domingo, 20 de junio de 2021

Aquellos zapatos no encontrados pero que estaban …la boda que me perdí

 Mis zapatos negros no aparecían. Busqué bien a fondo en mi bulto de viajero. Nada. Mi madre y Carlos también se unieron a la búsqueda. Desempacaron todo lo que había adentro y nada. Removieron el bolso, lo sacudieron, pero los zapatos seguían ausentes

 

Por Iván Ottenwalder

Recuerdo muy bien aquel enero de 1987, como también numerosos episodios de mi vida a lo largo de mi infancia (años 80), adolescencia (90) y adultez (finales del siglo XX y lo vivido en el XXI). Pero en este relato que les entrego a mis apreciados lectores, me ceñiré específicamente a un capítulo muy especial e inolvidable, y considero que lo es, debido a la manera en que ha gravitado en mi memoria por algo más de tres décadas, a tal punto, que he tenido que aprender a vivir, muy sabiamente, con aquella histórica jugarreta del destino. Se trata de la boda que me perdí, la de mis tíos Juan Omar y Rossy, el sábado 24 de enero de 1987, en Baitoa, para aquel entonces y hasta nuestros días una zona rural perteneciente a la provincia Santiago de los Caballeros.

La República Dominicana de entonces era gobernada por Joaquín Balaguer y los conservadores del Partido Reformista Social Cristiano (PRSC). En aquel tiempo mi familia (padre, madre y hermano) vivíamos en el número 13 de la calle Jesús Salvador del barrio Los Maestros, en Santo Domingo. Yo cursaba el quinto grado de la primaria en el Centro de Educación Integral (CEDI), colegio CEDI como era conocido por todos mis contemporáneos.

Iglesia San Ramón Nonato, de Baitoa.


Durante varios veranos (del 81 al 86), coincidentes con mis vacaciones escolares, solía pasarme dos o tres meses, ya fuese en San José Adentro, donde residían mis abuelos paternos, o Baitoa, pueblo de mis abuelos maternos. Ambas, comunidades rurales de Santiago. 

En una de esas vacaciones, para ser más preciso del 84 u 85, fue que conocí a Rossy Genao, novia de mi tío Juan Omar. Eran muy jóvenes, él médico pediatra y ella no recuerdo. Yo era un niñito de 9 o 10 años de edad. La novia de Juan Omar, dominicana y ciudadana estadounidense acostumbraba, junto a sus padres y hermanos, venir de verano al país, a una casa que tenían en el Distrito Nacional. Resultó ser que, por una de esas coincidencias del destino, Rossy se hallaba un buen día en Baitoa junto a varios de sus familiares y, en ese mismo espacio tiempo también se encontraba Juan Omar, de servicio en la clínica rural de su pueblo que Rossy y los suyos habían visitado de paso. Hubo miradas y saludo; así empezó todo entre él y ella. “El doctorcito no se ve tan mal”, pensó ella para sus adentros. En menos de dos meses, ya estaban empatados como dirían en Venezuela o, en amores como diríamos los dominicanos. 

Ya en 1986 la pareja había fijado la fecha de matrimonio: 24 de enero del 87 en la Iglesia San Ramón, en Baitoa. Pocos meses antes llovían las tarjetas de invitaciones. Los invitados se contaban por legiones, entre ellos los de la pequeña Baitoa, que no cabían de entusiasmo, pues su gente esperaba con anhelo y por horas aquel evento que consideraban sería una boda de ensueños. 

Esto no es una exageración. Juan Omar Núñez, hermano de mi madre Marisol, era visto como un gran referente por los baitoeros de los 80. Era el médico encargado del área de pediatría de la clínica de Baitoa; también hacía las veces de auxiliar en la sala de urgencias, atendiendo a pacientes de todas las edades. 

Recuerdo muy bien cuando en un verano del 85, durante las fiestas patronales de San Ramón Nonato, santo patrón de los baitoeros, Juan Omar fungió como maestro de ceremonias de un concierto musical en el que numerosos niños y jóvenes, en una noche inolvidable, dieron riendas sueltas a sus dotes artísticas. 

