Por
Iván Ottenwalder
Mi
vida como aficionado al béisbol ha sido una locura. Un caos que no escapa a las
traiciones y reconciliaciones; hartazgos, deseo por lo prohibido; la pena por
ver ganar al que nunca o al que menos tiene. Fidelidad no es una palabra que me
defina en este ámbito, pero otras como apoyo, pasión y estudio por la historia
beisbolera local, sí.
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Estadio Cibao |
Liceísta
desde 1983 al 1986 (primer equipo de mi infancia), aguilucho desde el 86 al 89;
de nuevo hincha de los azules entre el 89 al 92, amarillo del 92 al 94; un
regreso efímero en apoyo a los Tigres en el 94 y, en el otoño de ese mismo año,
de vuelta a la escuadra cibaeña. Ya para el 2006, harto de tanto celebrar,
decido dar respaldo a unas Estrellas Orientales que se les negaba el campeonato
desde 1968, meta que consiguen en la estación 2018-19. ¿Y después qué? No más
Estrellas Orientales, sino Toros del Este, quienes campeonan al año siguiente
(2019-20), y no lo niego, aún mi voz interior me pide que les aplauda y
vitoree, y eso sigo haciendo. Si en el ayer lejano caí en el pecado de
adulterio deportivo, hoy, la historia no ha sido distinta. La manzana prohibida
del 86 fue el equipo santiaguense, la última, pero más deliciosa, la de la
novena romanense. El apoyo a Macorís del Mar del 2006 al 2019 obedeció más bien
a un factor pena, no amor per se.
Enero
de 1995, fue una época para jamás olvidar, para tenerla guardada en el baúl de
mis recuerdos, y esto, he decidido hacerlo por escrito, fielmente redactado de
mi teclado y letras.
Octubre
del 94 fue el inicio de la temporada 1994-95. Había iniciado siendo liceísta
debido a otra de mis tantas traiciones cuando, en plena serie final en enero de
1994, me cambié del bando aguilucho al del equipo capitalino. ¿Por qué?
Simplemente porque vi a los azules tomar la delantera en la gran final 2-1 y
tuve la percepción de que estos ganarían la corona. Pues no me equivoqué, los
felinos terminaron de llevarse las dos últimas duelas y titularse campeones en
la ciudad de Santiago de los Caballeros, en cinco desafíos (4-1). Fue una
percepción, nada de base científica, solo un pálpito de esos que uno a veces
pega. Además, no quería que mis compañeros de clase, me viesen como un
derrotado a quien darle lata. Fui cobarde, traidor y listo. Un ganador sin
mérito aprovechándose de una ocasión, de una fobia a la derrota.
Solo
duré dos semanas como liceísta en la contienda del 1994-95. Para noviembre,
había vuelto, por obra y santa gracia de un arrebato de nostalgia, que no pude
contener, a la hinchada amarilla. ¡De nuevo la reconciliación!
La
pasión por la escuadra aguilucha, me había llamado, tocando una vez más la
puerta de mi corazón. El conjunto de Santiago marchaba bien, vivía una magia;
el pitcheo espectacular de un Hipólito Pichardo venido de los Toros del Este y,
de Robinson Pérez Checo, enardecían a la fanaticada que copaba los asientos del
Estadio Cibao; los largos jonrones de Domingo Martínez (Jugador Más Valioso) y
Manny Martínez (Novato del Año), llegados del Escogido a través de un canje por
José Lima quien se había enconado hasta la muerte contra la gerencia y afición
aguilucha, también enloquecían de emoción a los entusiastas fans cibaeños. Así mismo, ensordecían el
estadio y paraban seguidores de las butacas los sencillos, dobletes y tripletes
de los estelares Quilvio Veras, Luis Polonia y Stanley Javier. El momento era
leyenda y, para diciembre del 94 y enero del 95, una creencia ciega que
devendría en campeonato. Paralelamente, en La Romana, los aficionados también
vivían su episódico ensueño, su quimera, ya que sus toros habían conquistado la
cima en la vuelta regular (29-19), un juego de diferencia frente a sus rivales norteños
(28-20). Esas emociones las miraba por televisión, pero algunas las viví en el
Estadio Quisqueya cuando las Águilas arribaban a Santo Domingo a enfrentar a
Tigres o Leones. Pero yo quería más. Deseaba lo nuevo, lo jamás experimentado,
visitar en carne propia el parque de béisbol de mi equipo, allá, en Santiago de
los Caballeros. No me perdonaba ser aguilucho sin conocer el Estadio Cibao. Apenas
conocía dos estadios: el de Santo Domingo, gracias a don Carlos Luna (EPD),
padre de Carlitos y Andrés, amigos de mi infancia que, durante finales de los
80, nos llevaba a presenciar varias partidas del Licey frente a otros oponentes
y, el Tetelo Vargas, de San Pedro de Macorís, que visité por última vez en
1979, cuando residía con mi familia en aquella ciudad.
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Toros del Este, campeones 1994-95 |
¿Podrán
las fuerzas ocultas del destino conspirar a favor de alguien? Eso debe quedar a
criterio de cada quien, pero, lo cierto fue que aquel sueñito se me dio. Se me
dio ese y otros que no estaban en mis planes.
