajaron en avión gracias a Dominicana de Aviación, empresa nacida en el conservadurismo de la dictadura de Trujillo (1944) y, que dejó de volar para siempre jamás en 1995, postrimería de otro gobierno conservador, como fue el de Joaquín Balaguer (1986-1996)

Por Iván Ottenwalder

Desde niño siempre me ha fascinado volar en avión. Anhelaba con pasión, durante aquel primer lustro de los años 90 del siglo pasado, la llegada de los diciembres. Sin embargo, mi primer viaje a bordo de una aeronave, ocurrió durante el inicio de otoño de 1988.

Me tocó ser pasajero ya en el ocaso de Dominicana de Aviación, antigua línea aérea estatal de la República Dominicana que cayó en la bancarrota por el año 95.

Aquella compañía aérea, últimamente, destacaba por los retrasos en sus vuelos. Sus demoras, de largas horas y hasta un día completo, significaban una constante pesadilla para sus fieles viajeros. Y cierto, eran fieles, ya fuese por el precio económico de sus boletos o, simplemente, por amor a la Línea Bandera Nacional.


No fueron pocos, quizás la mayoría, los dominicanos que por primera vez viajaron en avión gracias a Dominicana de Aviación, empresa nacida en el conservadurismo de la dictadura de Trujillo (1944) y, que dejó de volar para siempre jamás en 1995, postrimería de otro gobierno conservador, como fue el de Joaquín Balaguer (1986-1996).

El vuelo otoñal del 88, junto a mi madre, salió puntual a las 11 de la mañana. Los impuntuales fueron los de diciembre de 1990 y 1992. La historia es digna de relato.

Diciembre de 1990

El maltrecho matrimonio de mis padres iba de mal en peor. Apenas conversaban lo meramente necesario, pero ni siquiera dormían juntos. Entre ellos primaba el respeto. Ella lo había dejado de querer paulatinamente desde 1986; él, aunque a su manera, sin galanterías ni muchos detalles todavía la amaba. Mi padre la quería al estilo hombre fiel y serio, sin ser expresivo ni comunicativo. También hubo incompatibilidad de caracteres: el temperamento soñador y alegre de ella contra el apagado, inexpresivo y de recogimiento en el hogar de él. Él era y ha sido siempre un hombre honrado, trabajador, pero alicorto de ambiciones.

Para mediados de diciembre de 1990 ella había decidido, firmemente, disfrutar la nochebuena y año nuevo en Miami, junto a su madre Fineta (mi abuela) y un par de hermanos (mis tíos) que residían, uno en aquella cosmopolita estadounidense, y el otro, en New York, y que estaría en Florida para esas navidades.

Paralelamente a su plan también se motivó Yolanda Checo, una tía política casada con mi tío Luis Núñez, ambos con domicilio en Santiago de los Caballeros.

Tomada la decisión, mi progenitora decidió llevarme consigo; lo mismo hizo Yolanda llevándose a dos de sus hijos, Emilia María y Alejandro Luis. Su marido y el pequeño Luis Emilio se quedarían en Santiago ya que la plata no alcanzaba tanto.

Partiríamos, desde el Aeropuerto Internacional Las Américas, a bordo de Dominicana de Aviación, la flamante e histórica Línea Bandera Nacional, como rezaba su eslogan.

El vuelo estaba supuesto a despegar a las diez de la mañana, pero se retrasó; eso nos dijeron en el área de recepción de equipajes donde depositamos las maletas. Tendríamos que esperar a las seis de la tarde, para abordar un aeroplano, que nos transportaría a Miami, Florida.


Llovieron los desesperos y quejas entre casi todos los viajeros de la aerolínea dominicana, sacando en cara, y con toda la razón el dinero que habían gastado por el boleto de viaje, y la impuntualidad de la compañía que ciertamente les afectaba. La cola del check-in counter de Dominicana de Aviación era un mar agitado de voces enfurecidas.

Lo hecho hecho estaba y no valdría la pena atormentarse durante las siguientes ocho horas. Yolanda y sus críos así como mi madre y yo, decidimos tomar las cosas con calma, convertir esa larga espera en un momento agradable y llevadero.