Hospital Municipal de Baitoa.


Mi tío siempre estuvo integrado de lleno en cualesquiera de las actividades o problemas concernientes a Baitoa. Era una voz escuchada y respetada. Tampoco puede dejarse de mencionar su liderazgo y brillantez como baloncestista, en la liga de baloncesto de su pueblo natal. Su norte fue la excelencia: abnegado médico y excelente jugador de básquet. No le dio margen a la mediocridad. 

La boda

La ansiada boda fue pautada para el sábado 24 de enero del 87, como bien lo había explicado antes. Parientes y amigos de ambas familias, la Núñez y Genao habían recibido con buena antelación, tres o cuatro meses antes del matrimonio, sus tarjetas de invitaciones. Los baitoeros, conocedores de Juan Omar así como de sus padres Marino Núñez y Fineta Pérez, también recibieron las suyas. La pequeña iglesia San Ramón Nonato no daría abasto para tanta gente. Pero así eran las costumbres de los pueblos de otrora, los compueblanos asistían a los actos festivos, daba igual si encontrasen asientos o no. Si tenían que permanecer de pie, con todo el entusiasmo, aguantaban. 

Durante aquella semana en gran parte del país se estaba siguiendo por radio y televisión la serie final de béisbol entre las Estrellas Orientales (de San Pedro de Macorís) y las Águilas Cibaeñas (de Santiago de los Caballeros). Para el sábado 24, día libre para ambos equipos, la serie favorecía a las Águilas 2-1. Yo era niño de 11 años – cumpliría los 12 el 22 de abril – y jamás me perdía los partidos de las Águilas, fuesen transmitidos por radio o tv.

El 24 de enero en horas de la mañana Mercedes, la sirvienta de casa, me preparó mi bulto de viaje. Ya era habitual que cada vez que iba de viaje con mi familia, al interior del país, la trabajadora doméstica, por instrucciones de mi madre, tenía la comprometida tarea de empacarme la ropa y calzado que fuese a necesitar por el tiempo de estadía fuera de la capital. Ella era bastante minuciosa y precavida, con tal de que no quedara ninguna vestimenta fuera de mi bolso de paseo. Que yo recuerde, nunca se le escapó un detalle.

A las dos de la tarde de aquel día enrumbamos a Santiago, en el Subarú color crema de mi padre; él al volante, mi madre en el asiento delantero de la derecha y Carlos y yo detrás. El trayecto de casi dos horas. La autopista Duarte apenas contaba con dos carriles, en vías contrarias, uno para la ida y el otro para el regreso. Aquella carretera principal vendría a ser remozada y ampliada a cuatro carriles – dos para la ida y dos al regreso -  ya para los años 95 y 96, últimos de la presidencia de Joaquín Balaguer.

Como mi padre era y siempre ha sido un hombre de conducir prudente, el viaje le tomó, como era habitual, dos horas. Pasadas las cuatro de la tarde ya estábamos en Santiago de los Caballeros, en casa de Adada y Toño, tíos de mi madre.

Una vez allí, luego de charlar un poco con los anfitriones nos duchamos y vestimos con la indumentaria adecuada para la boda. Lo hicimos sin mucha demora, pero, el imprevisto, sin ser invitado, surgió de repente: mis zapatos negros, no aparecían. Busqué bien a fondo en mi bulto de viajero. Nada. Mi madre y Carlos también se unieron a la búsqueda. Desempacaron todo lo que había adentro y nada. Removieron el bolso, lo sacudieron, pero los zapatos, seguían ausentes.

 Parque de Baitoa.

Desgraciadamente y dada la hora, la 5:35 p.m., hubo que tomar una decisión. “No no no, que se quede, no va para la boda, que aprenda a prepará bien su bulto pa la próxima”, había sentenciado severamente mi padre. Desafortunadamente no tenía argumentos con qué defenderme y lo acepté, incrédulo, pero sin rechistar. Y digo incrédulo porque me costaba creer que Mercedes, siempre tan precavida cometiera aquella pifia. No entendía cómo pudo haber ocurrido aquello, pero, el daño ya estaba hecho. Finalmente, mis padres y Carlos se marcharon para Baitoa sin mí.

