lunes, 1 de junio de 2015

Recuerdos de una infancia efímeramente feliz y traviesa



Transcurrió entre mis 5 y 8 años de edad.


Por Iván Ottenwalder
En mi graduación de "Ya sé leer y escribir".

Un 22 de abril de 1975 pasadas las 11 de la mañana, según me contó mi madre, vine a este mundo. No sé para qué fin y creo que ella tampoco lo supo ni lo sabe ahora. El hecho es que vine. Nací en Santiago de los Caballeros cuando bien pudo haber sido en San Pedro de Macorís, pueblo donde residían mis padres desde 1970. Pero resultó que el ginecólogo de mi madre trabajaba en la Clínica Corominas, de Santiago, razón por la cual ella debió arrojarme al mundo en esa ciudad.

Los primeros cinco años de mi vida los pasé en Macorís. Recuerdo perfectamente aquel lustro donde no dejé muchas huellas que digamos. Fui un niño calladito, tímido, pero siempre observador. No tuve amiguitos. ¡Créanme! Ni uno. Mi vida giraba en torno a la escuela del kindergarten y las tardes en casa de mi madrina Reyna, donde mi hermano Carlos las pasaba de mil maravillas montando bicicleta con Danny y Argimiro.

Durante aquella niñez petromacorisana llevo vivo el recuerdo cuando mi padre, Facundo, nos llevaba al estadio de béisbol cada vez que las Águilas Cibaeñas venían a San Pedro a jugar contra las locales Estrellas Orientales.

Mi padre laboraba en el Banco Agrícola, en Santo Domingo. Su ajetreo era bien complicado, pues, apenas se desayunaba bien temprano todas las mañanas (5:00 y 6:00 a.m.) para conducir rumbo hacia la capital del país (30 minutos de trayecto). Su trabajo era muy exigente y extenso. Venía regresando a Macorís alrededor de las ocho o nueve de la noche. Aquello era una rutina de lunes a viernes. Apenas los sábados y domingos mi madre, Carlos y yo podíamos compartir con él. Para ser honestos, esa fue una de las razones por las que él decidió, en verano de 1980, que nos trasladáramos a vivir a Santo Domingo.

La mudanza. Verano del 1980

La mudanza, como ya señalé, ocurrió en verano de 1980. No me llega a la mente si a finales de junio o principios de julio, pero fue por ese periodo. Sucedió un fin de semana. Mi abuela materna, Finetta, estuvo con nosotros en esos días. Ella había viajado desde Santiago hasta Macorís para ayudar en todo lo que fuera posible (empacar los vestidos de mi madre, mis ropas, las de Carlos, las vajillas, enseres de la cocina, etc.). Aquello comenzó un viernes, y ya para el sábado, todo estaba depositado en el nuevo hogar. Era un piso de tres habitaciones y dos baños en el Residencial San Pablo, ubicado en el barrio Los Maestros, del Mirador Sur.

Me acuerdo de mi último sábado en la Sultana del Este, de las despedidas de nuestros vecinos. Los adiós, cuídense, los queremos muchos, vengan pronto a hacernos la visita, Ivansito, cuídate mucho. Hubo abrazos y lágrimas. Carlos quiso quedarse unos días más en casa de madrina con sus camaradas inseparables, Danny y Argimiro.

Como es natural cuando la gente se muda a otro sitio, en que los primeros días no conoce a nadie, así estuvimos nosotros una vez recién llegados. Fue después de cinco o seis que mis padres se sintieron en confianza de entablar conversación con los vecinos e irlos conociendo. Ya en esos días Carlos se había integrado a la nueva casa. La adaptación fue rápida para todos. Mi hermano hizo nuevos amigos, mis padres nuevos vecinos y yo mi primera amiga. Así fue, la niña Lily, hija de doña Adria Martínez, que vivía en la cuarta, fue la primera amistad de mi vida. Antes, no había tenido amigos ni amigas. ¡Increíble! Todo a la edad de cinco años, en la nueva casa y en Santo Domingo.

Felicitado por la maestra tras finalizar un discurso.
Nos caíamos muy bien. Ya era parte de nuestras vidas jugar todas las tardes, en su casa o en la mía …aunque mayormente fue en la de ella. Lo que ella decidiera eso jugábamos. Si se le antojaba muñecas pues a eso, si carritos o colorear, pues también. Nunca rechisté a lo que ella le gustaba; lo disfrutaba de igual manera. Nuestras tardes de juego se extendían casi hasta las 6:30 p.m. o 7:00 p.m. Ella tenía seis años y yo cinco. A cada rato me contaba sobre su escuela bilingüe a la que asistía y sobre su padre, quien no vivía con ella ni con su mamá. Doña Adria me tomó un cariño especial, casi de hijo. Varias veces, desde su trabajo, telefoneaba a la trabajadora doméstica para que me preparara cena junto a la niña. Me daba vergüenza cenar en casa ajena pero la sirvienta me decía que no importaba, que podía cenar allí todas las veces posible.