Las
eliminatorias conocidas como Round Robin habían empezado el lunes 2 de enero
del 95. Durante la semana, ya en mi cerebro, venía maquinando el momento
adecuado en el que tomaría un bus a Santiago con el objetivo de sentarme por
vez primera en una butaca del Estadio Cibao a presenciar a mis Águilas
Cibaeñas. Estaba plenamente convencido: lo lograba o lo lograba. Como elemento
a mi favor, contaba con el apoyo de mi madre, quien no escatimaría esfuerzos en
ayudarme con doscientos pesos, efectivo que me serviría para pagarme el boleto
de autobús, la taquilla al estadio y el bus de regreso a Santo Domingo. Me
consiguió esa plata el sábado 7 de enero a eso de la una de la tarde. Llamó por
teléfono a mi tío Luis Núñez, quien reside en Santiago para informarle “tú
sobrino Iván va para allá que se muere por ir al estadio de las Águilas que no
lo conoce”. No hubo que decir más nada, tendría techo y comida durante los días
que quisiese quedarme alojado en la preciosa metrópolis norteña. Mientras
preparaba mi bulto de viajero, mi progenitora me pidió que pasara por la casa
de mi padre y le pidiera al menos cien pesos; así podría comprarme cualquier
antojito que desease en Santiago. “Dile, que tú vas para Santiago y quieres ir
al play de tu equipo, que eso te
serviría para el pasaje de ida y vuelta en Terra Bus. Dile, que yo te di el
dinero de la taquilla para que veas el juego de las Águilas, de mañana [domingo
día 8], que solo te ayude con el pasaje”, me explicó de forma detallada.
Aquel
sábado, a eso de las cuatro de la tarde, me personé en el número 13 de la Jesús
Salvador, en el barrio Los Maestros, donde vivía mi padre, mi hermano Carlos y
su esposa Nelsy. A decir verdad, no sabía por dónde empezar, pero me inflé de
coraje y lo hice. “Oye pa, tú sabes que yo no conozco todavía el estadio de las
Águilas, ellas juegan mañana en Santiago, ya mami me ayudó con el dinero de la
boleta pero quiere que tú me ayudes con el pasaje del autobús. Óyeme, por
favor, yo lo que quiero es quitarme esas ganas de encima y conocer el play de
las Águilas, dame cien pesos”. No respondió una palabra, me dio la espalda, fue
a su dormitorio y, al poco regresó con un billete de cien pesos. Antes de
ponerlos en mis manos me dio un fuerte regaño, una severa lección con la
intención de crearme sentimientos de culpa. No era nada nuevo, yo estaba
acostumbrado y hasta curado de sus duros boches. En esta ocasión me sacó en
cara que yo no era muy familiar, que cuando me invitaba a San José a ver a los
abuelos siempre me negaba, que solo era un interesado que pensaba en mí mismo,
que no quería a nadie y no recuerdo que más. Aquello podría haber sido una
verdad a medias que, exagerándola, trataba de convertir en absoluta. Mi
instinto, en ese instante, fue apelar al silencio, no fuese que él reculase y no
me diera nada.
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Foto de archivo del estadio de los Toros del Este. |
A
las siete de la noche, equipaje en mano y trescientos pesos en el bolsillo, me
encontraba en la estación de Terra Bus. Pagué mi boleta, cuarenta pesos en
aquella época, y abordé un autocar a Santiago. Dos horas de viaje. Mi tía
Mayra, una amiga suya y mi primo Óliver fueron quienes me recogieron al llegar.
Eran las 9:25 de la noche. “Mira, tú tío Luis, está con su familia en San José
de las Matas, él me dijo que te pasara a buscar cuando llegaras. Él llega
mañana del campo. Tú vas a dormir en mi casa hoy. Ya Marisol me dijo que tú
quiere ir al juego de las Águilas mañana”, me explicó Mayra. Caminamos desde la
terminal de Terra Bus hasta el Cerve Frank, antiguo centro cervecero situado en
la avenida Las Carreras cuyo propietario, era mi tío Franklin Núñez, esposo de
Mayra, ambos, padres de Óliver y Michelle.
Aquella
noche dormí en el apartamento de mis tíos Franklin y Mayra, una vivienda
ubicada en el sector Yapur Dumit, que había logrado adquirir mi tía, durante el
gobierno de aquel entonces encabezado por el reformista Joaquín Balaguer.
La tarde del juego
La
mañana del domingo 8 de enero me las pasé con mis primos Óliver y Alfonso.
Platicábamos con amistades cercanas al Cerve Frank. Aproveché para tomarme par
de cervecitas Presidente, de esas a la que los dominicanos llamamos “pequeñas”.
A
eso de las 12:30 p.m. almorcé junto a mis primos en la antigua casa de madera
techada de zinc que también pertenecía a los padres de Óliver pero que meses
más tarde se desharían de esta en busca de efectivo monetario.
El
partido de pelota empezaría a las cuatro de la tarde, de modo que a las tres
arrancamos Alfonso, Óliver y yo en carro público hacia el Estadio Cibao, ése
que estaba tan deseoso de conocer para ver allí jugar a mis Águilas Cibaeñas.
