domingo, 20 de junio de 2021

Aquellos zapatos no encontrados pero que estaban …la boda que me perdí

 Mis zapatos negros no aparecían. Busqué bien a fondo en mi bulto de viajero. Nada. Mi madre y Carlos también se unieron a la búsqueda. Desempacaron todo lo que había adentro y nada. Removieron el bolso, lo sacudieron, pero los zapatos seguían ausentes

 

Por Iván Ottenwalder

Recuerdo muy bien aquel enero de 1987, como también numerosos episodios de mi vida a lo largo de mi infancia (años 80), adolescencia (90) y adultez (finales del siglo XX y lo vivido en el XXI). Pero en este relato que les entrego a mis apreciados lectores, me ceñiré específicamente a un capítulo muy especial e inolvidable, y considero que lo es, debido a la manera en que ha gravitado en mi memoria por algo más de tres décadas, a tal punto, que he tenido que aprender a vivir, muy sabiamente, con aquella histórica jugarreta del destino. Se trata de la boda que me perdí, la de mis tíos Juan Omar y Rossy, el sábado 24 de enero de 1987, en Baitoa, para aquel entonces y hasta nuestros días una zona rural perteneciente a la provincia Santiago de los Caballeros.

La República Dominicana de entonces era gobernada por Joaquín Balaguer y los conservadores del Partido Reformista Social Cristiano (PRSC). En aquel tiempo mi familia (padre, madre y hermano) vivíamos en el número 13 de la calle Jesús Salvador del barrio Los Maestros, en Santo Domingo. Yo cursaba el quinto grado de la primaria en el Centro de Educación Integral (CEDI), colegio CEDI como era conocido por todos mis contemporáneos.

Iglesia San Ramón Nonato, de Baitoa.


Durante varios veranos (del 81 al 86), coincidentes con mis vacaciones escolares, solía pasarme dos o tres meses, ya fuese en San José Adentro, donde residían mis abuelos paternos, o Baitoa, pueblo de mis abuelos maternos. Ambas, comunidades rurales de Santiago. 

En una de esas vacaciones, para ser más preciso del 84 u 85, fue que conocí a Rossy Genao, novia de mi tío Juan Omar. Eran muy jóvenes, él médico pediatra y ella no recuerdo. Yo era un niñito de 9 o 10 años de edad. La novia de Juan Omar, dominicana y ciudadana estadounidense acostumbraba, junto a sus padres y hermanos, venir de verano al país, a una casa que tenían en el Distrito Nacional. Resultó ser que, por una de esas coincidencias del destino, Rossy se hallaba un buen día en Baitoa junto a varios de sus familiares y, en ese mismo espacio tiempo también se encontraba Juan Omar, de servicio en la clínica rural de su pueblo que Rossy y los suyos habían visitado de paso. Hubo miradas y saludo; así empezó todo entre él y ella. “El doctorcito no se ve tan mal”, pensó ella para sus adentros. En menos de dos meses, ya estaban empatados como dirían en Venezuela o, en amores como diríamos los dominicanos. 

Ya en 1986 la pareja había fijado la fecha de matrimonio: 24 de enero del 87 en la Iglesia San Ramón, en Baitoa. Pocos meses antes llovían las tarjetas de invitaciones. Los invitados se contaban por legiones, entre ellos los de la pequeña Baitoa, que no cabían de entusiasmo, pues su gente esperaba con anhelo y por horas aquel evento que consideraban sería una boda de ensueños. 

Esto no es una exageración. Juan Omar Núñez, hermano de mi madre Marisol, era visto como un gran referente por los baitoeros de los 80. Era el médico encargado del área de pediatría de la clínica de Baitoa; también hacía las veces de auxiliar en la sala de urgencias, atendiendo a pacientes de todas las edades. 

Recuerdo muy bien cuando en un verano del 85, durante las fiestas patronales de San Ramón Nonato, santo patrón de los baitoeros, Juan Omar fungió como maestro de ceremonias de un concierto musical en el que numerosos niños y jóvenes, en una noche inolvidable, dieron riendas sueltas a sus dotes artísticas. 

Hospital Municipal de Baitoa.