Me quedé en la vivienda de los tíos de mi madre que, en efecto, también eran mis parientes. No fue mucho lo que hice en aquella estancia, encerrado entre paredes, viendo televisión, cenando a las ocho de la noche, y platicando sobre la final de béisbol con Toño. Ambos, éramos aguiluchos.

A las siete de la noche, en Baitoa la Iglesia San Ramón era un lleno total. En aquel templo católico, abarrotado de invitados no cabía un ser humano. Afuera, el público era más numeroso. Aquello, parecía la boda del siglo.

Mi padre, que varios años después alegaba, y todavía hoy no recordar haber ido a esa boda, fue de los primeros en firmar el libro de testigos. Carlos lucía su flamante blazer color blanco, mi madre un vestido elegante; Emilia María, primogénita de mis tíos Luis Núñez y Yolanda Checo, con apenas cuatro añitos, desfiló junto a otros niños (Yesmín Vilorio, Óliver y Alfonso Núñez), vestidos de blanco celestial, como pajecitos.

La logística que se llevó a cabo apostó a la perfección y afinó bien los detalles, con tal de hacer un cuento de hadas posible. Una boda rural, pero con características de ensueño. La decoración floral, el coro de voces, los vestidos de gala de los invitados y la elegancia de los novios que se juraban amor eterno respondiendo sí, acepto ante el sacerdote que los casaba, quien los declaraba marido y mujer. Luego el beso, después el sonido de los aplausos, seguido del estruendo enloquecedor de la concurrencia, tanto la de adentro como la de afuera de la capilla: ¡VIVAN LOS NOVIOS! ¡BRAVOOOO!

Juan Omar y Rossy dejaban atrás el mundo del noviazgo y la soltería para convertirse en el uno para el otro. A la salida del templo, la gente los recibió con flores y más vítores de júbilo.  Baitoa, era un pandemonio de alegría.

La fiesta

En el paraje de Matanzas, a poca distancia de Baitoa, se efectuó la fiesta en honor a los recién casados. Una enorme fila de carros llegaba al club de la Universidad Católica Madre y Maestra para festejar hasta el amanecer.

Panorámica de Baitoa.

No todo el pueblo de Baitoa estuvo en el club; la mayoría de sus habitantes celebraron paralelamente, pero a distancia. Los únicos asistentes, fueron familiares y allegados, los más cercanos a la pareja de casados, que eran bastante. Se comió, bailó e ingirió mucho alcohol pasada las tres de la madrugada. Al día de hoy, 20 de junio de 2021, 34 años después, Juan Omar Núñez y Rossy Genao aún conservan el vídeo de su inolvidable y épico matrimonio.

Regreso a casa

El domingo, pasadas las ocho de la mañana, mis padres, Carlos y yo tomamos el desayuno. Ellos habían regresado adonde Adada alrededor las tres de la madrugada. Me contaron lo buenísima que se dio esa boda, y lo mucho que se disfrutó. Vine a corroborar esa información en diciembre de 1991, cuando estando en Miami junto a mi madre, en casa de Juan Omar y Rossy, estos últimos radicados allá desde hacía un poco más de tres años, nos mostraron el vídeo de la boda y celebración.

Después de desayunar mi madre decidió que regresaría a Santo Domingo con Frank y Mirtha en horas de la tarde; en cambio, mi padre, Carlos y yo pasaríamos por San José Adentro, uno de los campitos más atrasado de la provincia de Santiago en aquel entonces, donde vivían nuestros abuelos paternos. Allí duramos hasta las cuatro de la tarde.

Al llegar la hora de partida, nos despedimos de los viejos abuelos, Facundo Primitivo Ottenwalder y Genarita Adams; también de Victoria, su fiel cocinera y lavandera de muchos años. Ahora nos esperaba un largo trayecto hacia la capital.