A las 12 meridiano nos picó el hambre y fuimos a almorzar comida criolla al restaurante del aeropuerto. Luego visitamos varias tiendas, sin comprar nada, solo a ver, tal como puros observadores. Nos retirábamos, y a ratos, nos sentábamos a descansar, conversar de esto o aquello. Llegada las 4:30 p.m. cruzamos la puerta de migración, pasamos por el chequeo de inspección y nos encaminamos a la sala de espera, repleta de pasajeros. Allí esperamos, hasta las 5:40 p.m., momento en que una voz femenina, empleada de la aerolínea, nos indicó que hiciéramos la cola para el abordaje del avión que nos transportaría a Miami. Emilia y Alejandro no podían contener la emoción; era la primera vez que volarían en avión y viajarían a los Estados Unidos. Su madre, también vivía la misma experiencia. En mi caso, sería el tercer viaje. Además del primero, realizado en el 88, también había ido a San Juan (Puerto Rico), en noviembre del 89. Mi progenitora ya tenía muchas horas de vuelo y había perdido la cuenta de todos sus periplos.

Poco después de los viajeros haber ocupado sus asientos y prestar atención a las orientaciones de seguridad, a cargo del personal competente, incluyendo aquella sobre el hipotético pero indeseado caso de emergencia, el avión se puso en marcha y, finalmente, despegó en pocos minutos.

La nave tocó suelo miamense alrededor de las nueve de la noche.

Diciembre de 1992

En el verano de 1992 quedó sellado, mediante papeles legales, el divorcio de mis padres. Para el otoño mi madre y yo nos mudamos de barrio. Ella alquiló un piso de tres habitaciones en El Millón. Y tuvo que ser de tres porque la sirvienta se fue a vivir con nosotros y necesitaría su dormitorio aparte.

En la casa número 13 de la Jesús Salvador del barrio Los Maestros, se quedaron mi padre y hermano Carlos.

Para diciembre de 1992, al igual como hicimos en el 91, mi madre y yo volaríamos a Miami, Florida. Para la ocasión, Luis Núñez y Luis Emilio, que no pudieron viajar en el 90, harían el viaje en familia junto a Yolanda, Emilia y Alejandro. Ellos, por el Aeropuerto Internacional Gregorio Luperón, en Puerto Plata, y nosotros, por el Internacional Las Américas.

Mi madre y yo llegamos temprano al aeropuerto, a las nueve de la mañana. Nos recibieron los equipajes en el check-in, y también nos dieron la mala nueva, de que el vuelo de Dominicana, supuesto a despegar a las 11:00 a.m., lo haría a las tres la tarde. Las quejas no se hicieron esperar. Los pasajeros, boletos en manos, empezaron a sacar en cara el sacrificio, el ahorro de todo un año o préstamo tomado para adquirirlos, para que al final “¡nos hagan esta vaina, coño!”. Unos lamentaban no haber comprado sus tickets en American Airlines, mientras otros, juraban no volver a viajar por Dominicana de Aviación. Protestas iban y venían pero ya nada se resolvería.

Paralelamente, desde el Gregorio Luperón, Luis, Yolanda y sus críos, que también tenían pautado volar temprano en la mañana, fueron víctimas del retraso.

A las doce y treinta del mediodía, mi madre y yo subimos a almorzar al restaurante, mientras mirábamos, por la gigantesca ventana de cristal, los aterrizajes y despegues de muchos aviones. Ninguno era el nuestro.

Saciado el apetito, reposamos una hora. A eso de las 2:00 p.m., caminamos al área de chequeo de la aerolínea. Preguntamos si la nave de vuelo ya estaba lista. La respuesta fue negativa. Nos contaron que el asunto era para las siete de la noche. No hubo de otra que apostar a la calma, no íbamos a tirar los pasajes al hoyo del retrete y jalar de la cadena.


Anduvimos dos horas visitando tiendas. Mi madre compró una revista y se sentó a leer. En aquel entonces yo aún no había desarrollado el hábito de la lectura con la asiduidad que luego adquirí a finales del 98. El tiempo corrió y, a las cinco de la tarde, cruzamos la puerta de migración. En unos minutos ya estábamos en la sala de espera …de una larga espera que se prolongaría más, debido a que no tuvimos avión para partir a las siete.

