domingo, 20 de septiembre de 2015

Aqua-Flamberg, la tragedia de Alex



A 22 años de su ahogamiento en la piscina de ese club, aún quedan incógnitas.


Por Iván Ottenwalder



Alex y yo. Foto de archivo.
El pasado 6 de agosto del 2015 se cumplieron 22 años de la muerte de mi primo Alex. Había muerto ahogado en la piscina de Aqua-Flamberg, un club acuático ubicado en el sector capitalino de Bella Vista. Hoy en día este lugar recreativo ya no existe; desapareció hace algunos años.

Alex no era un primo sanguíneo; ni siquiera llevaba el apellido Ottenwalder. Fuimos parientes más bien por asuntos de otra naturaleza. Él era hijo de María Australia Vásquez (Estrella), hermana de crianza de mi padre, Facundo Ottenwalder. 

Estrella fue adoptada en su niñez por Genarita Adams y Facundo Primitivo Ottenwalder, mis abuelos, padres de mi papá. En San José Adentro, un campo de Santiago de los Caballeros, estudió, se desarrolló y creció. Una vez adulta se casó con un señor, de otra comunidad rural, apellidado Miranda y de esa relación tuvieron un hijo al que pusieron por nombre Alexander Miranda. 

Antes de entrar de lleno en los detalles de la tragedia prefiero relatar un  poco de historia, remontarme al génesis de todo.

Y ese principio tuvo su origen en el año 1986, aunque no recuerdo la estación precisa, cuando mis padres, deseosos de que aprendiese a nadar, me inscribieron en clases de natación. Como vivíamos en el barrio Los Maestros, del sector Mirador Sur, muy cercano a la famosa escuela de nado Aqua-Flamberg, prefirieron apuntarme allí.

Desde el primer día mis lecciones de natación empezaron a entusiasmarme y, al poco tiempo, mi desenvolvimiento iba por buen camino. En varias ocasiones era mi padre quien me llevaba a ese club; en otras, Mercedes, una sirvienta que duró unos buenos años trabajando en casa. También Carlos, cuando podía y, durante una semana, mi tía Mirtha. ¿Y por qué la tía? Porque durante mis vacaciones me hospedé una semana en su casa.

Parte de aquellas vacaciones también coincidieron con la presencia de Alex en casa, por alrededor de un mes. Aquel niño de campo criado más por mis abuelos que por su madre, conoció y se bañó por primera vez en una piscina. Mientras tomaba mis lecciones junto a otros niños en la alberca profesional, Alex, de 11 años de edad, se divertía bañándose en la de los pequeñines de 5 y 6. Aunque suene gracioso, aquello se convirtió en uno de sus más hermosos capítulos, su más grandioso ensueño consumado. 
Esta era la entrada principal de lo que una vez fue Aqua-Flamberg.

Una vez terminadas sus vacaciones, Alex se regresó a San José Adentro. Yo en cambio continuaba en mi afán por seguir avanzando en natación. Y dicho afán se vio truncado por culpa de mi padre cuando tomó la decisión de retirarme de las clases bajo el pretexto de que el cloro de la piscina era dañino para la salud, a sabiendas de que todas las piscinas del mundo eran higienizadas a diario con cloro.

Una tarde, mi última como aprendiz, mi hermano Carlos se encargó de informarles a los profesores de nado sobre la decisión tajante de mi papá. “No entiendo por qué ahora. Él ha ido avanzando bien en el clavado de trampolín, en el nadado de ida y vuelta. Ahora pasaremos a una etapa de mayor intensidad donde los muchachos tendrán que demostrar más resistencia en el agua, en las brazas y en la rapidez para hacer mejor cronómetro”, le explicó Tatis, uno de mis instructores. 

Carlos comprendió y hasta le dio la razón al instructor, pero era mi papá quien pagaba las clases y decidía si yo continuaba o no. Cuando regresamos a casa le contó a mi padre los argumentos del profesor. Pero intransigente y terco como una mula, mi progenitor me retiró de Aqua-Flamberg. 