Mi tío siempre estuvo integrado de lleno en cualesquiera de las actividades o problemas concernientes a Baitoa. Era una voz escuchada y respetada. Tampoco puede dejarse de mencionar su liderazgo y brillantez como baloncestista, en la liga de baloncesto de su pueblo natal. Su norte fue la excelencia: abnegado médico y excelente jugador de básquet. No le dio margen a la mediocridad. 

La boda

La ansiada boda fue pautada para el sábado 24 de enero del 87, como bien lo había explicado antes. Parientes y amigos de ambas familias, la Núñez y Genao habían recibido con buena antelación, tres o cuatro meses antes del matrimonio, sus tarjetas de invitaciones. Los baitoeros, conocedores de Juan Omar así como de sus padres Marino Núñez y Fineta Pérez, también recibieron las suyas. La pequeña iglesia San Ramón Nonato no daría abasto para tanta gente. Pero así eran las costumbres de los pueblos de otrora, los compueblanos asistían a los actos festivos, daba igual si encontrasen asientos o no. Si tenían que permanecer de pie, con todo el entusiasmo, aguantaban. 

Durante aquella semana en gran parte del país se estaba siguiendo por radio y televisión la serie final de béisbol entre las Estrellas Orientales (de San Pedro de Macorís) y las Águilas Cibaeñas (de Santiago de los Caballeros). Para el sábado 24, día libre para ambos equipos, la serie favorecía a las Águilas 2-1. Yo era niño de 11 años – cumpliría los 12 el 22 de abril – y jamás me perdía los partidos de las Águilas, fuesen transmitidos por radio o tv.

El 24 de enero en horas de la mañana Mercedes, la sirvienta de casa, me preparó mi bulto de viaje. Ya era habitual que cada vez que iba de viaje con mi familia, al interior del país, la trabajadora doméstica, por instrucciones de mi madre, tenía la comprometida tarea de empacarme la ropa y calzado que fuese a necesitar por el tiempo de estadía fuera de la capital. Ella era bastante minuciosa y precavida, con tal de que no quedara ninguna vestimenta fuera de mi bolso de paseo. Que yo recuerde, nunca se le escapó un detalle.

A las dos de la tarde de aquel día enrumbamos a Santiago, en el Subarú color crema de mi padre; él al volante, mi madre en el asiento delantero de la derecha y Carlos y yo detrás. El trayecto de casi dos horas. La autopista Duarte apenas contaba con dos carriles, en vías contrarias, uno para la ida y el otro para el regreso. Aquella carretera principal vendría a ser remozada y ampliada a cuatro carriles – dos para la ida y dos al regreso -  ya para los años 95 y 96, últimos de la presidencia de Joaquín Balaguer.

Como mi padre era y siempre ha sido un hombre de conducir prudente, el viaje le tomó, como era habitual, dos horas. Pasadas las cuatro de la tarde ya estábamos en Santiago de los Caballeros, en casa de Adada y Toño, tíos de mi madre.

Una vez allí, luego de charlar un poco con los anfitriones nos duchamos y vestimos con la indumentaria adecuada para la boda. Lo hicimos sin mucha demora, pero, el imprevisto, sin ser invitado, surgió de repente: mis zapatos negros, no aparecían. Busqué bien a fondo en mi bulto de viajero. Nada. Mi madre y Carlos también se unieron a la búsqueda. Desempacaron todo lo que había adentro y nada. Removieron el bolso, lo sacudieron, pero los zapatos, seguían ausentes.

 Parque de Baitoa.

Desgraciadamente y dada la hora, la 5:35 p.m., hubo que tomar una decisión. “No no no, que se quede, no va para la boda, que aprenda a prepará bien su bulto pa la próxima”, había sentenciado severamente mi padre. Desafortunadamente no tenía argumentos con qué defenderme y lo acepté, incrédulo, pero sin rechistar. Y digo incrédulo porque me costaba creer que Mercedes, siempre tan precavida cometiera aquella pifia. No entendía cómo pudo haber ocurrido aquello, pero, el daño ya estaba hecho. Finalmente, mis padres y Carlos se marcharon para Baitoa sin mí.