Nos encontramos con un cubano a quien habíamos visto y entablado conversación en horas de la mañana. Un señor, seguro no mayor de 40 años y que también viajaría en Dominicana, en el mismo vuelo que nosotros. Otro de los tantos afectados condenado a llegar tarde, muy tarde.

Conversamos un poco con aquel caballero. Mi madre le contaba sobre nuestra familia en Miami y él acerca de su esposa y hermano en Tampa, otra ciudad floridense. Se trataba de un exiliado salido de Cuba hacía menos de dos años que también tenía un pariente en Santo Domingo.

De vez en cuando mi madre, tal como lo venía intentado desde hacía horas, telefoneaba desde su celular a la casa de su hermano, en Santiago, para averiguar si éste, su esposa e hijos habían llegado a Miami. La trabajadora doméstica de la familia Núñez Checo siempre le respondía “ellos están en Miami”. Mi progenitora, ya a las ocho de la noche, en otro intento desesperado le preguntó: “¿pero ellos la llamaron para informarle que ya estaban en Miami?” La sirvienta se sinceró. Le dijo que no habían hecho ninguna llamada. Mi madre no sabía que pensar, si se les había retrasado el avión o había ocurrido algo que, lo mejor sería ni pensarlo.

A las nueve, a través de la ventana de cristal vimos el arribo de un Boeing. Era de la línea aérea. Pero al rato de desmontarse todos los viajeros, la nave, de un color achocolatado fue transportada a un taller de reparación del mismo aeropuerto. “Esto va para más largo”, nos dijo el cubano, quien se paró un rato para ir al cafetín. Tenía que complacer a su hambriento estómago. Poco después, mi madre también hizo lo mismo. Compró dos sándwiches crudos de jamón y queso. “Toma, tienes que comer”, me entregó uno.

Arreciaron las quejas de los ansiosos y afectados pasajeros que habían perdido prácticamente el día completo. Críticas a la aerolínea, al Gobierno, al presidente Joaquín Balaguer y, hasta Yaqui Núñez del Risco, prestigioso comunicador social de nuestra nación, que había defendido a Dominicana de Aviación semanas atrás, catalogando de “infundadas” las quejas de los viajeros y los comentarios de algunos periodistas, llevó lo suyo en ese momento sin darse cuenta.

Una dominicana, pasada de los cincuenta años, exclamó en perfecto espanglish: “Yo amo mi país, pero I´m sorry Dominican Republic, llevo 25 años viviendo en California y de allá no me saca nadie”. Un señor de más de sesenta ya había comprado hacía poco un ticket de American Airlines porque “yo, no me voy en uno de esos avione de este paí, no señor”. Otra confesó que tenía 30 años sin ver a su padre y que ya esperaría “porque el que espera lo mucho, también puede esperar lo poco”.

Seguía tronando el descontento a la vez que transcurría el tiempo. Entonces, el reloj marcó la una de la madrugada. Ya era otro día y otro avión acaba de llegar. Pero, ¿algún problema? Sí, uno de esos que le hacen perder la chaveta a cualquiera.

El aeroplano que acababa de arribar debió haber aterrizado en el Gregorio Luperón de Puerto Plata, pero, según reveló la aerolínea, las luces de la pista de aterrizaje y despegue de aquel aeropuerto, se habían dañado. Por eso aquel avión ahora descansaba en Las Américas. Por eso los hombres y mujeres allí dentro, todos residentes en el Cibao, no querían salir y se negaban como fieras. En Puerto Plata tendrían a sus amigos y familiares que les recogerían; en Santo Domingo, a nadie.

Hubo que recurrir a un personal militarizado para sacarlos. Los viajeros de aquella aeronave que bien pudo haber sido luego la nuestra, salieron, pero antes, sembraron la destrucción. Malograron asientos, quebraron ventanillas y dañaron luces y conductos del aire acondicionado. El interior de ese avión quedó patas para arriba. Afortunadamente, se pudo llegar a un acuerdo, al transportar a los pasajeros norteños a un hotel, donde pernoctarían y, a las diez de la mañana, serían llevados, en cómodos buses, a Puerto Plata.