En el trayecto, encendimos la radio del carro para sintonizar el cuarto partido de la serie final. El playoff favorecía a las Águilas, 2-1, pero ese juego, el que estábamos oyendo en el camino, estaba favoreciendo a las Estrellas Orientales, primero 1 a 0 y después 2 a 0. El partido, disputado en Santiago, aún era joven, solo se habían jugado cinco episodios, y los dueños de casa, conocidos por su fama heroica y ancestral de jugar requetebién en su nicho, sobre todo en desafíos de grandes finales, eran capaces de todo …absolutamente de todo.

Efectivamente que si lo eran. Ya en la sexta entrada lo habían igualado a dos carreras, una de ellas, cortesía de un error imperdonablemente garrafal de la defensa oriental. Un disparo salvaje hacia home del jardinero izquierdo de las Estrellas permitió que Benny Distefano, un corredor con la velocidad de una tortuga, pudiese anotar la vuelta del empate. En caso del que el tiro hubiese sido bueno, el cátcher Mark Parent lo hubiese puesto out.

Avanzaba el duelo y llegaba la parte baja del octavo capítulo. Las Águilas le daban vuelta al score y se iban al frente 3 a 2. Era de noche, como las siete y treinta. La escuadra de San Pedro de Macorís vendría a por todas en el inicio de la novena, era su now or never. Ante un pícher aguilucho descontrolado el equipo verde logró llenar las bases sin outs. Alfredo Griffin pegó el sencillo y provocó la igualada. El dirigente de los amarillos, Winston Llenas se ha dirigido al montículo, sacado al lanzador que no resolvió y pedido a otro. Confía en Arturo Peña, hermano de receptor Tony Peña, una superestrella del béisbol local, establecido en las Grandes Ligas desde 1980. Todo un ganador.

Los hermanos, reunidos en la lomita de lanzar, se toman unos breves segundos para trazar una estrategia frente a los próximos tres bateadores. ¿Se habrán puesto de acuerdo?

El juego prosigue. Estoy asustado por lo que pueda ocurrir; Carlos también. Mi padre debe seguir conduciendo el auto y llegar a Santo Domingo. Todo se vuelve silencio dentro del coche. El narrador anuncia por la radio que las Estrellas amenazan seriamente. Las bases estaban llenas, cero outs y la pizarra empate a tres.

Lanzador y receptor, hermanos de sangre, se preparan para la difícil tarea. Tienen los nervios de acero. El pitcher Arturo, siguiendo a rajatabla el sigiloso plan de su hermano Tony, quien le dicta las señas para cada lanzamiento, ha ponchado a uno. Bajo el mismo esquema consigue abanicar a otro. Finalmente, despacha al tercero y el susto ha terminado. Hermano lanzador y hermano receptor, dominados por la euforia, se han abrazado y llorado, han evitado que el asunto se salga de control.  Todo sigue igual, 3 a 3. El momento es épico.

Hemos llegado. Mi padre aparca el vehículo. Lo apaga. Desmontamos los bultos y entramos a nuestra vivienda. ¡Por fin en casa! Encendemos el televisor. Mi madre estaba cocinando algo; había llegado primero que nosotros. El juego de pelota en entradas extras. Stanley Javier termina recibiendo un boleto con las bases llenas y dos outs. Las Águilas, finalmente han ganado 4 a 3. La serie se coloca 3-1 en favor de los cibaeños. Mi madre, Carlos y yo aplaudimos el capítulo ganador del equipo santiagués. Mi padre, hombre que nunca se inmuta y, como si tuviera una cremallera en la boca, ha mantenido el silencio.

¡Sorpresa!

Tras finalizar el partido de béisbol mi madre entró a la habitación mía y de Carlos. Estaba desempacando la ropa de mi bulto para organizarla y guardarla, ya fuese en el armario o gavetero. De repente me llama “Iván, ven a ver. Mira tus zapatos, estaban en el bulto”. Yo solo atiné a decir “pero me perdí la boda, no pude ir”. Ella asintió: “Es verdad, te perdiste la boda porque no buscamos bien esos zapatos cuando estábamos donde Adada. Ay, mira que Mercedes te los había puesto en el bulto y hasta envueltos en una funda…”.