Del campo a la ciudad

En 1990 Alex se había ido para siempre de San José Adentro. Se peleó con mi abuelo Facundo, quien fue como su padre y que lo adoptó desde los cuatro años, dándole techo, alimento y mandándole a estudiar a la escuela pública de Mocán, un paraje no tan lejos de San José. Fue en esencia su verdadero padre, mucho más que Miranda, su progenitor biológico que residía en los Estados Unidos.

Una de las hipótesis de Carlos y que aún mantiene hasta hoy es que Alex había sido víctima de un lavado de cerebro. Creía que alguna persona amiga del campo o de la metrópolis de Santiago le había sazonado el oído para que se fuera a vivir hacia la capital, Santo Domingo. Aunque nunca pudo demostrar sus especulaciones y Alex tampoco reveló nada en ese sentido, sostenía que un fulano cualquiera había sido el responsable de convencerle de que en el campo nunca se iba a superar y que jamás pasaría de ser un campesinito siembra yucas y ordeñador de vacas.

Una tarde, sin mucho que decir, Alex agarró un bulto lleno de ropas y se marchó. Mientras cruzaba por el portón de entrada y salida de la finca de abuelo alguien, aparentemente preocupado, le preguntó que le pasaba. Alex, vociferando a todo pulmón, le contestó: “¡Me voy de aquí, no quiero seguí viviendo con ese ladrón!” 

Estrella se hizo cargo de su hijo y se lo trajo a Santo Domingo, a su modesta casita ubicada en el pobretón barrio de Villa Duarte. Lo anotó en la escuela pública mientras mi hermano le hacía diligencias por conseguirle un empleo en un centro de lavar autos (car wash).

Al inicio todo salió a pedir de bocas. Mi primo empezó a descollar como buen alumno en la escuela y también consiguió el empleo de lavador de autos. Pero al poco tiempo se derrumbaron los naipes de la buena suerte. Alex dejó su trabajo porque se peleó con otro empleado del car wash. En tanto, en la escuela, su rendimiento académico empezó a decaer.

 “Y usted, joven, ¿qué le ha pasado? Antes era un alumno brillante y ahora su pobre rendimiento me asusta”, le llamó la atención su profesora. Aún así Alex no desertó la escuela y siempre tuvo intenciones de finalizarla, aunque luego no supiese qué hacer con su vida. 

Cuando nos visitaba en la casa del Mirador, le contaba a Carlos sobre los planes de su padre, Miranda, de sacarle los documentos y llevárselo para New York. En el aspecto social se dio a querer en nuestro barrio de clase media. Casi todos los amigos míos y de Carlos, también se hicieron sus amigos. Incluso, aquellas chicas que nunca me interesaron hicieron buena camaradería con Alex. Se convirtió de repente en un chico very popular
 
Año 1993

Por esta puerta, hoy en abandono, se entraba al famoso club acuático.
Para finales del verano de 1992 mis padres se habían divorciado. Mi madre y yo hicimos tienda aparte y nos mudamos para un pequeño apartamento en el sector El Millón, mientras Carlos y mi padre se quedaron en la casa del Mirador. Por común acuerdo mis padres decidieron no vender la casa, pero mi madre se llevaría casi todos los trastes, dejándola casi vacía. Alex ya no solo visitaría a mi hermano, también mi nuevo hogar. Cuando llegaron las vacaciones veraniegas del 93 solía visitarme con más frecuencia. Compartía con Rebeca, la trabajadora doméstica de casa y amiga íntima de Estrella. Un año antes Rebeca también había sido la muchacha de servicio en la vivienda del Mirador y, gracias a ese vínculo amistoso con su madre, Alex y ella se conocían bastante bien. Durante horas se contaban largos chismes y muchas vivencias. Conmigo hablaba de béisbol y baloncesto. Siempre me preguntaba si tenía novia, que por qué no todavía, me invitaba a que fuéramos a una buena discoteca, que me presentaría una chica, pero yo no estaba en esos planes aún. 