Mis primos, quisieron acompañarme en una fecha tan especial en la que haría
historia.
Conseguimos
tres boletas en la zona de preferencia, a 35 pesos cada una. El contendor de mi
equipo serían los Toros del Este, asombrosa escuadra que, durante la serie
regular, que la ganaron, venía sacándole pecho al team cibaeño.
Aquellos
Toros, de 1994-95, se dieron a respetar con envalentonada bravura; le pusieron
alma a cada desafío cual si fuese el último; se parecían a los legendarios e
inolvidables Mets de New York del 86. Andújar Cedeño, Domingo Cedeño, Jovino
Carvajal, Julián Yan, Rafael Bournigal, Esteban Beltré (bateadores criollos); Todd
Hollandsworth y Jerry Brooks (bateadores importados); los pitchers nativos
Rafael Alfonseca, José Ventura y José Canó y los estadounidenses Jason Brosnan
y Rudy Seanez, parecían sacados de un universo paralelo, de una galaxia aún no
descubierta. Fueron esos taurinos quienes reventaron al pitcheo abridor de las
Águilas la tarde del 8 de enero. Antes de la quinta entrada ya comandaban tres
a nada, silenciando a los aficionados amarillos, entre los que nos
encontrábamos Alfonso y yo, pues Óliver era liceísta. Los dueños de casa
hicieron una y descontaron 3-1, pero de poco sirvió, pues los cañeros se
alejaron poco a poco, 4 a 1 y 5 a 1. La
batalla culminó 5 a 2 en favor de los Toros. Mi primera visita al parque Cibao
resultó en derrota para las Águilas y, de paso, para mí.
Finalizado
el duelo retornamos al Cerve Frank. Allá me esperaba mi tío Luis Núñez. Me fui
con él a su casa. Me esperaban mis otros primos Alejandro, Luis Emilio, Emilia
María, así como mi tía Yolanda. Mi madre me telefoneó para saber cómo estaba.
“Pues ya ves que he llegado derrotado, los Toros nos han ganado”. Ella soltó
una carcajada. Le pedí que me dejara quedar otro día más y regresar el martes.
El lunes 9 las Águilas se enfrentarían al Escogido y contaba con la esperanza
de que ganaran ese partido nocturno. Ella me concedió la petición. ¡Arreglado
el asunto!
No
quería regresarme del todo vencido a Santo Domingo, además hacía ratos que
había terminado la escuela y recibido el diploma de bachiller en ciencias y
letras. Estaba sin ocupación, sin nada que hacer. ¡Qué más daba!
El
combate del lunes 9 inició a las 8:00 p.m.; los Leones del Escogido, conjunto
capitalino, los oponentes. Estuve allí con Óliver y el tío Franklin, su padre,
quien nos llevó a presenciar ese juego.
Para
mi fortuna, las Águilas ganaron, seis vueltas a dos. No había más que decir, ni
razones para la queja, me volvería a Santo Domingo empatado, con 1 y 1.
Regresé
a la Ciudad Capital, tal como estaba previsto, el martes 10, ocurriese lo que
ocurriese. ¡Menos mal que no retorné con 0 – 2, sino con 1 – 1! Cero hubiese
sido peor.
De vuelta al Tetelo Vargas, 16 años
después
Todo
fue tan repentino el miércoles 18 de enero. Estuve a eso de las cuatro de la
tarde en la Veterinaria del Norte, donde mi madre era gerente de aquella
empresa de productos y accesorios para animales. La tienda principal estaba
situada en Santiago de los Caballeros, mientras la sucursal, aquella gerenciada
por mi mamá, en Santo Domingo de Guzmán. Esa tarde, mientras checaba la
cartelera de los partidos leyendo el Última Hora, famoso vespertino dominicano
que ya no existe, pues desapareció entrado el siglo XXI, vi que las Águilas
jugarían en San Pedro de Macorís, a las ocho de la noche, frente a los locales
Estrellas Orientales. Se me dio con coger para allá. ¡De nuevo a platicar con
mami! Ella llamó a mi madrina Reina, quien residía allá y le contó de mi afán
de ir al juego de béisbol a ver a las Águilas. El sí fue ipso facto “cuando él quiera comadre, está es su casa, dígale a mi
ahijado que cuando él quiera. Yo lo llevo al estadio y le digo a una de mis
amistades que lo recoja al finalizar”.
Tras
la aprobación de madrina y, por supuesto, de una aguilucha como la mujer que me
trajo a la vida, difícilmente recibiría una negativa como respuesta. Aproveché
para ir al apartamento, donde vivíamos alquilados mi madre y yo, y allí
preparar un bulto de viaje con ropa para apenas de un día. A las seis y treinta
ya estaba de nuevo en la veterinaria, me despedí de mi progenitora y le choqué
los cinco a José Luis Monegro, empleado del área de almacén y furibundo
aguilucho, quien me deseó buena suerte y no dejar perder al equipo. “Hey,
Hámele mucha bulla a eso peloteros, no deje que me les ganen”, me encomendó
como tarea, independientemente de que yo no era jugador.