Ya nada se podía hacer. No había reparos. Mi viaje a Santiago había sido en balde. Las cosas no salieron bien y por ello no fui a la boda. Los zapatos viajaron, estuvieron dentro del bulto, pero ya en Santiago, se negaron a aparecer. Su búsqueda resultó infructuosa. Al final, quedé libre de culpas.

Agradecimiento:

A mi tío Luis Núñez por gran parte de la información suministrada. 

domingo, 2 de mayo de 2021

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viernes, 19 de marzo de 2021

¡Misión cumplida! La vivienda de mi madre, Marisol Núñez, ya está pagada

 Los recibos originales y copias de los pagarés, incluyendo el último, reposan dentro de mi archivo de documentos.

Por Iván Ottenwalder

El miércoles 3 de febrero de este año representó una fecha muy especial en mi vida: la promesa hecha desde finales de 2015 de saldar hasta el último centavo la deuda del apartamento de mi madre, por fin se había hecho realidad. Fueron casi cuatros años y medio, desde que asumí aquel fiel compromiso el 25 de julio de 2016, pagando mes tras mes a la Administración General de Bienes Nacionales, entidad estatal, las cuotas de dos mil seiscientos cuatro pesos con cuarenta centavos, todas ellas ya vencidas pues debieron haber sido liquidadas precisamente en aquel año. Mi madre, Carmen Rita Núñez, Marisol para casi todo el mundo, había caído en serias dificultades financieras desde mediados de 2012, razón por la cual decidí hacerme responsable del monto de pago pendiente por su piso en el Residencial José Contreras. 

Afortunadamente, su desgracia económica no se prolongó por más de tres años, y ya para 2015 se había recuperado bastante de aquellos tollos financieros que la estuvieron estrangulando desde su salida en 2012 de Soluciones Veterinarias (Solvet) a raíz de la ruptura en malos términos con su antiguo socio, un empresario económicamente exitoso pero moralmente sin escrúpulos a la hora de hacer negocios. Mi progenitora, no ha sido la misma desde entonces, jamás ha podido recuperar la bonanza económica que disfrutó en la década de los 90 del siglo pasado cuando laboró para Veterinaria del Norte, empresa privada para la que fue accionista desde mediados de los 80 hasta agosto del 2002. 

A sabiendas de sus compromisos atrasados, sobre todo bancarios, a los cuales les ha hecho frente con decidido estoicismo, y en vista de que nadie en su familia la ayudaría en lo mínimo a liquidar lo adeudado por su apartamento, no me lo pensé dos veces para tomar la sabia decisión. Aquel patrimonio, su vivienda, la misma que deberían heredar sus hijos Carlos e Iván, no podía echarse a perder. 

Un poco de historia 

Para el verano de 1992 mis padres se habían divorciado por incompatibilidad de caracteres. Satisfactoriamente habían llegado a un feliz arreglo. Mi padre, Facundo Ottenwalder, se quedaría viviendo con mi hermano Carlos en la casa del barrio Los Maestros; en cambio mi madre y yo nos iríamos, pero ella se llevaría todos los muebles, utensilios de cocina y electrodomésticos para un piso alquilado en el sector El Millón. En pocas palabras, le dejó la vieja casa familiar prácticamente vacía, apenas con dos camas y algunos enseres esenciales. 

Aquel matrimonio, ya andaba mal desde 1986. Para 1989 ni siquiera dormían juntos. Mi madre había decidido llevar un estilo de vida muy moderno y recuperar, a su juicio, los años no disfrutados en su juventud. Ese modernismo se reflejó notoriamente: aprendió a conducir el auto, tandas de gimnasio todas las noches, lecciones de inglés, nuevas amistades, cine, café bares y, ocasionalmente, algunas discotecas exclusivas. También se decantó por los partidos de baloncesto del Distrito Nacional, clases de salsa, navidades donde sus padres y hermanos en Miami, Florida, a las cuales siempre la acompañaba. 