En otra de sus visitas, una semana antes de su trágica muerte, me motivó a que compartiéramos algún rato en un buen lugar para el viernes 6 de agosto. Le di vueltas a la cabeza a ver dónde y no se me ocurría nada. Él fue más listo y, recordando aquel tiempo de mis clases de natación mientras él se bañada en la piscina de los niñitos, se le ocurrió que fuésemos a Aqua-Flamberg. Estuve de acuerdo y así los planificamos.

Lo tomó con tanta ilusión que prefirió desechar una actividad con los amigos de su barrio y para la cual había sido invitado. Todo con tal de compartir conmigo una tarde de alberca en el lugar donde yo había aprendido a nadar. 

El 6 de agosto por la mañana se dirigió a la Veterinaria del Norte, empresa donde mi madre era gerente, a pedirle 200 pesos para que él y yo fuéramos a Aqua-Flamberg. “Mira Alex, toma el dinero y cuida mucho de Iván. Yo sé que él sabe nadar, pero cuídalo, por favor”, le encargó. 

Ese día Alex llegó como a las 11 de la mañana. Escuchó un poco de música en la radio, y ya para las 12 del mediodía almorzamos unos espaguetis que nos preparó Rebeca. Una hora después nos marchamos rumbo al destino que acabaría con su existencia. Llegamos a Aqua-Flamberg como en 30 minutos. Pagamos las entradas y nos encaminamos a los vestidores. Recuerdo que él le preguntó al salvavidas si podía bañarse con una licra y este se lo permitió. Yo andaba con mi traje de baños. 

Nos entramos al agua en una tarde hermosamente soleada. Al principio anduvimos bordeando la orilla de la alberca mientras nos adentrábamos para la parte honda de los 12 pies de profundidad, cerca de los trampolines, pero siempre agarrados al borde. Él no era bueno para el nado y tuve que seguirle la corriente. De repente, observamos como un niño, muy listo y más pequeño que nosotros, se sumergía al fondo de los 12 pies y emergía con suma facilidad. Ese pequeño era un experto nadador, más que yo, que no culminé la natación y más que Alex, que no sabía nadar. Pero mi primo quiso imitarle, ya que no aceptaba que alguien más chiquito lograse algo que él no pudiese. Entonces se le cogió con sumergirse al fondo una y otra vez sin jamás poder tocar piso. Se empecinó tanto que duró largo rato intentándolo y fracasando.

Finalmente, cuando se cansó de tanto fallar, decidimos seguir bordeando la piscina. Nos detuvimos en otro punto y allí comenzamos a charlar de los viejos tiempos, de las vacaciones, del último año que me faltaba en el colegio, de lo que quería estudiar una vez fuese a la universidad, mientras él me hablaba de sus sueños de irse para Estado Unidos con su padre y de gozar la vida al máximo.

Luego se le antojó que enrumbáramos a la parte más bajita de la piscina. Así lo hicimos. Recuerdo con esta buena memoria, hoy de 40 años, cuando me dijo: “mira para allá primo. Ese es Robertico Salcedo que anda con unos amiguitos”. Asentí con la cabeza. “Es cierto”, le respondí.

Me acuerdo también que por donde iniciaba esa área menos profunda de la alberca había un carril separador enganchado de un extremo al otro. Era de esos carriles que colocan en las piscinas profesionales durante las competiciones, para separar la ruta de cada nadador.

Cerca de ese carril separador estuvimos conversando hasta que Alex quiso regresar a una parte más honda del agua. No olvido aquel pequeño roce que tuvo. Un tipo de su misma estatura y un poco más fornido lo chocó sin mucha fuerza. Vi que ambos se cruzaron de mala manera las miradas en menos de un segundo.

A pocos minutos, agarrados al carril, Alex retomó el deseo de volver a tocar el fondo de la piscina. Le dije que ya no lo intentara más, que dejara eso, pero él continuaba con su loca ambición. Y más tarde, luego de parar los intentos, lo noté pensativo, como si le preocupase algo. Entonces, fue cuando me suplicó sus últimas palabras: “Primo, déjeme un rato solo, por favor, se lo pido, déjeme solo, por favor”. 