Me quedé en la vivienda de los tíos de mi madre que, en efecto, también eran mis parientes. No fue mucho lo que hice en aquella estancia, encerrado entre paredes, viendo televisión, cenando a las ocho de la noche, y platicando sobre la final de béisbol con Toño. Ambos, éramos aguiluchos.

A las siete de la noche, en Baitoa la Iglesia San Ramón era un lleno total. En aquel templo católico, abarrotado de invitados no cabía un ser humano. Afuera, el público era más numeroso. Aquello, parecía la boda del siglo.

Mi padre, que varios años después alegaba, y todavía hoy no recordar haber ido a esa boda, fue de los primeros en firmar el libro de testigos. Carlos lucía su flamante blazer color blanco, mi madre un vestido elegante; Emilia María, primogénita de mis tíos Luis Núñez y Yolanda Checo, con apenas cuatro añitos, desfiló junto a otros niños (Yesmín Vilorio, Óliver y Alfonso Núñez), vestidos de blanco celestial, como pajecitos.

La logística que se llevó a cabo apostó a la perfección y afinó bien los detalles, con tal de hacer un cuento de hadas posible. Una boda rural, pero con características de ensueño. La decoración floral, el coro de voces, los vestidos de gala de los invitados y la elegancia de los novios que se juraban amor eterno respondiendo sí, acepto ante el sacerdote que los casaba, quien los declaraba marido y mujer. Luego el beso, después el sonido de los aplausos, seguido del estruendo enloquecedor de la concurrencia, tanto la de adentro como la de afuera de la capilla: ¡VIVAN LOS NOVIOS! ¡BRAVOOOO!

Juan Omar y Rossy dejaban atrás el mundo del noviazgo y la soltería para convertirse en el uno para el otro. A la salida del templo, la gente los recibió con flores y más vítores de júbilo.  Baitoa, era un pandemonio de alegría.

La fiesta

En el paraje de Matanzas, a poca distancia de Baitoa, se efectuó la fiesta en honor a los recién casados. Una enorme fila de carros llegaba al club de la Universidad Católica Madre y Maestra para festejar hasta el amanecer.

Panorámica de Baitoa.

No todo el pueblo de Baitoa estuvo en el club; la mayoría de sus habitantes celebraron paralelamente, pero a distancia. Los únicos asistentes, fueron familiares y allegados, los más cercanos a la pareja de casados, que eran bastante. Se comió, bailó e ingirió mucho alcohol pasada las tres de la madrugada. Al día de hoy, 20 de junio de 2021, 34 años después, Juan Omar Núñez y Rossy Genao aún conservan el vídeo de su inolvidable y épico matrimonio.

Regreso a casa

El domingo, pasadas las ocho de la mañana, mis padres, Carlos y yo tomamos el desayuno. Ellos habían regresado adonde Adada alrededor las tres de la madrugada. Me contaron lo buenísima que se dio esa boda, y lo mucho que se disfrutó. Vine a corroborar esa información en diciembre de 1991, cuando estando en Miami junto a mi madre, en casa de Juan Omar y Rossy, estos últimos radicados allá desde hacía un poco más de tres años, nos mostraron el vídeo de la boda y celebración.

Después de desayunar mi madre decidió que regresaría a Santo Domingo con Frank y Mirtha en horas de la tarde; en cambio, mi padre, Carlos y yo pasaríamos por San José Adentro, uno de los campitos más atrasado de la provincia de Santiago en aquel entonces, donde vivían nuestros abuelos paternos. Allí duramos hasta las cuatro de la tarde.

Al llegar la hora de partida, nos despedimos de los viejos abuelos, Facundo Primitivo Ottenwalder y Genarita Adams; también de Victoria, su fiel cocinera y lavandera de muchos años. Ahora nos esperaba un largo trayecto hacia la capital.

En el trayecto, encendimos la radio del carro para sintonizar el cuarto partido de la serie final. El playoff favorecía a las Águilas, 2-1, pero ese juego, el que estábamos oyendo en el camino, estaba favoreciendo a las Estrellas Orientales, primero 1 a 0 y después 2 a 0. El partido, disputado en Santiago, aún era joven, solo se habían jugado cinco episodios, y los dueños de casa, conocidos por su fama heroica y ancestral de jugar requetebién en su nicho, sobre todo en desafíos de grandes finales, eran capaces de todo …absolutamente de todo.