Mi madre y Adria se hicieron grandes amigas. También se amistaron con doña Luz, la vecina del primer piso. ¡Ah!, creo que se me había pasado: nosotros vivíamos también en un primer piso, y al frente estaba el de Luz.

La peluquera y el cliente

Una de esas tardes que no recuerdo ni el día ni la hora, Lily se antojó de que jugáramos a que ella era mi peluquera y yo su cliente, a quien tenía que recortar el pelo. Pensé que sería de mentiritas, de modo que me dejé llevar de la infantil estilista. Pero tamaña sorpresa me llevé cuando empezó a recortarme de verdad. Fue poco, apenas la parte frontal del pelo que me cubría la frente, pero me veía bien raro. Pero no protesté y, al poco rato, ya estábamos jugando con sus muñecas, coloreando o con agua de espumas. Cuando regresé a casa cerca de las seis p.m. mi hermano, al verme, abrió tremendos ojazos y se alarmó: “¿Y qué fue eso?  ¡Diablo! ¡Pero yo se lo voy a decí a papi y a mami!”. Y en efecto así lo hizo, pero mis padres no me castigaron. Ellos entendían que se trataba de juegos entre niños inocentes. Lily y yo seguimos siendo los mismos amigos de siempre, igual que mis padres de Adria. Esta habló con su pequeña como toda una madre moderna explicándole, sabiamente, que esos juegos no eran adecuados.

El cierre de la cerradura en casa de Patricia

Patricia era la hermanita de Víctor, amigo de Carlos. La conocí poco después que a Lily, en ese 1980. Durante las vacaciones de diciembre de aquel año jugábamos en su casa al Dominó. Fue la primera vez que conocía aquel juego tan tradicional de los dominicanos. Víctor también se hizo mi amigo. Le agradaba y siempre me trató chévere en su casa, pero sentía algo de celos cuando me decantaba por jugar con su hermana y no con él. Después de adulto me preguntaba: ¿por qué  a esa edad prefería jugar con hembras y no con varones? La respuesta nunca la tuve. Pero llegué a conclusiones y pude, al menos en mi caso, derrumbar el mito, tan socorrido en esta sociedad, de que los niños que jugaban con niñas y muñecas se amaneraban y terminaban maricones. Reitero: en mi caso, no fue así.

Patricia trató de convencerme para que no fuera a jugar a casa de Lily. “Ven a esta casa mejor. Todos los días que tú quieras”, me insistía. ¡Y eso, que ella y Lily eran supuestamente amigas! Pero una tarde algo salió mal en su casa. Y voy a admitir que tuve, sin proponérmelo, la culpa. Una tarde ella me invitó a pasar a su habitación para enseñarme todo lo que tenía. Luego me dijo que se daría una ducha y que la esperara en la sala. Patricia salió primero; yo después. Antes de abandonar su dormitorio me puse a manosear el seguro de la puerta hasta que finalmente salí y, por accidente, la cerré. No imaginaba que le había dejado el seguro puesto. Cuando Paty salió del baño, cubierta con una toalla, intentó infructuosamente abrir la puerta de su dormitorio. Estaba consciente de mi culpa y asustado. Sin querer le había trancado el único acceso a su cuarto. Ella me insultó, me corrió de su casa. Telefoneó a su madre. La sirvienta me acusó con Víctor. Este se enojó conmigo. Patricia se encontró con Lily y le contó lo sucedido. Le pidió que no me hablara más. “No volvamos a jugar con él”, le indicó. ¡Vaya, vaya!

Lo sucedido llegó a oídos de Carlos y este, como de costumbre ante tales situaciones, se lo contó a papi y a mami. En la noche, cuando mis progenitores llegaron, el acusador  de mi hermano les relató la historia. Mi papá, en una actitud tolerable y neutral para conmigo, que pocas veces volvería a ver en él, me pidió mi versión. Yo se la conté. Él y mami me aconsejaron que había que tener cuidado con las puertas de las habitaciones. Mi papá le explicó a Carlos que aquello no era para armar un escándalo. “Cabo, en este residencial hay una llave maestra para todas las cerraduras de las habitaciones. Todos los apartamentos tienen una. Estoy seguro que ya los papás de Víctor y Patricia resolvieron ese asunto”.

Así fue. Todo pasó y la calma retornó. Lily no dejó de hablarme e invitarme a su casa. Yo nunca más volvería a la de Patricia, aunque hicimos las paces. Tal vez por la vergüenza sufrida.

“Si te preguntan, diles que sí, que tú y yo somos novios”

Lily y yo éramos dos pichones juguetones inseparables. Si yo no la buscaba ella me buscaba a mí. Los amiguitos de Carlos, traviesos, hiperactivos y deslenguados, llegaron a correr la voz por todo el residencial de que ella y yo éramos novios. A Lily le fascinó el rumor y lo disfrutaba. Ella misma me pidió que cuando los muchachos me preguntaran si éramos novios les dijera que sí. Siendo honesto, 34 años después he llegado a la conclusión de que ella me quería más a mí que yo a ella.