Faltando
poco para las siete de la noche abordé un pequeño bus con aire acondicionado en
ruta a la Sultana del Este, nombre como también se le conoce a San Pedro de
Macorís. 45 minutos aproximadamente duró el viaje a través de la autopista Las
Américas. Eran las 7:35 cuando arribé a San Pedro. Una vez en casa de mi
madrina platiqué unos breves minutos con Longinos Blanco, su marido, así como
con Argimiro, el hijo mayor de ese matrimonio. Madrina me llevó en su coche
Mitsubishi Lancer del año 81 al Tetelo Vargas, estadio de las Estrellas
Orientales inaugurado en 1959 en la postrimería de la tiranía de Rafael
Leónidas Trujillo. Pude conseguir una boleta a 40 pesos, equivalente a un
asiento en el área de preferencia. La batalla entre amarillos y verdes, arrancó
alrededor de las 8:10 de la noche. El parque de béisbol aún no estaba lleno,
pero lo estaría 20 minutos después. Los locales anotaron primero, apenas una en
un primer episodio que parecía iban a conseguir más; las Águilas produjeron el
empate por culpa de una mala jugada defensiva. Luego, casi en el sexto
episodio, el chaparrón, un aguacero corto de no más de 15 minutos. Hubo
entonces que retirar la lona del terreno del cuadro interior, después rociar
tierra seca sobre las áreas que habían quedado más humedecidas y, finalmente,
el trazado de las líneas de cal correspondientes. Una vez retomada la
continuación del juego, los paquidermos se fueron otra vez arriba (2-1), pero
luego, y de nuevo por obra y desgracia de la mala defensa, los norteños
igualaron (2-2) y, más tarde, con sencillo remolcador de Luis Polonia, un
diminuto al que apodaban la hormiga
atómica y que solía ser un castigo para lanzador cualquiera, produjo la
carrera de la delantera (3-2). Los de Santiago de los Caballeros, con buen
relevo de pitcheo y, conservando ese tres a dos, se llevaron la victoria en
patio ajeno.
De
Windt, un fanático estrellista quien, al igual que yo había presenciado la
partida, me dio un aventón, en su vieja furgoneta, hasta la vivienda de mi
madrina, en la calle Manuel Richiez. Este petromacorisano era un amigo entrañable
de aquella mujer que, en 1975, decidió ser mi valedora bautismal.
Aquella
noche dormí bien, sobre todo feliz por la victoria. A la mañana siguiente, 19
de enero, tras mis aseos personales e ingesta del desayuno, madrina me llevó a
casa del doctor Alfonso Perozo (EPD), mi padrino, a quien no veía desde hacía
unos cuantos añitos. Conversamos con él y su señora por alrededor de media
hora. Me regaló 100 pesos ya ante de irnos. De regreso en casa de madrina. Hora
de almuerzo. Apetitosos los alimentos. Eché una pequeña siesta de 20 minutos.
Finalmente, a eso de la 1:30 p.m., me ha llevado en su coche a la parada de
buses de Astrapú. Allí compré la boleta y abordé la guagua en dirección a Santo
Domingo. Llegué a la capital en 45 minutos.
Otra vez en Santiago de los Caballeros
El
24 de enero de 1995 sería la fecha de arranque de la gran final. Los
contendores que se ganaron en buena lid ese derecho, Águilas Cibaeñas y Toros
del Este, disputarían en una serie al mejor de 7-4, la copa de campeones
nacionales.
Aquella
mañana preparé una muda de ropa por dos días, ya que los primeros dos desafíos,
serian jugados en Santiago. De más está decir que fue mi madre quien me
consiguió la plata para mi estadía en la preciosa ciudad monumental.
Realicé
el viaje a bordo de un bus de Transporte Espinal. Llegué a Santiago alrededor
de la once de la mañana. Pedí la parada en la avenida Estrella Sadhala y, con
mi bolso a cuesta, tomé un carro público, no recuerdo la letra de ruta del
vehículo, pero, lo cierto fue, que me depositó próximo al Cerve Frank, en Las
Carreras. Saludé a Mayra y a Franklin y, tras dejar mi bolso en la antigua casa
de madera y techo de zinc, caminé hasta la tienda Yoli Mary, propiedad de Luis
y Yolanda. Allí almorcé y me quedé nomás que platicando con Óliver y Alfonso,
mis primos, quienes se apersonaron cerca de la una de la tarde. Mi tío Luis
había acordado con un amigo para que me vendiera una boleta del partido en la
zona de palco. El señor aquel pasó en una camioneta como a las 3:00 p.m. “¿Tú
ere el sobrino de Luis?”, me preguntó. Tras responder afirmativamente me mostró
un boleto y dijo “son cien pesos. Es una buena, en área de palco, de las
mejores”. Saqué el billete de mi billetera y le pagué. “Okey cuídate, vamo a ganá hoy”, se
despidió, aceleró su pequeña furgoneta y se marchó.
Ya a las siete de la noche, una hora
antes del juego, detuve un concho, con destino al Estadio Cibao, con la
intención de ver a las Águilas ganar. Arribé al estadio a eso de las 7:20 p.m.