Efectivamente que si lo eran. Ya en la sexta entrada lo habían igualado a dos carreras, una de ellas, cortesía de un error imperdonablemente garrafal de la defensa oriental. Un disparo salvaje hacia home del jardinero izquierdo de las Estrellas permitió que Benny Distefano, un corredor con la velocidad de una tortuga, pudiese anotar la vuelta del empate. En caso del que el tiro hubiese sido bueno, el cátcher Mark Parent lo hubiese puesto out.

Avanzaba el duelo y llegaba la parte baja del octavo capítulo. Las Águilas le daban vuelta al score y se iban al frente 3 a 2. Era de noche, como las siete y treinta. La escuadra de San Pedro de Macorís vendría a por todas en el inicio de la novena, era su now or never. Ante un pícher aguilucho descontrolado el equipo verde logró llenar las bases sin outs. Alfredo Griffin pegó el sencillo y provocó la igualada. El dirigente de los amarillos, Winston Llenas se ha dirigido al montículo, sacado al lanzador que no resolvió y pedido a otro. Confía en Arturo Peña, hermano de receptor Tony Peña, una superestrella del béisbol local, establecido en las Grandes Ligas desde 1980. Todo un ganador.

Los hermanos, reunidos en la lomita de lanzar, se toman unos breves segundos para trazar una estrategia frente a los próximos tres bateadores. ¿Se habrán puesto de acuerdo?

El juego prosigue. Estoy asustado por lo que pueda ocurrir; Carlos también. Mi padre debe seguir conduciendo el auto y llegar a Santo Domingo. Todo se vuelve silencio dentro del coche. El narrador anuncia por la radio que las Estrellas amenazan seriamente. Las bases estaban llenas, cero outs y la pizarra empate a tres.

Lanzador y receptor, hermanos de sangre, se preparan para la difícil tarea. Tienen los nervios de acero. El pitcher Arturo, siguiendo a rajatabla el sigiloso plan de su hermano Tony, quien le dicta las señas para cada lanzamiento, ha ponchado a uno. Bajo el mismo esquema consigue abanicar a otro. Finalmente, despacha al tercero y el susto ha terminado. Hermano lanzador y hermano receptor, dominados por la euforia, se han abrazado y llorado, han evitado que el asunto se salga de control.  Todo sigue igual, 3 a 3. El momento es épico.

Hemos llegado. Mi padre aparca el vehículo. Lo apaga. Desmontamos los bultos y entramos a nuestra vivienda. ¡Por fin en casa! Encendemos el televisor. Mi madre estaba cocinando algo; había llegado primero que nosotros. El juego de pelota en entradas extras. Stanley Javier termina recibiendo un boleto con las bases llenas y dos outs. Las Águilas, finalmente han ganado 4 a 3. La serie se coloca 3-1 en favor de los cibaeños. Mi madre, Carlos y yo aplaudimos el capítulo ganador del equipo santiagués. Mi padre, hombre que nunca se inmuta y, como si tuviera una cremallera en la boca, ha mantenido el silencio.

¡Sorpresa!

Tras finalizar el partido de béisbol mi madre entró a la habitación mía y de Carlos. Estaba desempacando la ropa de mi bulto para organizarla y guardarla, ya fuese en el armario o gavetero. De repente me llama “Iván, ven a ver. Mira tus zapatos, estaban en el bulto”. Yo solo atiné a decir “pero me perdí la boda, no pude ir”. Ella asintió: “Es verdad, te perdiste la boda porque no buscamos bien esos zapatos cuando estábamos donde Adada. Ay, mira que Mercedes te los había puesto en el bulto y hasta envueltos en una funda…”.

Ya nada se podía hacer. No había reparos. Mi viaje a Santiago había sido en balde. Las cosas no salieron bien y por ello no fui a la boda. Los zapatos viajaron, estuvieron dentro del bulto, pero ya en Santiago, se negaron a aparecer. Su búsqueda resultó infructuosa. Al final, quedé libre de culpas.

Agradecimiento:

A mi tío Luis Núñez por gran parte de la información suministrada. 

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