Lo complací y me puse a nadar por otras áreas.

Pasados más de 20 minutos, quizá media hora, decidí buscar a Alex. Recorrí la piscina completa, salí fuera, me adentré al vestidor de los hombres, luego al de las mujeres. ¡Sí, al de las mujeres! Volví al agua, al área bajita y nada de nada. Hasta que, repentinamente, divisé un grupo de personas arremolinada fuera de la alberca y me acerqué. Todos lucían alarmados. Le estaban dando los primeros auxilios a mi primo y tratando de sacarle el agua que había tragado cuando lo sacaron del fondo de lo hondo. Tenía demasiado rato hundido, muchos minutos, quizás los mismos 20 o media hora que duré solo antes de que me animara a buscarlo. Fue uno de los bañistas que, al sumergirse en lo hondo, tropezó con un cuerpo inmóvil y lo encontró. Gracias a él pudieron sacar el cuerpo de Alex, pero ya era tarde.

Sentí un impacto muy fuerte al ver aquella escena. Unos tipos lo montaron en un auto, rumbo al Centro Médico Richardson Cruz. Aunque les grité que quería acompañarles al hospital no me lo permitieron. Pensé en la probabilidad  de que en el hospital salvaran a mi primo. Era lo que más deseaba.

Hice varias llamadas. A mi casa, para comunicarme con Rebeca, y a la de mi padre, también para avisarle. Él no se encontraba, pero desde su vivienda lo telefonearon a PRODELESTE, su lugar de trabajo. Más tarde volví a marcar a su casa y lo contestó. Me pidió que lo esperara donde estaba. Durante la espera un personal del club me llevó a la oficina administrativa y allí el presidente conversó conmigo. Estaba muy nervioso, los guiños producto de mi Tourette se me acentuaron en aquel momento. Era una pesadilla catastrófica para lo cual no estaba preparado en la vida. Mi padre llegó y nos dirigimos a la clínica donde habían llevado a Alex.
Entramos al área de Emergencias. Un médico fue sincero con mi padre: “Estos son los casos que uno nunca desea ocurran”, le confesó mientras nos mostraba el cadáver sin vida de Alex. No lloramos, pero quedamos muy impactados. Yo estuve muy tenso y él meditando en la forma como se lo contaría a Estrella. 

Nos fuimos a la casa del Mirador. Allí estaban la servidumbre y otras personas más, abrazándonos y dándonos consuelos. Alison, esposa de Ismael Peralta Bodden, cuñado de Carlos, se mostró muy solidaria, sobre todo conmigo. A la casa fue llegando más gente. Mi madre pidió un permiso en la veterinaria  para estar con nosotros. Mi padre telefoneó a Estrella para informarle que la pasaría a buscar porque  Alex había tenido un accidente y estaba grave. Cuando llegaron ella no se quiso desmontar del vehículo. Mi padre no tuvo más opciones que decírselo. Ella se fue en llantos y gritos. 

La inspección policial

Un equipo de la Policía Nacional, dirigido por un agente de apellido Mambrú, se encaminó al lugar de los hechos. Hizo preguntas a todo el personal de Aqua-Flamberg, entre ellos, a algunos de los bañistas. También se dirigió al hospital Richardson Cruz para continuar con la pesquisa. Interrogaron al doctor encargado de las Emergencias y a algunos enfermeros. Me hicieron preguntas y respondí lo que supe y como pude. Fue la primera vez en mi vida que un agente policial me interrogaba. Tampoco estaba preparado para eso en la vida, pero me defendí bien. Finalizado el interrogatorio don Ismael Peralta Mora, abogado y suegro de Carlos, se me acercó y dijo “ven para acá. Tranquilo.”

El agente Mambrú fijó una cita para dentro de una semana en el Palacio de la Policía Nacional para hacerme algunas preguntas de rigor. Tendría que ir acompañado de mi padre.

