miércoles, 13 de junio de 2018

El béisbol, una pasión inculcada en la infancia

Por Iván Ottenwalder  

El otoño de 1983 transcurría en mi vida de lo más normal. Para aquel entonces realizaba el segundo de la primaria en el Maternal Alpa, una pequeña escuela situada en el sector El Cacique, del Distrito Nacional. Llevaba como tres años yendo a esa institución académica y en ella había aprendido a leer y a escribir.  

Recuerdo bien claro que mi padre, madre y hermano eran muy aficionados al béisbol, un deporte que ellos veían por televisión cada vez que se asomaba la temporada de beisbolera otoño - invernal. El equipo favorito de ellos era el de las Águilas Cibaeñas.  

El único indiferente a aquel pasatiempo era yo. No veía los juegos y lo que ocurriese simplemente me daba lo mismo. Y fue precisamente en aquel otoño del 83 que mi padre y hermano intentaron a toda costa inculcarme la pasión por el juego del bate, guante y pelota. “Iván, nosotro somo aguilucho, tú tiene que sé aguilucho también”, “Iván, ganamo ayel, las Águila tan en primero”, ¡Hey, pero tú no te alegra de que las Águila ganaran!”. Con ese entusiasmo tan insistente mi progenitor y hermano mayor trataban a cualquier precio, no solo de que me decantara por el béisbol, sino que me convirtiera en un hincha de las Águilas Cibaeñas, el conjunto de ellos. 

Fueron tantos los días escuchando ese disco de nunca acabar que al final tomé la decisión de apoyar al béisbol criollo, pero con una gran diferencia: mi equipo por elección serían los Tigres del Licey, el más acérrimo y jurado rival de las Águilas. ¿Y eso por qué? ¿Por llevar la contraria? ¿Porque los vecinos de la casa de al lado, a quienes visitaba mucho, eran liceístas? ¿O simplemente para demostrar que las decisiones no se deben imponer a puro lavado de cerebro como lo venían intentando mi padre y mi hermano? Creo, en mi sano juicio, que hubo algo de todo ello en mi firme decisión.  

Mi papá aprendió a aceptar mi elección, no así mi hermano Carlos, quien para desquite se dio a la tarea de convertirse en mi mortificador, mi rival jurado que aprovecharía cada victoria aguilucha y derrota liceísta para burlarse por los codos de . Él sabía más de béisbol que yo, conocía el nombre de todos los jugadores de su equipo y hasta del mío. Yo en cambio no sabía el nombre de ningún jugador liceísta, mucho menos de los demás conjuntos. Simplemente apoyaba a mi equipo, sin darle cuerda a nadie cuando éste ganaba, muy distinto a Carlos, que sí me daba cuerdas insoportables cuando los azules perdían. Así tuve que aprender a convivir toda la temporada beisbolera 1983-84. 

Desde hacía dos y tres años atrás mi padre y Carlos trataron de que yo jugara al béisbol, pero todo intento resultó infructuoso. En 1981 y 1982 mi papá me obligaba, en contra de mi voluntad, a jugar con los amiguitos de Carlos. Él mismo me entregaba un bate y se esforzaba en cuadrarme al estilo de un jugador de las Águilas de nombre Miguel Diloné. Para ello zarandeaba bruscamente mi cuerpo y mis brazos y luego me decía en tono seco, “mira bien la bola y batea”. Lo peor de todo era cuando fallaba el swing y terminaba ponchado, las reprimendas que me venían encima no eran pequeñas ni agradables. Lo cierto era, que en aquellos años, no me interesaba en lo absoluto aprender a jugar béisbol ni mucho menos saber quién demonios era Miguel Diloné. 

Para la serie final de enero del 84 se midieron precisamente los Tigres y las Águilas. Fue una batalla muy reñida que llegó al máximo de siete partidos. Los Tigres se impusieron en los últimos dos juegos y se titularon campeones nacionales. Carlos fue puro silencio y tristeza en esos días; yo, en cambio, estuve contento pero sin expresar la más mínima de las emociones. No brinqué, no hice bulla y, por respeto, no mortifiqué a ningún fan derrotado. Entendía el asunto como una cuestión de alegría interna, no como una lucha encarnizada contra el prójimo. 


Licey volvió a ganar en la contienda 1984-85 y en aquella ocasión tampoco mostré señales de un fanatismo enloquecedor. Sin embargo, los hinchas derrotados me veían con cierto recelo y fuertes maquinaciones de venganza. Solo era cuestión de esperar una temporada en que Licey no ganara el campeonato. Ya me caerían todos encima para darme la famosa cuerda dominicana que hace llorar a los aficionados perdedores. 

Temporada 1985 - 86, la de la derrota 

Ya para la contienda 1985-86 por primera vez empecé a ponerle atención a los nombres de los jugadores de los equipos, en especial, a los del mío. Memoricé incluso varios nombres de los de las Águilas debido a que Carlos los mencionaba a cada rato, sobre todo cuando transmitían los partidos de su equipo por tv.  Él siempre solía hacer sus comparaciones entre los peloteros de Águilas y Licey, hombre por hombre, para luego dictar su sentencia de que su team era mejor que el mío.  