Es que Lily fue siempre más despierta que yo que no entendía nada de amores entre polluelos. Pasado varios años ella, ya en su adolescencia, se reiría de todas aquellas vivencias con otros amigos.

Cuando el  22 de abril de 1981 y 1982 me celebraron mi sexto y séptimo cumpleaños a ella y a mí nos retrataron. Esas imágenes aún las conservo en un álbum de fotos.

Del cumpleaños del 81 aún conservo en mi memoria cuando ella y yo agarramos par de globos y les caímos a vejigazos a los amigos de Carlos.

En ese mismo año tuve varias amiguitas. Jennifer  fue una de ellas. Íbamos a la misma escuela, el Maternal Alpa, y me gustaba. Cuando se enteró, se entusiasmó tanto e hicimos una amistad de locos.

Cindy Checo fue otra. Los chicos bellacos de la escuela decían que teníamos amores. Es que siempre andábamos juntos en el recreo. A veces agarraditos de manos. Lo mismo que creían los del barrio de Lily y yo.

Verano del 82. Otra mudanza

Para mediados de 1982 mi familia se mudó para la casa número 13 de la calle Jesús Salvador, muy cerquita de donde vivían Lily y su madre. “Iván, espero que tú sigas viviendo a esta casa. Lily te quiere mucho. No dejes de visitarnos” me pidió doña Adria al despedirse de mí. Pero dejé de visitarlas, actitud, que con el tiempo, me di cuenta no estuvo bien.

Hice nuevas camaraderías en mi nuevo entorno: Carlitos, Andresito, Santiaguito, Guidito y no sé cuantos más terminados en ito. Toda una historia distinta a la del Residencial San Pablo en que mis amistades varones fueron escasas. Apenas Yasel y Jorgito. Pero jugaba muy poco con ellos.

Tanto los años 82  y 83 habían transcurrido de manera normal para mí. Me aclimataba a la perfección en mi nuevo círculo social. Me desarrollaba como buen alumno en la escuela primaria.

En el 83 doña Adria me invitó al cumpleaños que le celebraron a Lily en Mundo Sobre Ruedas, un antiguo centro de diversión para patinaje. Todo eso a pesar de que ya no le visitaba a su hija. Aquella tarde fue divertida. Comí muchas pizzas e ingerí abundante Coca Cola. No sabía montar patines, pero me quedé de observador y comelón.

Para junio de 1984 había finalizado el segundo con buena calificación en el Colegio Decroly. Vino el tiempo de las vacaciones y estaba súper feliz. A los pocos días, o a la semana, había desarrollado una condición neurológica extraña a la cual mis padres, amigos y familiares no le encontraban explicación. Los primeros tics aparecieron en mi vida. Recuerdo el primero de ellos: guiñada repetitiva de los dos ojos. Otros tics, malas mañas, morisquetas o muecas, para los que ignoraban de qué se trataba, devinieron con los meses y años. Había empezado a desarrollar el síndrome de Tourette, pero no fue hasta 1990 cuando mi neurólogo se lo explicó a mi madre y a mí. Luego a Carlos.

Este trastorno del sistema nervioso de repente se convirtió en un lastre en mi vida. Desde finales del 84 en lo adelante algunos de los que fueron mis primeros amiguitos dejaron de serlo, desaparecieron mis admiradoras infantiles, de repente sentí como mi propio padre se tornaba en mi contra y como empezaba a ser objeto de burlas en el vecindario.  

Aquellos niños traviesos que enamoraban a las amiguitas, quien sabe si incluyendo también  algunos amiguitos de Carlos, tenían el campo abierto para sus conquistas, pues, un Iván tourético, difícilmente les ofreciera competencia. El futuro pone cara de perro si se le da la gana, dice un estribillo de la canción La Nena (Bitácora de un Secuestro), de Ricardo Arjona.

Aunque, siendo realista, hice otras amistades, valiosas, durante los años que estudié en el colegio CEDI. Viví algo de infierno, pero no del todo.

Con los años pasando desperté pena y preocupación en muchas personas. Fue en 1989, ya muy tarde, cuando mi madre decidió llevarme al hospital infantil Robert Read Cabral a donde algún especialista. Tras un año de puros análisis, para aquí y para allá, finalmente la genetista Marisela Jáquez decidió que me realizaran unas pruebas neurológicas, las cuales fueron llevadas a un hospital de Houston (EUA) para ser examinadas por un famoso médico apellidado Benkei. El resultado de los estudios: síndrome de Tourette.

A manera de conclusión puedo señalar que, ocurriese lo que ocurriese, aunque parte del entorno y la patria ignorante se encargaran de jugarme trapero, aún estoy vivo, vivo para contar, a mis 40 años de edad, aquel maravilloso capítulo de mi niñez, que permanecerá por siempre en mi memoria.

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