Mis conclusiones sobre la tragedia

Cuando mi padre y yo fuimos al Palacio de la Policía para la cita prevista con el agente policial, este no se hallaba en su despacho. Lo esperamos buen rato y nada de aparecer. Decidimos marcharnos. Nunca nos volvieron a llamar para otra cita.

A 22 años de la muerte de Alex me han quedado algunas preguntas sin respuestas y, por más que pongo las neuronas a funcionar, no llegó a ninguna parte. Sin embargo, es preciso y necesario dejar escritas cuáles son esas dudas.

Aquellas insistentes palabras “Primo, déjeme solo un rato, por favor, se lo pido, déjeme solo, por favor”, han sido el detonante de esta inquietud mental que me arropa y motivo por el que decidí escribir esta historia.

Una de mis especulaciones viene asociada a lo del roce con el tipo fornido. Pues, si bien es cierto que esto fue algo fugaz, no debería descartar de raíz que ocurriese algún conflicto entre Alex y aquel muchacho minutos después de que dejara solo a mi primo. El problema de esta conjetura radica en que nadie, ni siquiera el salvavidas, vieron alguna escena de violencia o forcejeo dentro del agua. Lo más probable, y difícil también de demostrar, es que el tipo fornido o cualquier otro le pegara un golpe a mi primo (por ejemplo, una patada en el rostro o estómago) cuando se hallaba sumergido tratando de tocar el fondo de lo hondo, haciéndole perder el equilibrio, la respiración e imposibilitándole subir de nuevo a la superficie. Pero también quedaría abierta la escasa posibilidad de que otro bañista, también sumergido, observara tal hecho, fuera en auxilio de Alex o delatara el incidente ante el salvavidas.

¿Cuál otra? ¿Suicidio? La descarto. Nunca vi señales de depresión en Alex, más bien de persona alegre y sociable a pesar de lo pobre que era. Le gustaba la música, bailar, hacer coros con amistades, conversar con todo el mundo, etc. Ni siquiera en su último día de vida observé signos depresivos en él.

La última. Su propia travesura. De tanto insistir topar el fondo de lo más hondo e igualarse con el niñito experto, posiblemente lo derrotase el agotamiento en uno de esos intentos, perdiera la respiración y tragara mucha agua. O, quién sabe, si tal vez logró pisar el fondo, pero luego se quedara sin energías para subir a la superficie. Probablemente, cuando lo rescataron ya habían transcurridos más de 20 minutos.

¿Con cuál hipótesis me quedo?

Cualquiera menos la del suicidio. Pero, desafortunada e increíblemente, ninguno de los bañistas ni empleados de Aqua-Flamberg  vieron algo sospechoso vinculado a su ahogamiento la tarde del 6 de agosto del 93. 

El caso quedó resuelto como un simple ahogamiento. Yo, en cambio, prefiero dejar algún margen para la duda.

viernes, 3 de julio de 2015

Mauricio Báez campeón baloncesto del Distrito 1984. Galería de imágenes

El equipo del club Mauricio Báez, representantes del sector de Villa Juana, ganaron en 1984 su primer campeonato en el baloncesto distrital tras vencer en una dura final, que se extendió al máximo de siete partidos, al conjunto de los Astros.

Por Iván Ottenwalder

Primer partido
Lo ganó Mauricio Báez 119-100.



























Donqueo de Eugene Richardson.

























Eugene Richardson, jugador de Mauricio Báez.


























Segundo partido
Los Astros empatan la serie al vencer a los mauricianos 86-81.


Jesús Mercdes (izq) y Pedro Leandro Rodríguez se disputan el balón.




























José -Boyón- Domínguez (Mauricio Báez) se dispone a anotar una canasta.
























 
Tercer partido
Mauricio Báez toma la delantera (2-1) tras ganar 100-80.



Pedro Morel se alista para encestar dos puntos.


























Cuarto partido
Los Astros impusieron respeto ganando 114-105 y empatando la serie 2-2.



Jim Maldonado, anotando un canasto.