Los relojes, no importa si análogos o digitales seguían corriendo. A las dos y treinta de la madrugada, un capitán de Dominicana, a través de un altoparlante, nos avisaba de que por fin estaba listo el avión y era hora de abordarlo. Sí, había llegado el momento de abordar la aeronave color chocolate, apodada como el Milky Way. Aquel mismo Boeing, llegado a las nueve de la noche, y que fue llevado al taller de reparación, donde duró cinco horas por un pequeño –no sabemos si fue del todo así- desperfecto, se encontraba ahora listo para partir.

Una retahíla de preguntas arropó al capitán: qué si el avión había quedado bien reparado, qué si era del todo seguro volar en esa máquina, que si esto que si aquello. Él que sí, “esa aeronave ha sido reparada, por mecánicos que saben lo que hacen y es completamente seguro volar en ella”. Mi mamá, también quiso hacer las veces de pasajera-reportera. “Señor, disculpe, ¿pero usted cree que es muy segura? Mire que tengo miedo de un accidente, ay yo no sé, pero díganos la verdad, por favor”. Y el capitán: “el avión está en óptimas condiciones señora, ya lo otro serían cosas de Dios, que estoy seguro no permitirá que nos pase una tragedia en el aire”.

Asombrosamente, nadie desestimó de sus intenciones de viajar. Todos hicimos la cola, mostramos nuestras boletas y fuimos ordenadamente entrando al Boeing. Finalmente, la nave tomó vuelo a las 3:00 a.m.

Las dos horas y veinticinco minutos de viaje, fueron calmosas, maravillosas y placenteras. El avión, había superado con éxito la prueba de reparación. A las 5:25 de la mañana, aterrizamos en la pista del Aeropuerto Internacional de Miami. Pasajeros y tripulantes aplaudimos con júbilo.

Tras el chequeo por el área de inmigración, la recogida de nuestras maletas y, finalmente, la aduana, mi tío y hermano de madre, Juan Omar Núñez, nos recibía en la zona de espera de pasajeros. Tomó nuestras valijas, y le acompañamos hasta donde tenía su carro aparcado. Lo encendió y enrumbamos hasta el precioso residencial donde vivía mi abuela, en el condado de Davis.

Mi tío nos contó que Luis y Yolanda se habían comunicado con él, que no hubo vuelo para traerlos a Miami, que la aerolínea los hospedó en un hotel y que hoy, a las once de la mañana, llegarían. “Todos están bien, sus niños por igual; Rossy y yo pasaremos a recogerlos. Ya tú sabes Marisol, volver para acá orita. Así es la vida, pero por mi familia, doy el alma”, nos informó.

En efecto, a las once de la mañana, Luis, Yolanda y los críos arribaron a suelo miamense y, alrededor de las 12:30 p.m. estaban en casa de abuela Fineta. Nos abrazamos y platicamos largo y tendido sobre lo vivido en los aeropuertos el día anterior. Nos reímos de todo lo ocurrido sin visos de enojo. Era el mes de la Navidad; no había espacio para la angustia.

Un año después

Para diciembre de 1993 volvería a Miami. Otra vez por Dominicana de Aviación.

Aquella vez viajé solo ya que mi madre decidió quedarse en casa. El vuelo salió justo a la hora, puntualmente a las once de la mañana. Pude defenderme muy bien, tanto en el aeropuerto de aquí y de allá.

Para ser mi primer viaje en solitario, y último por la longeva línea aérea, no estuve mal.

sábado, 11 de septiembre de 2021

Scrabble en República Dominicana: Guillermo me ha vencido al mejor de un 5-3

Ganó tres partidas; el autor esta crónica, dos

Por Iván Ottenwalder

El último sábado de agosto fue un 28, número de los locos, acorde a la superstición y numerología dominicana. La creencia surgió a raíz de la construcción del hospital psiquiátrico Rodolfo de la Cruz Lora en el kilómetro 28 de la autopista Duarte durante los años de la férrea dictadura de Rafael Leónidas Trujillo (1930-1961). Debido a que en aquel hospital se encontraban internos de forma permanente los enfermos mentales (orates) desahuciados por la psiquiatría, la mayoría de los dominicanos se dio a la costumbre de definir el 28 como “el número de los locos”. Ese centro de salud, ubicado en el mismo lugar, lleva hoy por nombre Hospital Psiquiátrico Padre Billini. 