Sentado en mi asiento miraba a los jugadores de los Toros del Este practicar;
los locales ya lo habían hecho hacía ratos, según me contó un aficionado a mi
lado. Poco después, se produjo una entrega de premios. Domingo Martínez, “El
oso mayor”, como lo había definido el legendario narrador, Rafael -Papi –
Pimentel, recibía la placa que le acreditaba como el jugador más valioso de la
serie regular. Martínez, vendría a ser la versión del jonronero grandes ligas
Cecil Fielder, pero en la pelota criolla. De tez mulata y cuerpo de mastodonte,
aquel jugador aguilucho había disparado 11 jonrones, disparado 51 hits,
remolcado 40 carreras y bateado para .331 de promedio. Una soberbia campaña,
sin discusión alguna; ahora, el destino le llamaría, para demostrar su poderosa
valía en una gran final. ¿Lo demostraría?
En el arranque de ese partido las Águilas
picaron al frente en el mismo primer episodio con dos carreras; marcarían otra
en el segundo para liderar 3 a 0. La ofensiva amarilla había iniciado bien,
atacando sin piedad al lanzador taurino Jason Brosnan. En el Estadio Cibao, con
muy buena asistencia, pero no abarrotado, el público era un estallido de
alegría. El serpentinero Hipólito Pichardo mantenía el juego bajo control hasta
el segundo inning, retirando sin dificultad a sus rivales, y daba la impresión
que iba por más. Su brillantez fue efímera. En el inicio del tercer capítulo
Domingo Cedeño descontaba (1-3) con imparable, el flaco de Jovino Carvajal,
traído al mundo y venido al béisbol para escasos momentos de grandeza, produjo
la igualada (3-3) con triple entre los jardines derecho y central mientras Todd
Hollandsworth la delantera (4-3) con línea soberbia al rightfield. Han
explotado al mejor lanzador de las Águilas durante la vuelta regular y la
fanaticada enmudece, pero retornarían a la felicidad en el cierre de esa
entrada cuando Alex Arias y Félix Fermín, con sendos sencillos remolcadores,
pongan a los dueños de casa arriba, 5-4. En el séptimo acto llegó de nuevo el
empate (5-5) y en el octavo, el descontento. Todo por culpa de un Esteban
Beltré (antiguo aguilucho) que le conectó cuadrangular por el izquierdo con dos
hombres abordo a un Ramón Arturo Peña en decadencia, que no era espejo de años
anteriores. La pizarra marcaba el ocho a cinco en favor de los romanenses. No
se trataba de una película de ficción, sino del empuje y las agallas de unos
toros dispuestos a casarse con la gloria, una escuadra que, desde 1990-91
venían clasificándose sin interrupción, dando un extra de superación cada
temporada siguiente, mostrando bravura a los legendarios de siempre (Licey,
Escogido, Águilas y Estrellas), perdiendo siempre pero echando el pleito hasta
la muerte. Ahora, solo añoraban una cosa: la redención.
A las Águilas se les ha agotado la
ofensiva, no anotan desde el tercero; para desgracia mayor los bovinos les han
marcado otra, esta por largo vuelacerca de Jerry Brooks, tan largo que ha
volado todo el bleacher del jardín
izquierdo. El 9-5, ya luce cuesta arriba para los de casa. Se han quedado
alicortos en su última oportunidad y caen abatidos. La victoria ha sido de los
visitantes y han picado delante en esta gran final (1-0).
Salgo del estadio y ubico un carro
público, lo abordo y este me deja en Las Carreras, cercano a la casa de madera
de Mayra y Franklin. He dormido esa noche en esa pequeña morada.
Miércoles
25
En el juego anterior, el de la derrota 9
por 5, los cibaeños habían pegado 9 hits, ninguno de Domingo Martínez, de quien
se tiene grandes expectativas.
La mañana del miércoles 25 amaneció un
poco lluviosa. Las aguas arreciarían horas más tarde; esto, en nada me afectó. Pude
desayunar y salir a caminar hasta la Yoli Mary. Leí la prensa y luego platiqué
buen rato con mi tío Luis sobre actualidad política y el revés aguilucho en el
primer choque de la final.
Almorcé [a las 12:30 p.m.] y eché una
pequeña caminata por la calle El Sol. Cerca de la 1:30 de la tarde empezó el
fuerte aguacero y me regresé a la tienda. Recuerdo que por casi cuatro horas
los chubascos iban y venían, todo dentro de una intermitencia agobiante. Ya
pasada las seis las aguas cesaron pero la temperatura se tornó húmeda y algo
fría. Se tuvo dudas al principio, y esto según los comentaristas de radio sobre
la posibilidad del segundo partido de la serie final, pero, finalmente, se
determinó, ya para las siete, que sí era viable la realización del desafío.
Llegué al estadio a las 7:40 de la noche.
En carro público como la noche anterior. El terrero, estaba muy húmedo, y se
notaba que algunas zonas del cuadro interior habían sido fuertemente trabajadas
por el personal de terrero, quienes esparcieron grandes cantidades de abono
para secarlas lo mejor posible.