  

Quinto partido
Mauricio vence y se coloca a ley de uno para ser campeón.




Rosa Campos, destacada jugadora de voleibol, realiza el saque de honor.




















Boyón Domínguez hace ofensiva.



























Ramón Castillo (Mauricio Báez) lanza un gancho al canasto.

























Sexto partido
Los Astros se inspiran, ganan 86-81 y empatan la serie, llevándola a un decisivo séptimo juego.





Jim Maldonado (Astros) pelea un rebote con Ramón Castillo.























 

Séptimo partido
Mauricio Báez CAMPEÓN. Derrota a los Astros 109-95.



Jugadores sostienen el trofeo de campeones.



























Dirigentes de los dos conjuntos se abrazan al final del partido.


























Jesús -Chu- Mercedes carga a Boyón Domínguez



























La emoción fue inmensa.



























El júbilo se apoderó de los jugadores mauricianos.




















































FUENTE:
Periódico El Nacional de ¡Ahora!  de agosto 1984.

sábado, 20 de junio de 2015

Él y ella, un divorcio anunciado


Por Iván Ottenwalder

Una noche del verano de 1986, ella le informó a su hijo menor aquella noticia de último minuto. “Hay mi amor, tu papá y yo hablamos seriamente esta noche y nos vamos a divorciar”, le  comentó a su vástago de 11 años. Eran como las once de la noche. Ella y él acababan de llegar de una actividad. Ya en la casa él no quiso abrir la boca, su carota lo reflejaba todo. El hijo menor no lo tomó a preocupación. Pensó que  a sus padres se les pasaría en poco tiempo. Ya antes había escuchado sobre casos de divorcios en otros entornos, como la escuela, el campamento de verano y el mismo barrio. Aquel niño se había relacionado, desde años atrás, con algunos amiguitos y amiguitas cuyos padres se habían divorciado o separado.
 

Mientras pasaban los días, semanas y meses ella empezaba a sacarle en cara a su marido todos sus defectos, defectos que bien conocía pero que antes, por amor, se los toleraba. ¿Pero es que acaso había otro hombre en su vida? En aquel momento no. Más bien fue una especie de hartazgo hacia su carácter lo que le indujo al paulatino desamor. ¿Y cómo era el carácter de él? El de un hombre tranquilo pero no divertido, de buenos sentimientos pero inexpresivo, honesto y austero, pero pasado de tacaño; fiel a su mujer, pero jamás romántico o cariñoso; consejero, pero siempre en un tono molesto, como si estuviese enfadado; con grandes conocimientos, pero muy tímido para iniciar una dinámica conversación sobre un tema que interesase a su mujer e hijos. Más bien, sus problemas fueron todos de forma. Un temperamento duro que nunca se ocupó en limarlo le han caracterizado hasta el día de hoy.


La psicología le quedó grande. Tuvo muchas veces la razón pero no sabía decir las cosas; tampoco comunicar; transigir al menos un ápice ante una lógica de sus hijos o mujer; reconocer un error y hasta pedir una disculpa. Lo más sorprendente es que aquella rectitud, cerrazón y reciedumbre solo era para con su familia. En su entorno laboral era otro ser humano, de diálogo y armonía. Y no es que no quisiera a su mujer, claro que la quería, pero a su manera no romántica, no expresiva, no detallista, no chévere ni alegre. Veinticinco años después, su hijo menor, ya entrado en las cuatro décadas, jamás comprendió por qué su padre no hizo siquiera el más mínimo esfuerzo por superar todas aquellas debilidades en la medida posible. Es cierto que hay temperamentos que no se cambian del todo, pero se puede trabajar por mejorarlos en la medida posible.



Un tipo raro.