Aquel sábado, que desconozco si trajo algo de locura para algunos de mis paisanos, sí trajo de especial para mí: una larga y emocionante jornada matutino – vespertina de scrabble, escenificada contra mi apreciable amigo y respetado rival Guillermo Bodden.

Previo a la jornada recreativa, cercano a las nueve y treinta de la mañana, salí a caminar hasta la esquina, donde confluyen las avenidas Bolívar y Caonabo, directamente hacia la estantería de los periódicos. Para mi sorpresa me encontré con Guillermo quien caminaba en ruta opuesta, rumbo hacia mi apartamento. “Dímelo, cómo te va. Ven y acompáñame a comprar el periódico, es allí en la esquina”. Al llegar allí, como siempre, estaba la muchacha mulata, a cargo de la venta de los diarios. Le compré el Hoy y el Listín Diario. Mi adversario y yo, caminamos, hacia mi morada.

Una vez en casa, preparamos la mesa del área de comedor, desplegamos el tablero, la bolsa de fichas, atriles y la hoja de anotación que, como siempre, era yo quien la llenaba.

Poco después de las 10.00 a.m., dimos inicio a la primera de las batallas.

Primera partida

Por lo regular el mayor deseo de todo jugador, no importa deporte o pasatiempo alguno, es arrancar con buen pie, a todo vapor. Así fue mi inicio en este primer desafío. Unos contundentes REPRIMA (74), ZALLA (66), OVOIDES (84) y AMASADA (64), en mis primeros cuatro turnos, me colocaron bien rápido en delantera, 298 – 122. Aventajaba, por 176 tantos.

Me había confiado demasiado, talvez me creí ganador antes de tiempo. Cometí la torpeza de bajar la guardia y no apretar la muñeca; en lugar de seguir apostando a jugadas de mucho puntajes, cortas o largas, opté por vocablos de pocos valores numéricos con el objetivo de mejorar el atril, estrategia que no salió bien. Pude haber apelado a uno o, si se quiere, hasta dos cambios estratégicos con tal de pillar mejores letras, incluyendo algunas de altos valores puntuales que luego pudiese optimizar a mi favor y en contra de mi oponente que ya venía de menos a más.  


La abismal desventaja tempranera no desmotivó a mi digno rival. El 122 – 298 jamás lo amilanó. Con unas garras admirables fue descontado y, asombrosamente, gracias a: ZETA (39), RETOMADA (76), SERRUCHADA (80), CALAÑA (31) y JU (32) le dio vueltas al marcador, 387-365. Nunca más recuperé la cima.

OX (36), otra de sus cortas valiosas, lo adelantó aún más, 423-365. Ya se nos venía encima la recta final y todavía quedaba la Q en el bolso. En situaciones como esa nadie desea quedársela, por eso, ambos apostamos al ritmo conservador. El juego bajó su intensidad, los puntajes de sus jugadas y las mías degeneraron en lo pírrico.  El momento era comprensible. Él seguía arriba, 442-399, el instante le beneficiaba. Para fortuna, cuando le salió la Q ya hacía ratos contaba con una valiosa U en su acomodador, lo que le facilitó el panorama para colocar TIQUE (10). Mi respuesta fue BISE (21) y me acerqué 420-452. Él se deshizo de dos letras que brotaron poca PUS (05); yo reí con JU (15) y él dijo VEN (06). Mi última esperanza fue ID de 14 tantos, pero de igual manera me quedé corto, 449-463. Sumé un punto del descuento de su atril, pero ya la victoria era suya, 462-450.

El ganador bonificó tres veces: ENDORSÓ (92), RETOMADA (76) y SERRUCHADA (80). Entre sus pequeñas gigantes destacaron ZETA (39), CALAÑA (31), JU (32) y OX (36). Mis bonus fueron REPRIMA (74), OVOIDES (84) y AMASADA (64); la única corta valiosa ZALLA (66).

