Por Iván
Ottenwalder
Quiero llegar temprano a todos los sitios. Me
lo impongo, pero la situación llega a un punto en que, mayoría aplastante, fiel
a la tardanza, me desanima.
Lo medito nuevamente. Pienso que no hay razones
para imitar la impuntualidad, a pesar de ser una cultura imperante y dominante
de los dominicanos.
El encuentro puede tener fecha y hora, pero un
ciudadano promedio piensa que todos, como dominicanos al fin, llegarán tarde a
la actividad. ‘Eso es la siete de la noche, pero nadie va a estar ahí a esa
hora; mejor llego una hora más tarde, que es cuando eso va empezar’, pensaría
un dominicano común.
No sorprende que mi compatriota tenga razón:
todos los dominicanos partimos de la premisa que los demás harán presencia
tardía. La impuntualidad se ha impuesto entre nosotros y ya es un común
denominador. Aún así, me sigo preguntando, si todo esto es correcto, si la
tardanza puede hablar bien de mí, si ese mal hábito no sería capaz de pasarme
factura en cualquier momento que menos lo espere. ¿Soy un tonto y ridículo si
llego muy temprano? ¿Acaso la impuntualidad es una verdad absoluta y mayoría
tiene la razón aún siendo esto una irresponsabilidad? ¿Tengo que llegar tarde
como los demás para caer bien y no temprano para caer mal? ¿Vine a este mundo
llamado República Dominicana sin más opciones que hacer lo mal hecho? ¿Es mi
misión en la vida doblegármele a un stablishment social acostumbrado al
desorden? Si es así entonces no sé cual es mi propósito en la vida.
Continúo rebelde, tratando de llegar lo más
temprano posible, arribando de primero o entre los muy escasos primeros. En mi
trabajo, la mayoría de veces, suelo llegar antes de la hora de apertura, en varias
ocasiones más temprano de la cuenta. ¿Gano algo con esto? Daría la impresión de que no, de que en República Dominicana esto ni me suma ni resta. Cualquier ser humano llegaría a pensar que esta nación,
declarada como Estado Fallido en la década pasada, seguirá igual por los siglos
de los siglos, ‘porque este es el mejor país del mundo y aquí está Dios’, reza
una frase popular de pueblo.
Admito que he resbalado muchas veces. ‘Tío, es
que Santo Domingo daña a la gente’, recuerdo haberle comentado a mi tío Juan
Omar en un estadio de béisbol, en Florida, en el verano de 1997, cuando éste me
llamó la atención por no haber hecho la fila al pagar unos perritos calientes.
Su repuesta, agradable y tierna, ‘yo lo sé, pero estamos en Estados Unidos y
acá eso no se perdona. Debemos hacer un esfuerzo’.
Entiendo también que no todos en República
Dominicana tenemos vehículos, que los taponamientos son insoportables, que la
mayoría de hombres y mujeres, casados unos
y divorciados otros, tienen muchas responsabilidades en sus hogares y,
por eso, se les dificulta ser puntuales. Cierto. ¿Pero acaso en otras
sociedades no hay dificultades parecidas a las nuestras y la ciudadanía hace un
esfuerzo por estar a tiempo?
Estoy seguro que en cada niño y niña dominicano
(a) abunda alguna pizca de deseo en hacer los correcto. ¿Quién los daña? ¿Quién
les parte la boca o manda a callar cuando quieren opinar para aportar alguna
solución? ¿Los papás? ¿De quién aprenden las malas conductas? ¿Está afectando a
nuestro niños (aunque yo no tengo ni uno) la ola de divorcios en estos tiempos?
¿Y qué decir de la corrupción dominicana en todos los aspectos? No es anormal
que, con tantas desventajas, cortesía de nuestro entorno, los niños dominicanos
alcancen la adolescencia y adultez con todos esos defectos característicos del
país actual.
No tengo certeza si habrá alguna solución a
corto o mediano plazo. Por el momento vivimos en una sociedad en la que, si no
nos acostumbramos y somos partes del desorden, o nos vamos del país o viviremos
frustrados por toda la eternidad, ‘porque este es el mejor país del
mundo y aquí está Dios’, reza una frase popular de pueblo.
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