El duelo inició a las ocho. Los jugadores de las Águilas salieron al
terreno de juego vestidos todos con una chaqueta color negra por encima de la
franela. La asistencia de público, a mi simple vista, muy inferior con relación
a la noche anterior. Los visitantes, marcaron una anotación en el cuarto capítulo,
y otra en el quinto. La afición amarilla comenzaba a temer, hubo caras de
silencio y disgusto a la redonda del parque beisbolero. Todo cambió en el
cierre de la quinta, cuando los dueños de casa anotaron tres vueltas y tomaron
la cima 3-2. En el octavo vino la igualada con sencillo remolcador del
inspirado Todd Hollandsworth. La batalla, se extendió a extra innings, y fue en
el undécimo cuando, los norteños, pudieron finalmente llevarse la victoria
(4-3), gracias a un hit, por encima de la raya de primera base salido del bate
de Manny Martínez, que remolcó a Félix Fermín. El héroe del triunfo, había sido
elegido Novato del Año de la serie regular. También lo fue Robinson Pérez
Checo, lanzador, que entró a lanzar en el octavo y pudo sofocar un amague de
los Toros. El serpentinero duró hasta la décimo primera entrada, manteniendo
dormida a la ofensiva taurina.
Salí del parque, abordé un concho hasta
el Cerve Frank y allí me esperó Luis Núñez. Nos fuimos a su casa, en aquel
entonces ubicada en la urbanización Llanos de Gurabo. Allí pasé la noche. Al
día siguiente, por la mañana, y feliz por la victoria aguilucha, me regresé en
bus a Santo Domingo. Feliz porque al menos mi equipo igualaba la serie. ¿Y qué
del jonronero MVP? ¿Quién, Domingo Martínez? Nada. Se fue en blanco otra vez.
La serie final continuó, pero ahora con
dos partidos en La Romana, los días jueves 26 y viernes 27. Los Toros, como
dueños de casa ganaron esos dos desafíos, el primero por la vía del 1-0, donde
ambos equipos dieron una muestra de exquisito pitcheo, siendo el batazo ganador
un cuadrangular de Julián Yan en la octava entrada. El segundo, un combate de
mucha ofensiva que culminó 8-6. En aquel los bates de Todd Hollandsworth,
Domingo Cedeño, Jovino Carvajal así como el de Julián Yan, quien volvió a
jonronear, hicieron añicos a los lanzadores visitantes. La serie se colocaba 3
-1 en favor de la escuadra del este. Por otra parte, el mastodonte Martínez
seguía sin producir; los pitchers taurinos lo tenían controlado, negándole
buenos lanzamientos, algo muy parecido a lo sufrido por Barry Bonds, en las
eliminatorias de la Liga Nacional de 1991 y 1992, y su ansiedad, frente a los serpentineros
todos estelares de los Bravos de Atlanta.
El sueño romanense, del primer campeonato,
ya estaba a la vuelta de la esquina.
Otra vez a
Santiago
Nunca tendré razones para quejarme de la
temporada 1994-95. Soñaba conocer el Estadio Cibao, y lo conseguí a lo grande. El
sábado 28 de enero, por razones laborales, mi madre tenía que viajar a Santiago
de los Caballeros a la tienda principal de la Veterinaria del Norte. Nos fuimos
en aquella guagua de carga que la empresa le había asignado par de años atrás.
Alcides Brito, uno de los chóferes de la empresa, condujo los más de 150
kilómetros hasta la provincia cibaeña.
Ese sábado no habría partido en la serie
final, ya que era libre para ambas escuadras. La tarde de aquel día, mi madre y
yo nos hospedamos en casa de Genara y Nelson, una vivienda alquilada, de un
solo piso, localizada cerca del Yaque del Norte, principal río de Santiago.
Mi madre se regresó a Santo Domingo la
mañana del domingo 29. Yo decidí quedarme para ir al partido de la tarde, el
quinto de la serie final. Ella, antes de marcharse, me había dejado algo de
dinero para ello.
A las cuatro de la tarde, de ese domingo 29,
empezó el quinto partido. El parque de béisbol estaba repleto de público. De La
Romana arribaron en buses numerosos hinchas con la esperanza de ver coronar a
su equipo en la casa ajena. Yo, conseguí asiento en la zona del grand stand de
la derecha. Alfonso y Óliver, mis primos, me acompañaron esa tarde.
En la primera entrada, frente a Hipólito
Pichardo, abridor de las Águilas, los visitantes tomaron el comando con dos
anotaciones. En la tercera, mediante largo batazo de Félix Fermín que pegó en
la pared y trajo dos para el plato, los locales igualaban el score (2-2). Los fanáticos cibaeños aún
mantenían las esperanzas de un mañana en vez de que su equipo muriera esa
tarde. Los jugadores visitantes, no pensaban igual, yéndose al frente (3-2) en
el inicio de la quinta. El dirigente de los norteños, Miguel Diloné, trajo a
lanzar a Robinson Pérez Checo, quien en lo adelante, puso freno a los intentos
de los Toros de ir a por más. En el cierre del quinto capítulo, las Águilas,
con sencillo remolcador del veterano Stanley Javier, consiguieron de nuevo la
igualada (3-3) y, en la sexta, con batazo mal conectado de Alex Arias, un globo
inalcanzable, para el segunda base y jardinero central de los Toros, empujó la
de la ventaja (4-3).
El relevista Pérez Checo se ocupó de
preservar la ventaja y llevarse la victoria (4 a 3) por los amarillos. El
playoff se ponía 3-2 aún a favor de los de La Romana. El toletero Domingo
Martínez, de nuevo alicorto, volvió a ser la decepción. De su bate no salía ni
el más mísero hit.