Licey no tuvo una gran serie regular, lo que le dio a Carlos argumentos sobrados para volver a las mortificaciones y burlas. De todos modos yo me había convertido en un niño más integrado al béisbol dominicano. Seguía por la pantalla chica los partidos de los Tigres y deseaba con ganas ir algún día al Estadio Quisqueya a presenciar un partido y verlos jugar, sueño logrado gracias a unos vecinos liceístas furibundos que me invitaron una noche de 1985 al estadio. Gracias sobre todo a don Carlos Luna, que en paz descanse, quien, al notar mi deseo y entusiasmo, me llevó al parque beisbolero junto a sus hijos Carlitos y Andrés. Si hubiese sido por mi padre, quien realmente era quien tenía la obligación, seguro que jamás hubiera ido a ver un juego. Mi propio hermano también fue al estadio en esa temporada, apenas una sola vez, a ver un match entre Águilas y Licey. Todo gracias a Carlitos, quien lo invitó.  

Los Tigres clasificaron en cuarta posición durante esa campaña, pero se las valieron para eliminar milagrosamente a los Leones del Escogido en una semifinal que se extendió al máximo de siete desafíos. Las Águilas, que se clasificaron en segundo, dispusieron por la vía de la barrida de los Caimanes del Sur, quienes habían sido terceros en la temporada regular. De modo que Águilas y Licey volverían a verse las caras en la gran final, tal como había sucedido en numerosas ocasiones en años anteriores. 

Las Águilas salían como los favoritos a campeonar de acuerdo a los vaticinios de la prensa dominicana y, a decir verdad, se comportaron durante toda la temporada como un equipo más sólido y equilibrado que sus archirrivales felinos. Y los vaticinios no se equivocaron. Las Águilas ganaron en cinco partidos (4-1) la serie final. Carlos se las pasó juego tras juego dándome cuerda, cuerda que contó con la aprobación de mi madre y, naturalmente, aunque de forma silente, de mi padre.  

Los hits y robos de base de Diloné, el jonrón con las bases llenas de Víctor Mata, el buen pitcheo de J. J. Bautista, el gran relevo de Cecilio Guante, los disparos certeros a las bases de Tony Peña cazando a los corredores azules, en fin, todas esas hazañas que se tradujeron en victorias amarillas fueron vitoreadas a gritos y aplausos por Carlos. A , apenas me tocó aguantar con estoicismo las burlas de mi hermano y sus amigos anti liceístas del barrio y colegio. Aquello fue una época en la que aprendí que no siempre se gana y que en los deportes existían fanáticos burlones y mortificadores. Aún me quedaba mucho por aprender y vivir.  

Temporada 1986-87, cuando me cambié de equipo 

Semanas antes de arrancar la temporada de béisbol 1986-87 a Carlos se le cogió en convencerme y hacerme cambiar de equipo. “Iván, cámbiate pa las Águila, pa que goce ete año”, “Tú verá, las Águila van a ganá ete año, cámbiate, te lo digo yo”. Mis respuestas habían sido firmes hasta el momento: “No me cambio, soy liceísta y ese es mi equipo”. “¿Cuál es tu afán en que me cambie de equipo?” “¿Para qué?” Pero fue tanto y tanto lo que jodió que, faltando apenas tres o cuatro días para el inicio del torneo, caí derrotado ante sus insistencias. “De acuerdo, me cambiaré, ya soy aguilucho”. Increíblemente había asumido como una verdad absoluta su pronóstico de que las Águilas iban a ganar de nuevo y de que yo iba a gozar con ese equipo. Asombrosamente di a conocer sobre mi decisión en el barrio y el colegio. Mis compañeros de clases, la mayoría liceístas, no entendían qué estaba pasando conmigo, no podían creer lo que acababan de oír de mis propios labios. Hoy, en este mes de junio de 2018, mientras escribo este capítulo, no puedo comprender como había sido tan fácilmente convencido por mi hermano, cómo no había sido capaz de seguir firme hasta el final a pesar de las insistencias despiadadas de un fanático aguilucho confeso como Carlos. Cómo no fui capaz de oponer resistencia con argumentos sólidos y contundentes. En verdad, carecía de esos argumentos y admito haber sido un niño tonto fácilmente sugestionable ante aquellos que se creían sabelotodo. Pero, quiérase o no, así mismo fue, me cambié de team y, a los pocos días de haber comenzado el torneo, me fui identificando como un aguilucho apasionado, igual como cualquier otro. Tengo que reconocer que las Águilas Cibaeñas fue algo así como una chica prohibida de la cual me enamoré locamente y que rápidamente me hizo olvidar aquella otra con la que mantuve amoríos por tres años. ¡Vaya infidelidad! ¡Tamaña traición! Voy a ser honesto conmigo mismo: eso, aquí y en China, es cobardía como quiera que se mire. Pero ya la traición estaba consumada. Fue sorprendente lo tanto que me fanaticé con el equipo de Santiago de los Caballeros, que incluso me convertí en un hincha enemigo del Licey. Sí, de ese Licey que había sido el primer equipo de mi infancia, de ese Licey al que vi ganar dos campeonatos consecutivos (1983-84 y 1984-85). Habían ganado también en la estación 1982-83, pero cuando eso no veía béisbol; Carlos y mi padre aún no habían empezado a inculcarme la pasión por ese pasatiempo ...ni a presionarme en ser aguilucho. 