Segunda partida

Hay lecciones que quedan aprendidas. Eso me quedó claro tras la derrota en el primer match. En el segundo también empecé a toda velocidad, con jugadas de altos valores como ASEASEN (77), TECLADOS (72) y DIJO (59), que me pusieron en ventaja 214 – 153. No bajé el ritmo, todo lo contrario, lo mantuve consistente. ODA (24), CORRAS (28), BORRE (26) y un contundente MENEARA (73) me afincaron en la cima 365 – 192. Jamás me alcanzó Bodden, a quien nunca di tregua. Iba por más con: SUMID (27), HIÑA (63) y REFUTAN (77). Me alejaba de manera estratosférica y aferraba al timón, 532 – 391. No fue puro azar, supe cambiar cuando era necesario (cuatro cambios en total). Me equivoqué de vocablo en dos ocasiones, lo que fue bien objetado por mi adversario, pero, la inteligencia aplicada pesó más que mis errores. Por eso muchos expertos solemos hablar de los márgenes de maniobra. Mi contendor tuvo que conformarse con verme ganar con apabullante score de 565 – 412.


Mis cuatro bonus fueron ASEASEN (77), TECLADOS (72), MENEARA (73) y REFUTAN (77). Las cortas mejor valoradas DIJO (59), HIÑA (63), CORRAS (28) y SUMID (27). Mi contendiente puso tres bingos. Estos fueron SELECTOS (74), CÁNIDOS (67) y RECLINEN (70). Sus cortos de más puntajes CHIP (32) y REY (39).

Tercera partida

En un lento arranque, marcado por cambios y errores de ambas partes, apenas me vi al frente una sola vez, 87-42. Después vino su recio ataque, gracias a jugadas de mucho valor como DESANILLO (96), QUEMASE (26), APODERAD (83) y AMOLARES (68). Ya estaba muy arriba, 325 a 193. Más tarde se me alejó 400 a 298. En recta final, con los cortos PIRREN (45) y SOCAZ (32) amagué y asusté, descontando ventaja 375 – 415. Pero vino su contragolpe, TRIPLICA (36), en zona triplera superior izquierda, matando mis esperanzas de remontada y triunfo. Con la anotación 451 – 375 ya todo estaba definido. Jugué TACHA (18) y él terminó con NACÍA (13). Sumaba tres puntos de mi atril y se llevaba la contienda, 467 – 390.

Solo bonifiqué dos veces, cortesía de TOREASTE (77) y JODIERAN (84). Mis cortas letales fueron ANEXOS (63), PIRREN (45) y SOCAZ (32). El vencedor tuvo a DESANILLO (96), APODERAD (83) y AMOLARES (68) como sus tres bingos. Sus cortas de más valor fueron DOPE (32), FASES (33) y TRIPLICA (36).


Cuarta partida

Las más dramática de todas las batallas, sobre todo por su final, fue la cuarta. Los acontecimientos, sin dudas, son dignos de la más detallada narración.

Como en el match anterior, el inicio de este estuvo caracterizado por algunos cambios de fichas y errores de ambas partes. Hasta la séptima jugada el marcador se hallaba 99 a 89, favoreciéndome. Con RAUDALES (80) me favoreció más, 179-89. Su respuesta, ASEASEN (63), lo acercaría, 152-179. GIRADOS de 79 me alejaba de nuevo, 258-152, pero ECHADOS de 39 lo mantenía en pelea, 191-258. Con QUÍO (24) y EVO (26) me acomodaba bastante, 308-191. Pocos turnos después, con ENGARRÓ (45), aún seguía liderando con holgura, 367 – 234. Bodden no estaba del todo liquidado. En su atril había jugada para bono, la cual tuvo espacio en el tablero, para unos no tan PRECARIOS 89 tantos. Se acercaba, 323-367. La distancia se achicaba a tan solo 44 puntos. El momento de la curva final se aproximaba.