En la práctica estaba llevando una realidad paralela. Aunque se consideraba desdichada en su matrimonio, por otro lado disfrutaba al máximo de sus andanzas y vida alegre.  Desde finales de 1990 solía verse constantemente con su profesor de inglés, Juan Ramón, ya fuese en el cine, la disco, la piscina y, por qué no, hasta en el majestuoso concierto de Air Supply celebrado durante la primavera de 1991 en el Hotel Jaragua. 

Aquel grupo de baladas australiano dejó una imborrable huella en la juventud dominicana de aquel entonces. Se pude definir como locura lo vivido en la primavera del 91. Legiones de chicos y chicas de los estratos sociales mediano y elevado de la capital dominicana y el país fueron hechizados por la magia de las canciones románticas de aquella agrupación. La juventud había enloquecido, vivían un estado de éxtasis, una especie de ensueño similar a lo vivido en el Madrid de 1965 con la visita de los Beatles en plena dictadura de Francisco Franco. 

Los jevitos de familias adineradas así como dominicanos adultos, mayores de 25 años, conocedores de la buena música foránea, abarrotaron la sala de concierto del Jaragua para disfrutar de Air Supply. Muchos, entre ellos mi mamá y Juan Ramón, presenciaron el espectáculo de pie. 

Aquel episodio también dejó una verdad absoluta imposible de refutar: no fueron pocos los adolescentes que se metieron en amores, como decimos los dominicanos, por obra y gracia de aquellas inolvidables baladas de Air Supply. Otros tantos, se volvieron más liberales y mundanos. 

No pretendo condenar a mi madre por el estilo de vida liberal adoptado desde hacía años, mucho menos a Air Supply, tampoco a Juan Ramón. Las cosas, simplemente ocurrieron. Hay gente que cree en lo inevitable y, como bien expliqué antes, aquel matrimonio ya no andaba bien, había llegado a un punto de no salvación. Era inevitable. 

Desde el verano del 92 vivimos mi madre y yo en el edificio Hamlet – Vladimir, en un tramo sin salida de la calle Luis F. Thomén por un periodo de casi cuatro años (1992-1996).

Siendo honesto nos sentíamos bien residiendo en El Millón. Hicimos nuevas amistades, tuvimos muy buenos vecinos. Pude haber flechado alguna chica como Soraya, Haroli u otra, pero la cobardía o timidez, como casi siempre en aquellos años, solía derrotarme y, por lo regular, desaprovechaba la ocasión de tener una relación de amor ya fuese corta o larga.

Amén de todo lo expuesto, doña Marisol no quería pasarse el resto de sus días pagando alquiler de apartamento. Por esa razón investigó en el sector inmobiliario sobre el precio de las viviendas y las facilidades de financiamientos. Después de tanto calcular no le gustaron los montos establecidos, desestimando la idea de comprarle un piso a la banca privada.

Un día de finales de 1994 visitó a Teófilo Carbonell, un prestigioso arquitecto oriundo de San Cristóbal, dirigente de primera línea del Partido Reformista Social Cristiano y hombre de confianza del presidente Joaquín Balaguer, gobernante de la nación en aquel entonces. Eran grandes amigos desde hacía más de un lustro. Mi madre siempre le atendía cuando frecuentaba la Veterinaria del Norte en procura de productos - alimentos y fármacos - para su adorable cría de perros. Usualmente, le hacía muy buenos descuentos. Durante la mencionada visita Marisol le contó su situación, su deseo de tener una vivienda propia en un buen lugar. El arquitecto de grandes obras como el Teatro Nacional de Santo Domingo, El Gran Teatro del Cibao y el Faro a Colón se puso a su disposición de inmediato. Le comentó sobre un proyecto habitacional que se estaba construyendo en la avenida Independencia denominado Residencial José Contreras. Le prometió ayudarla a conseguir uno de esos apartamentos y para ello le escribió una carta de recomendación al presidente Balaguer como también se puso en contacto con Clarisa Jiménez, mujer de mucho poder en la administración reformista y cercana al mandatario.

Con unos contactos de mucha influencia en el gobierno, tipos pesos pesados, difícilmente le negaran el apartamento a mi progenitora. Eso sí, el proyecto de viviendas esperaría hasta el año 1996 para ser entregado.