Lunes 30,
fecha sorpresa
El domingo 29 dormí de nuevo en casa de
Nelson y Genara, padres de Alfonso. Tras levantarme en la mañana del lunes 30 y
comer mi desayuno, ha sonado el teléfono. Mi tía Genara lo contesta y me lo
pasa: “es para ti, es Mayra”. Tomo el auricular y escucho. Mayra me cuenta que
mi madre quiere que me regrese a la capital, que el camión de la Veterinaria
del Norte me pasaría a recoger en dos horas. Le respondo a esta que me quiero quedar
en Santiago hasta mañana (martes 31), ya que era probable, de que las Águilas
ganaran en La Romana esta noche y provocaran el séptimo decisivo al otro día.
“Pue mira, tu mamá te va a llamá en un rato, ella dice que tú tiene que volvé a
la capital”. Ahí quedó todo en cuanto a la misión de mi tía Mayra. Veinte
minutos más tarde ha telefoneado mi madre. Me ha pedido encarecidamente que
regrese en el camión a la capital. Le he dicho que me quiero quedar, “si las Águilas
ganan hoy, en La Romana, la serie se empata, y habrá séptimo juego acá mañana.
Ma, por favor, yo no quiero perder esa oportunidad”. Ella insiste y me
garantiza que en caso de que haya séptimo juego me permitirá regresar a
Santiago para verlo. En cambio, yo trato de convencerla de que quedándome el
lunes en Santiago y regresando, según mis hipotéticos cálculos, el miércoles
temprano, le ahorraría el tener que darme más dinero. Claro está, para que esto
ocurriese, tendría que ganar mi equipo, el lunes en la casa contraria, y
regresar, para el decisivo duelo, el martes 31, no importando quien saliera
victorioso en este último. Mi progenitora cedió, no por convicción, sino porque
consideraba inútil seguir discutiendo conmigo.
A las 10 de la mañana, tomé un carro
público hacia la Yoli Mary. Allá me encontré con mi tío Luis leyendo el periódico.
Tras conversar un poco sobre la victoria de las Águilas el día anterior me
asalta con una invitación: viajar a La Romana, al Estadio Francisco Micheli, a
ver sexto juego de la final. Me explica que el tour cuesta 350 pesos por
persona y los buses saldrán a la una de la tarde. Le contesto que apenas poseo
doscientos pesos, lo suficiente para el juego del martes, en caso que lo haya y
el pasaje de regreso a Santo Domingo el miércoles. Me dice que descuide, que él
me paga el asunto y luego se entiende con mi madre cuando vaya a Santo Domingo.
No hubo mejor oferta que esa. Acepté sin vacilar. Ya era mucho lo conseguido en
el 95: conocer el estadio de mi equipo, incluyendo los partidos de la final
disputados en éste; haber vuelto al Tetelo Vargas (de San Pedro de Macorís)
tras 16 años y, para gracia mayor, conocer otro estadio que no estaba en mis
planes. Esto era como recibir un regalo inalcanzable, no pedido a Santa Claus. Y
a un regalo así, jamás, y menos en esa coyuntura, le diría que no.
A las 12:30 de la tarde, mi tío y yo nos
dirigimos a la zona monumental, donde posa el Monumento a los Héroes del 30 de
mayo, arquitectura levantada durante la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo.
Allá, sobre una calle colindante, se hallaban estacionados tres autocares.
Abordamos uno. Mi tío pagó los 750 pesos. Ese monto nos garantizaba el traslado
ida y vuelta, dos buenos asientos en la zona de palco para el sexto juego en el
Francisco Micheli así como un refrigerio pero solo en el trayecto de ida.
El bus arrancó a la una y treinta de la
tarde. El tránsito en la autopista Duarte, al principio bien fluido; luego se
tornaba denso. En situaciones normales un viaje de Santiago a La Romana en
aquel tiempo podía tardar cerca de cuatro horas y media, pero dado el
congestionamiento aquella tarde, la duración excedería esa estimación de forma
considerable. A las cinco pasábamos por Santo Domingo rumbo hacia la autopista
Las Américas. Tardamos una hora y media, por culpa de los tapones, en llegar a
San Pedro de Macorís. Siendo las 6:30 p.m., miraba por la ventanilla, como algunos
habitantes nos miraban con cierto desprecio, con un dejo de odio perceptible en
sus rostros. Menos mal que los buses que venían desde Santiago apenas iban de
paso por ese pueblo, sin realizar la más mínima parada, pues, en caso
contrario, hubiésemos estado en problemas. Y es que existía una especie de odio
jurado, más bien histórico, por parte de los petromacorisanos, mayoritariamente
hinchas de las Estrellas Orientales, quienes jamás le perdonaban a las Águilas
Cibaeñas haberles derrotado en las series finales del 75 y 87, aplastándoles y
campeonando en su propio territorio. Al menos en materia beisbolera, y siempre contra
los fans de las Águilas, la palabra perdón
jamás gravitaría en el cerebro de los estrellistas de Macorís del Mar. Ellos, de seguro, deseaban ahora nuestro mal
en La Romana.