Jugué OX (18) y él BUM (07). La partida se hallaba 385-330, aún comandaba. De nuevo mi turno. Cambio fichas porque algunas de mi atril me perjudicaban; no podía tirar este duelo por el inodoro. Mi oponente coloca un PLAZO de 16; yo apenas un DEL de 4, pero en zona triplera superior céntrica, para negarle la posibilidad de un bonus que le permitiera remontar. De igual manera, mi oponente se las ingenió para remontar por otro lado. Vio que SUDANTE (77) cabía por algún espacio y lo colgó. Viraba la pizarra, 423-389. Ahora la presión estaba de mi lado. Ya no quedaba nada en la bolsa. Guillermo tomó las últimas tres letras que quedaban. Llegaba mi now or never, ese tipo de momento, en el que puedes quedar como idiota o como héroe. Mi acomodador tenía siete buenas fichas, una de ellas comodín (R E T E I A *), solo era cuestión de mirar bien el tablero y buscar el dónde y cómo colocarlas. No podía permitirme echar el asunto a perder. Tras unos pocos segundos por fin se me prendió el foco. Tenía el bingo para ganar. ¿Dónde? En las coordenadas L1. ¿Cómo? Colocando la palabra RETENÍAN, aprovechando una N de puente, que había puesto Bodden cuando jugó SUDANTE en forma vertical en su turno anterior. Mi comodín, haría la función de la última N. Pues, finalmente con RETENÍAN, ganaba la partida. Sumé doce puntos del descuento de mi adversario. El resultado: 467 – 411.

RAUDALES (80), GIRADOS (79) y RETENÍAN (66) fueron mis tres bingos. Mis cortas asesinas AHÓ (31) y ENGARRÓ (45). Guillermo tuvo igual número de bonificaciones con ASEASEN (63), PRECARIOS (89) y SUDANTE (77). Sus pequeñas mejor puntuadas ECHADOS (39), LAZO (33) y ALEJÓ (28).

Quinta partida 

Ya las manecillas del reloj marcaban las seis de la tarde. Este sería el último combate. Ambos teníamos dos victorias.

Este último match no se quedaría corto en emoción pero jamás superaría al anterior. Al inicio todo fue un toma y daca. La ventaja solía cambiar de protagonista de un momento a otro. Podía verme arriba 44 a 32 y luego abajo 44-64. Con un BANDEREO (89) de sus letras Bodden se afianzaba por poco tiempo (153-44) hasta que yo contratacara con ASAETEAN (78) y ESCAMÁIS (65), y cogiera la cima (187-153). Con VAHE (41) me apeaba del mando (194-187) pero volvía a contraatacar, esta vez con ASOLEARON (61), que me ubicaba al frente (248-194). TINTINEA (64) lo situó en la cúspide, 258-248; NUÑO (33) me devolvió el timón (281-258). Con tres de sus letras se hizo la LUZ (54). Tomaba la delantera, 312 a 281.

Ya la partida entraba en calor. QUI (09) me acercaba (290-312) pero GRIPO (10) lo mantenía arriba (322-290). Con LARDEE (24) amagué de nuevo (314-322); MORES (21) lo adelantaba un poco más (343-314). Hice un cambio. Mi oponente cuelga HE (31) y se aleja más (374-314). ACOPEN (33) es mi respuesta (347-374). Él cambia y aprovecho para un FI de 13 que me acerca peligrosamente, 360-374. DA solo le dio tres (377-360). YAL me dio seis (366-377). Estamos en el trecho final, no hay márgenes para errores.


Es su turno. Juega XI (38), apremiante para él pero demoledor para mí. La anotación, 415 – 366. Coloco GUAS (13) y aún sigo abajo (379-415). MUDES (27) es otro balde de agua fría (442-379). Una jugada no tan BELLA, de 15 tantos, es lo único que puedo dar (394-442). Bodden termina el duelo, con DO (3). Añade un puntito de mi descuento. Triunfa (446-393).

El ganador colgó dos scrabbles: BANDEREO (89) y TINTINEA (64). Sus cortas letales fueron CHORROS (32), JO (32), VAHE (41), LUZ (54), HE (31), XI (38) y MUDES (27). De mi parte hubo tres bonos: ASAETEAN (78), ESCAMÁIS (65) y ASOLEARON (61). Mis mejores cortos CHUECO (32), NUÑO (33), LARDEE (24) y ACOPEN (33).

Estadísticas finales

Ganadas y perdidas:
Iván Ottenwalder 2-3; Guillermo Bodden 3-2
Puntos por partida (PPP)
Iván Ottenwalder 453; Guillermo Bodden 439.6
Scrabbles por partida (SPP)
Iván Ottenwalder 3; Guillermo Bodden 2.8

Curiosidades

Aunque Guillermo ganó la serie (3-2) pude superarlo en promedio de puntos por partidas (453 contra 439.6) y en bonus por partidas (3 frente a 2.8). Estas son las cosas que pueden ocurrir en un juego como las palabras cruzadas.