Para finales de julio del 96 mi madre recibió la gran noticia. Clarisa Jiménez le informaba, vía celular, que la entrega de pisos se efectuaría a principios de agosto y que su nombre figuraba en la lista. ¡Ya era un hecho!

Recuerdo aquella tarde. Teníamos visita familiar en el apartamento alquilado de la Luis F. Thomén. Todos estallamos de alegría. El júbilo nos arropó; la bulla dijo presente. Mi madre, la gran agraciada, no pudo contener el llanto de la emoción; su hermano Juan Omar, sus cuñadas Mayra Mieses y Rossy Genao, mis primos Óliver y Michelle y, por supuesto, el autor de este relato, parecíamos locos celebrando una corona de campeonato.

Días antes de Balaguer entregar el poder al presidente electo Leonel Fernández, Marisol recibía las llaves de su vivienda. ¡Su sueño se hizo realidad! Jamás puedo olvidar a la muchedumbre de beneficiarios, aglomerada en una de las principales vías del complejo habitacional recibiendo sus apartamentos por parte de las autoridades cuasi salientes. Todos contentos. El arquitecto telefoneó por celular a mi madre para felicitarla. Ella me lo puso luego al teléfono. Le di las gracias infinitas. Recuerdo su respuesta: “Salud, salud y bendiciones”.

Aquella vivienda, como todas las entregadas por el Estado, no fue gratuita. Esos apartamentos, situados por el kilómetro 101/2 de la avenida Independencia, tuvieron un precio de 775 mil pesos dominicanos. Para obtener uno de ellos, además de la cuña política, había que adelantar un inicial de 150 mil (RD$150.000.00). El financiamiento estaba contemplado a 20 años, desde 1996 al 2016, pagando cuotas mensuales de RD$2,604.40 a la Administración General de Bienes Nacionales o al Instituto Nacional de la Vivienda (INVI).

Lo que pasó después

Nos mudamos al nuevo apartamento a principios de 1996. El Estado había concedido un año de gracia a los adquirientes de cada piso antes de que empezaran a pagar las cuotas mensuales. Mi madre optó por hacerlo desde el principio. En ocasiones abonaba hasta tres mensualidades en un solo mes. Así lo hizo hasta principios del 2003, año en que comenzó a bajar la guardia. Su sentido de la responsabilidad se había relajado, a tal punto de durar hasta tres y cuatro meses para realizar un pago. En los años posteriores, fue igual o peor. Para la primavera de 2003 había entablado una relación amorosa con Francisco El Gallero, un hombre de dudosa reputación, mujeriego, dado a la lidia de gallos de pelea y al trago. Juan Ramón, su expareja, hacía poco se había ido de la casa tras más de diez años de relación sentimental. Eso le afectó mucho y, quizás por impulsos o rebeldía, prefirió buscarse rápidamente otra pareja en lugar de darse un tiempo prudente, digamos seis o siete meses, para tratar de sanar emocionalmente el quiebre con Juan Ramón.

Mi madre había renunciado en el verano de 2002 de la Veterinaria del Norte, empresa en la que ella había progresado y alcanzado una buena estabilidad socioeconómica (1981-2002) para fundar junto a un próspero inversionista Soluciones Veterinarias (Solvet). El nuevo negocio tuvo dificultades para arrancar y nunca pudo despegar como realmente se esperaba. Hubo errores de gerencia y ventas, los cuales prefiero no detallar en este momento. Lo cierto es que el poder adquisitivo de Marisol no volvería a ser el mismo de otros tiempos. Todo ello, unido al desamor y a la aventura fallida con el gallero (2003-2005), trajeron una retahíla de fracasos para ella y la empresa.

A mediados de 2012 las cosas finalizaron de mala manera. Mi madre y su socio dieron por finalizada la relación laboral. Meses después ella hizo nuevamente mundo aparte. Para el otoño de aquel año alquiló un local en otro punto y poco a poco levantó una tiendita veterinaria. A finales del 2013 se mudó a otro local y a mediados del 2014 a otro. En ese último se ha mantenido hasta la actualidad.