Tomamos la carretera en ruta a La Romana,
el destino final. Una hora nos tomó este último tramo, llegando a las 7:30 p.m.
El bus aparcó en la zona de aparcamiento del estadio de los Toros del Este. Lo
mismo hicieron los otros dos que nos seguían.
Al desmontarnos todo sería fácil.
Nuestras boletas para el partido estaban bajo estricto resguardo en el área de
boletería. Todo era cuestión de que un representante nuestro se apersonara y
las retirara. Nada de caos. Al poco rato, entramos al estadio y ubicamos
nuestros asientos en palco.
Atestado de público se hallaba todo el
Francisco Micheli cuando el partido dio inicio. Eran las ocho de la noche. Por
las Águilas lanzaba un importado apellidado Keyser; por los Toros el criollo
Antonio Alfonseca. Los cibaeños, antes del quinto amagaron en dos ocasiones con
anotar, no lo consiguieron, amén de haber colocado corredores en tercera y
segunda con menos de dos outs. Los Toros, tomaron la ventaja en el quinto (1-0)
gracias a sencillo remolcador de Domingo Cedeño al jardín derecho. El público,
mayormente taurino, enloquecía de euforia. El esfuerzo de todo un año querían verlo
recompensado con el primer campeonato, esa corona que colocaría a su equipo en
la historia de los ganadores, en el listado de los conjuntos campeones del
béisbol local.
Tres episodios después los dueños de casa
anotaron una más, cortesía de un largo doblete remolcador del estadounidense
Jerry Brooks. El uno a cero se convertía en dos a cero (2-0) y a las Águilas Cibaeñas,
escuadra de larga historia beisbolística, les quedaría una sola oportunidad.
Tendrían la posibilidad de: empatar, tomar la delantera o, en el peor de casos,
y parecía inminente, hacer nada y caer derrotados. Para la decepción de los
aguiluchos que hicimos el viaje desde Santiago, ocurrió lo último. El relevista
importado Williams se ocupó de retirar en cadena a los tres bateadores del
noveno aguilucho, siendo Félix Fermín el último out con rolata al torpedero, quien
lanzó a primera y lo sacó fuera. Los aficionados, se tiraron al terreno de
juego; aquello era el pandemonio, el más ensordecedor de los ruidos jamás oído en
La Romana en toda la historia; la más difícil, e imposible de las odiseas, se había
hecho posible; el sueño, ya no era sueño, sino realidad.
Eran más de las once de la noche. A mi
alrededor hubo fanáticos jubilosos. Les felicité y estreché la mano a varios de
ellos. Mi tío y yo nos marchamos, salimos del parque y abordamos nuestro
autocar. La noche estaba fría, pero la zona de parqueo, y todo el pueblo de La
Romana, eran un hervidero de emociones …también de euforia incontrolable.
Mientras nuestro autobús empezaba a
rodar, una multitud de ganadores nos abucheaba al salir. No podíamos hacer
nada, solo apelar al silencio y tomar carretera, rumbo a nuestro Santiago de
los Caballeros. Más de cuatro horas de viaje, vencidos. Me dormí en mi asiento.
Como a las 3:15 de la madrugada llegamos a Santiago. En el área monumental nos
quedamos. Mi tío llamó por celular a un taxista. Este llegó en tres minutos. Abordamos
el auto. Conversamos, en el trayecto hacia Llanos de Gurabo, de la derrota, del
papelón de Domingo Martínez. El chófer quiso saber si llegó a dar al menos un
hit. “UNO SOLO”, respondió incomodo mi tío. “¡Un solo hit el cuarto bate!” “¡Uno
solo!” “¡Qué vergüenza!”, eran las exclamaciones de asombro del taxista, quien
no tenía un dejo del acento cibaeño. Luego agregó: “Domingo Martínez utilizó
mis servicios varias veces esta temporada. Era uno de mis clientes fijos. ¡Qué vergüenza
hombre, un solo hit de quien se esperaba iba a acabar en esta final!”.
Finalmente llegamos a la casa de mi tío.
Yolanda, su esposa, nos esperaba despierta. Nada más entrar, busqué la
habitación, y me eché en la cama por tres horas. Al despertar, poco antes de
las siete de la mañana, me aseé y luego desayuné. Arreglé mi bulto de viajero
y, a eso de las 8:00 a.m. mi tío me dejó en la estación de Autobuses Metro.
Compré mi boleto de regreso a Santo Domingo. Abordé el bus. Al poco instante
este se puso en marcha. Mientras me alejaba de la ciudad reflexionaba. No había
razones para la queja. Me sentía agradecido de la soberbia temporada de mi
equipo, aunque se perdiera la gran final. Agradecido mil veces me sentía, sabía
en mi interior, que los campeonatos llegarían años después. Estaba confiado, seguro
que en esta vida los episodios eran cíclicos. En todo estaba lo cíclico, en
política, béisbol o cualquier otro deporte, en los desastres naturales, en
todo. Un nuevo mañana siempre vería la luz.
Agradecimiento:
A mi estimado colega de la crónica beisbolera Tony Piña Cámpora, quien
me auxilió con informaciones de los box
scores de los seis juegos de la final de 1994-95.