Mi amor por las Águilas llegó más rápido de lo esperado, y se tornó hasta ridículo. Había hecho cosas como sufrir y llorar varias derrotas en partidos de serie regular, lo que jamás hice en mi época de liceísta. No si en algún momento mi hermano reflexionó y pensó si aquello de convertirme en aguilucho más que bien se tradujo en un mal. Eso no lo . Lo que es cierto es que mi fanatismo ralló en algo insoportable, en la estupidez más absurda.  

Hubo momentos, ya en la etapa de las eliminatorias, en que mi padre me prohibió ver algunos partidos de béisbol, en el entendido de que eso me hacía daño. Ahora, retornando a este presente de junio de 2018, me pregunto: ¿no hubiese sido mejor que me dejaran siendo liceísta?  

Las Águilas, tal como lo vaticinó Carlos, terminaron ganando el campeonato, y yo, gozando como un fanático feliz. Algo que me resultó chocante, es que mi padre, siendo aguilucho de origen, terminó apoyando en la serie final a las Estrellas Orientales, alegando que le daba mucha pena que ese conjunto tuviera 19 años sin ganar un campeonato. Así de simple, hechos anormales ocurrieron en mi núcleo familiar durante esa temporada. 

Analizado desde una óptica objetiva, lo que hizo mi hermano estuvo mal en todo el sentido de la palabra, y estuvo mal porque no respetó la simpatía por el que había sido mi equipo de preferencia durante tres años. Es verdad que él no me puso una pistola en la cabeza para que me cambiara, pero es cierto que se valió del más necio e incansable lavado de cerebro, una sugestión insistente y molestosa en la que al final no tuve agallas ni argumentos para enfrentarla y sobrellevarla. Se valió simplemente de mi condición de niño bobo y manipulable. 

Después de aquel triunfo en 1986-87, las Águilas Cibaeñas, la chica prohibida de la que me enamoré con pasión, duraron cinco temporadas sin ganar la copa. Para finales de 1989 había tomado la firme decisión de volver a ser liceísta, en vista del hartazgo que me provocaba ver como los felinos vencían a las Águilas en la serie regular. Pero ese cambio duró poco, quizás año y medio, y no fue muy sincero. Aunque aplaudía los batazos y victorias azules, por otro lado prestaba atención a lo que ocurría con el conjunto de la ciudad de Santiago. Fingía felicidad por las victorias azules, pero me apenaba mucho cuando las Águilas andaban en picada. El colmo de los colmos fue que, en esa misma contienda 1989-90, en que regresé a ser liceísta, los Tigres no pudieron llegar a la gran final, mientras las Águilas sí. Y aunque los Leones del Escogido finalmente ganaron la corona, al vencer a los amarillos en seis partidos (4-2), terminé respaldando a las Águilas en aquella serie final. No podía negar que la chica prohibida se había adueñado de mi corazón y que, por más enojado que estuviese, terminaría a la corta volviendo a su lado.  

Para la contienda 1990-91 Licey finalmente pudo campeonar tras cinco años sin lograrlo. No niego que celebré la victoria en la final ante los Leones, pero mi respaldo no había lucido tan sólido antes las ocasiones en que los Tigres enfrentaban a las Águilas. No era sincero conmigo mismo, y eso lo sabía, pero me preocupaba el qué dirán de los demás si decidía regresar como fan de las Águilas del Cibao.  

Así me mantuve también durante la temporada 1991-92, siendo liceísta de la boca para afuera, pero en fondo de todo, aguilucho. 

Para mediados de la temporada 1992-93 decidí regresar como hincha de las Águilas, y en esa contienda, ganaron. Se impusieron a los Toros del Este en seis partidos, 4-2. En la estación 1993-94, en plena serie final entre amarillos y azules, me cambié para los Tigres, que terminaron ganando la finalísima. Ese cambio también duró poco, pues, a los pocos días de iniciada la temporada 1994-95, volví con las Águilas nuevamente. Aprendí definitivamente que no se podía jugar con los sentimientos, con lo que uno verdaderamente cree y ama.  

Hasta la actualidad he seguido siendo aguilucho, y no voy a esconder que desde la campaña 2006-07 hasta la 2016-17 había tomado la decisión de apoyar a las Estrellas Orientales por una razón muy sencilla: PENA. Por eso mismo, por pena he respaldado a los verdes, porque he querido verlos ganar una serie final, hazaña que no consiguen desde 1967-68. Pero mírese como se mire, sigo siendo un aguilucho convencido, y eso es algo de lo que jamás podré renegar.