Aunque es su propia jefa todavía no encuentra la fórmula de prosperar grandemente su negocio. Ha podido dejar atrás deudas viejas pero solo para meterse en otras, tan exageradas como las anteriores. A decir verdad, no sé si podrá sobrellevar tanto yugo por mucho tiempo. Si lo logra, es una maga, y habría obviamente que felicitarla y aplaudirla rabiosamente.

Ella se desentendió por años de los pagarés a Bienes Nacionales. Cuando asumí la deuda de su apartamento en julio del 2016 acumulaba casi seis años de atrasos. Menos mal que el Estado no le estaba cobrando moras por todos esos atrasos generados. De ser así, confieso, se me hubiese hecho bien complejo liquidar lo adeudado. Voy a ser justo en reconocer que mi madre se entusiasmó un poco al verme pagar las mensualidades de su piso, razón por la que me ayudó, aunque por poco tiempo, a abonar algunos meses. Ese fervor le duró poco, ya para la primavera del 2017 se había desentendido por completo. A partir de ahí me las pasaba recordándole constantemente su aporte a la deuda, pero de nada sirvió. Me prometía que abonaría uno o dos meses, pero el tiempo transcurría y nada hacía. Siempre se justificaba con la excusa de que muchas familias estaban en la misma situación de impago, que Fulano o Sutaneja nunca le habían pagado un chele a Bienes Nacionales, que todo el mundo estaba descalabrado, que me despreocupara ya que nunca le quitarían su vivienda. Yo preferí no fiarme de aquel “consejo”. Tal vez no sea viejo zorro, pero conozco bien como suelen actuar los ministros y, sobre todo, en esos asuntos de viviendas con deudas vencidas. Ya en 2002 hubo un intento por parte de Bienes Nacionales de despojar de sus pisos a todas las familias del Residencial José Contreras que tuviesen varios montos atrasados. Incluso, se habló de reestructurar las cuotas de pago bajo el entendido de que, si esos apartamentos hubiesen sido edificados por el sector privado, las mensualidades - capital e interés -, fuesen mucho más elevadas. Todos los beneficiarios del José Contreras se manifestaron y realizaron varias protestas. El doctor Marino Vinicio Castillo (Vincho) y su hijo Pelegrín Castillo Semán, abogados, se ofrecieron a defender gratuitamente a todas aquellas familias que residían en el residencial, la mayoría desde 1996.

El director de Bienes Nacionales de aquel entonces, quizás por instrucciones del presidente Hipólito Mejía, le dio marcha atrás al asunto, salvando de un gran susto a las humildes familias del José Contreras, quienes finalmente pudieron permanecer en sus pisos.

Se llegó a rumorear en el 2002 de que la Administración General de Bienes Nacionales se traía entre manos un plan macabro, consistente en desalojar a varias familias de sus viviendas para otorgárselas a personas amigas y familiares vinculados al gobierno constitucional de período 2000-2004. ¡Cómo olvidar aquel episodio!

Y precisamente aquel episodio, difícil de olvidar, fue que me hizo pensar bien las cosas. ¿Qué garantías podría tener mi madre de que un día no volviese a asumir a Bienes Nacionales un administrador con ínfulas de severo, con el firme propósito de jugarles pesado a todos aquellos beneficiarios de apartamentos o casas que arrastrasen un montón de cuotas vencidas? Una vez ya ocurrió. Puede que nunca más, pero ¿y si sí? A veces no es bueno desafiar al destino.

Por no desafiarlo fue que el pasado 3 de febrero del año en curso saldé lo último que se adeudaba de aquel inmueble adquirido en el 96: diecinueve mil cuatrocientos setenta y siete pesos con 18 centavos (RD$19,477.18).

Los recibos originales y copias de los pagarés, incluyendo el último, reposan dentro de mi archivo de documentos.

Finiquitada la deuda, ahora debemos esperar por el título de propiedad, que tomará su buen tiempo. Espero, no sea una eternidad.