Cada vez que ella llevaba una amiga a su casa él solía comportarse de una manera tan extraña y difícil de definir. El escenario era el mismo de siempre: él, ensimismado en un silencio sepulcral, saludando de lejitos con un parco ¿cómo ta ute? y por lo regular concentrado en otro quehacer (desyerbando el patio, pelando una lechosa o limones dulces, podando las flores y árboles frutales, etc.) mientras su esposa conversaba con la invitada. Pero increíblemente y, para sorpresa de la visitante, pasado unos 25 o 40 minutos él hacía su aparición en el lugar donde ésta se encontraba, fuese en la sala o la galería, acercándosele para regalarme una piña u otra variedad de fruta. Su obsequio siempre iba acompañado de un inmenso silencio y una sonrisa bonachona. La impresión de todas las amigas de su esposa era casi siempre la misma: la de un hombre que no hablaba, no compartía, pero que era bueno.


Ella deseaba que el panorama cambiara. Pidió consultas a amistades, especialmente los del grupo de oración y algún sacerdote con tal de salvar su matrimonio. Escuchó consejos. Se dio la oportunidad de intentarlo. Mostró, durante meses, dulzura de carácter hacia su esposo. Lo convidaba a que fueran al cine, al teatro, a alguna fiesta de su trabajo o a la playa. En algunas ocasiones él accedía, por lo regular a regañadientes y seriesote. Era común escuchar de sus labios severos decirle “al cine se va una o dos veces al año, no siempre”, “yo no voy a esos sitios”, “toy cansao”, “mira, no hay dinero pa’ ta gatando a cada rato”. “Eta vaina ta dura”. Ella se desanimaba. En lugar de continuar, solo hallaba razones para acrecentar sus convicciones de que el divorcio era lo más conveniente. En efecto había una seria incompatibilidad de caracteres.


Desde que se casaron, cada vez que ella quería besarlo en los labios él le ponía la mejilla. Inclusive, la noche de la boda (finales de los años 60 del siglo XX) él la besó en la frente y no en la boca. 


Trabajador apegado


En el plano laboral a él nunca le atrajo el protagonismo, aunque si el trabajo estricto. Fue incapaz de defender sus propios intereses y logros, en espera que los demás se los reconocieran, cosa que muy pocas veces ocurría. Llegó a desaprovechar oportunidades doradas de hacer dinero, limpio y sin mancharse las manos. Desestimó jugosas ofertas. En múltiples ocasiones tampoco supo venderse como lo mejor. No fueron pocas las veces que, cuando lo requerían para encabezar un proyecto ambicioso, solía recomendar a otro colega, en detrimento de él mismo y de sus intereses. Su bondad no tenía límites. Se pasaba de bueno. Era todo un trabajador abnegado y serio, pero sin ambiciones, como aquellos que llegaron hasta un nivel y decidieron no avanzar más. 


Ella y el gimnasio


Durante el año 1988 ella empezó a tener dolores fuertes en la espalda y la cadera. Visitó a un ortopeda y este le indicó usar una faja ortopédica. Así lo hizo. Pero los dolores no cesaban. Un día, en 1990, se le prendió el foco. Mientras iba conduciendo una camioneta, que le había asignado la empresa para la que laboraba, pasó frente a un famoso gimnasio cerca del sector donde residía. Ese gimnasio estuvo allí desde hacía cuatro años, pero ella no se había dado cuenta. Entonces decidió probar, jugárselas a ver qué ocurría. Estaba decidida en buscar opciones con tal de ponerle fin a aquellos insoportables malestares de cadera. Entró a la recepción del gimnasio y habló con el dueño. Le explicó sobre su dolencia. El propietario, aunque naturalmente tenía sus intenciones económicas, le recomendó que se inscribiera y que tomara clases de aeróbicos todos los días. Le dio un recorrido por el área de pesas para mujeres y le mostró la sala de aeróbicos. Su orientación cayó como anillo al dedo. Le explicó que el ejercicio físico era lo mejor para trabajar el cuerpo y evitar todo tipo de fatigas y dolores. Además de propietario, era instructor de gimnasio y sabía de lo que estaba hablando. Ella se animó y, en pocos días, ya le ponía un entusiasmo sin parangón a los ejercicios de pesas y aeróbicos. Milagrosamente los dolores de espalda y cadera desaparecieron. Dijeron chau.


Ella, con 37 años, se aclimató al régimen de ejercicios a la perfección. Y no solo eso, también hizo nuevas amistades, casi todas más jóvenes que ella. El gimnasio se convirtió en su nuevo entorno social. Iba al cine con sus nuevos amigos y amigas, así como a todas las fiestas que organizasen. Se dedicó a comer saludable (muchos vegetales, jugos frutales, fibras y proteínas). Se puso en forma y desarrolló algo de músculos en sus brazos. Todo le estaba saliendo bien y de risitas, excepto su matrimonio. En su lugar de trabajo le aumentaron el sueldo y obtuvo jugosas ganancias en bonificaciones a finales de año. En lo emocional se creyó una chiquilla que tenía un mundo por descubrir  y que, por tal motivo, debía gozar su vida. Dio riendas sueltas a sus emociones. Empezó a hacer cosas que en su adolescencia nunca había hecho, entre ellas, frecuentar a cada rato una buena discoteca, siempre en compañía de amistades más jóvenes; teñirse el pelo de rubio, escuchar y bailar la música más a la moda del momento y comer constantemente en pizzerías y hamburgueserías. El hijo menor, para su fortuna, se benefició al máximo de estas alternativas alimenticias.


Para finales del verano de ese 1990 ella invitó a sus dos vástagos y a un amigo de su hijo menor a pasar un fin de semanas en un resort de la costa norte. Había sido un viaje planificado con antelación por unos hermanos de ella. Su marido, sí, el marido de ella, nunca se motivó a acompañarla. El dinero no alcanzaba y había otras prioridades en la casa. Eto ta mal. La vaina ta cara. A ete paí se lo ta llevando el diablo, era su sabia y manida respuesta de siempre.


Ella era, y a leguas se le notaba, feliz con su nuevo estilo de vida. Para 1991 sus razones para divorciarse ya eran determinantes. Salía con otros amigos, ya no solo con los del gimnasio. Desde 1990 pagaba clases particulares a un profesor de inglés, quien iba tres veces a la semana a impartirle lecciones a su oficina. Aquellas clases terminaron traspasando la relación profesor-alumna. Comenzaron a pasear, a ir al cine, a cenar, a la discoteca, al juego de baloncesto y luego, ¡zas!, nació el amor. Todo lo hicieron bajo mucha discreción, por supuesto.


Para 1992 ya ella estaba decidida. Buscó una abogada, presionó a su marido para que le diera el divorcio. Si él no lo aceptaba ella de todos modos se iría a vivir con su hijo menor a otra casa o a un apartamento. Su posición era tajante. Tenía su estrategia calculada. Para el mes de agosto su marido firmó el documento de divorció y pasó a ser su ex marido. A finales de septiembre ella y su hijo menor se marcharon a otra vivienda: un apartamento de dos dormitorios en un modesto sector de clase media. El hijo mayor prefirió quedarse con su padre. Este nunca estuvo de acuerdo con aquella separación y culpaba a su madre por haber dejado a su papá.


Previo al divorcio él y ella habían llegado a común acuerdo. Ella le dejaría la casa, pero se llevaría todos los muebles y accesorios que había comprado con su dinero trabajado. Para ser honestos, casi todos los ajuares. La casa se quedó prácticamente vacía. También acordaron, por el bien de sus dos hijos, que se llevarían como buenos amigos, sin guardarse rencores. Y así sucedió.


Finalmente madre e hijo menor tomaron nuevos horizontes, mientras padre e hijo mayor se quedaron solos en la casa, replanteándose qué harían con sus vidas en lo adelante. Afortunadamente, madre e hijo menor se adaptaron bastante bien en su nuevo entorno. Los otros dos también salieron adelante. Ya para febrero de 1993, hijo mayor se había casado con su novia, la cual se encontraba en cinta. Hijo menor cursaba el tercero de bachillerato. Su madre le había confesado acerca de su nuevo amor, el profesor de inglés, a quien hijo menor había conocido dos años atrás.