martes, 12 de diciembre de 2017

Amigdalectomía en tiempos de huelga (parte 22)

Una de las cosas que más repetí aquel día era mi deseo de que mi próxima cirugía fuera dentro de 40 años, o sea, cuando tuviera 82, y que no tuviera que verle las caras a los otorrinos ni a los cirujanos maxilos-faciales por todo ese tiempo. Lo decía, no por miedo, sino porque ya estaba harto de tantas complicaciones: amigdalitis, faringitis, sinusitis, inflamaciones e infecciones de encías, pérdida de dos piezas dentales, afta bucal, estornudos y moqueos molestosos e irritantes. Estaba harto de los medicamentos, de los médicos y de mí mismo incluso. Desde febrero de 2016, cuando Maribel me contagió la infección aquella, todo para mí había sido un jodido calvario. Todo había cambiado para mal. Pero ahora pensaba que en lo adelante las cosas serían como un cuento de hadas, como el epílogo o final de una pesadilla. Tenía una esperanza, algo por qué creer. Solo eso, algo por qué creer. 

Por Iván Ottenwalder 

Entre el jueves 26 y el viernes 27 de octubre me realicé los últimos estudios requeridos y a la semana siguiente se los llevé a la especialista. Ella me dijo que sería operado en el Centro Médico Dominicano ya que mi caso requería de quirófano e internamiento. Me indicó la fecha en la que tendría que pasar por el hospital a recoger el diagnóstico de la cirugía para luego proceder a la cotización con el seguro médico. Así lo hice en el día previsto. 

Cuando llegué al Centro Médico Dominicano pasé por la recepción a recoger la documentación de rigor. El diagnóstico y la indicación del proceso lo había elaborado un cirujano maxilo-facial, compañero de trabajo de la doctora que estaba tratando mi caso. Lo único que me sorprendió fue que el cirujano que me iba a operar no me viera antes en una consulta pre-quirúrgica y que confiara a ciegas en el diagnóstico de su colega. Pero bueno, lo acepté así y no comenté nada. 

Primera cotización de la cirugía.
En la indicación estaba incluida también la extirpación del hueso llagado por el afta bucal, aquel afta de tanto tiempo que las panorámicas dentales nunca detectaron, como tampoco detectaron la infección aquella de la penúltima encía por la cual perdí una pieza dental completa. A veces creo que la ciencia también comete sus pifias.  

Fui a un pabellón del seguro médico para que me cotizaran la cirugía. Mi plan básico me lo cubrió casi todo, menos el cierre de colgajo, es decir, de la última encía superior derecha. Esta encía me la iban abrir para trabajarme gran parte del proceso, luego habría entonces que cerrarla.  

Telefoneé al médico para contarle sobre la parte que el seguro no cubría y me informara la diferencia a pagar para tales fines. El galeno me pidió que le enviara una foto por whatssap de la cotización del seguro médico. Así lo hice horas después. 

Al día siguiente le puse un mensaje de whatsapp a la doctora explicándole sobre lo ocurrido y que me informara sobre el costo a pagar por el cierre de colgajo. También acerca de la fecha de la cirugía. Ella me respondió como dos días después. Me dijo que el cierre de colgajo saldría entre 8 mil o 9 mil pesos y que la cirugía sería para el martes 7 de noviembre a las seis de la tarde. Sin embargo, un día después, me preguntó en un mensaje si podría ser el martes a las 12 del mediodía. Le contesté que no habría problemas, que lo consultaría con mi jefe de trabajo para ponerlo al tanto. La doctora me explicó que debía estar desde las 7 de la mañana en el área de emergencia de la clínica, llevar la indicación, el diagnóstico y el seguro médico al departamento de ingreso para los fines de cirugía e internamiento. Me aclaró que el costo definitivo del cierre de colgajo era de 8 mil pesos. También debía estar en ayunas desde las 5 de la mañana. Ni comida ni líquidos. 

Día de la cirugía 

El martes 7 de noviembre, temprano en la mañana, mi padre me acompañó al Centro Médico Dominicano. Entramos al área de Emergencia y me dirigí al departamento de Ingresos. Deposité mi seguro médico, cotización de la aseguradora, los análisis, la indicación y el diagnóstico. Luego de un instante de varios minutos me devolvieron todos mis análisis, el diagnóstico del cirujano y la indicación de la cirugía para depositarlos en otra área departamental. Cuando la representante de dicha área vio todos los estudios me preguntó por qué no tenía el de la prueba preanestésica. Le contesté que la especialista no me la había prescrito. La muchacha telefoneó al médico cirujano y le informó del caso. Él de inmediato la indicó vía telefónica. “Señor Iván, dice el doctor XXXXXXXXX que pasé a realizarse la prueba preanestésica antes de la cirugía. Eso queda en el consultorio de allá atrás. Tiene que salir y dar la vuelta. Todavía hay tiempo”, me sugirió.  

Mi padre, con su cara de reciedumbre, me acompañó. “Yo no entiendo a estos médicos del carajo”, gruñó. “Ya, vamos a resolver”, lo tranquilicé. Cuando entramos a la zona de espera le pregunté a la secretaría por el doctor que realiza las pruebas pre-anestésica. “No ha llegado todavía. Viene en una hora. Pero lo puede esperar. ¿Tiene su seguro médico?”, me preguntó. Tuve que retornar al área de ingresos a buscarlo por un instante para que la secretaria del doctor llenara el recibo de consulta”, Cuando regresé y se lo mostré me informó que la diferencia a pagar serían de 500 pesos. No los tenía a manos y se los pedí prestado a mi padre. “Préstamelo y te lo pago luego. Sabes que yo no fallo”, le pedí.  

Dentro 40 minutos aproximadamente el médico anestesiólogo llegó. Después de dos pacientes me tocó el turno de entrar. El proceso fue rápido y todo salió bien. El galeno llenó un formulario y lo grapó con todos mis análisis realizados. Finalmente volví al área de Emergencia a donde la muchacha del departamento anterior. “Muy bien, espere un rato sentado hasta que un enfermero lo lleve a la sala de espera de cirugía”, me indicó. 

Luego de unos minutos, ya era más de las once de la mañana, un enfermero llamó por nombre a todos los pacientes que iban a ser operados en el día. Le acompañamos por el ascensor hasta la sala de espera de cirugía. Antes de entrar por la puerta de dicha sala nos pidió a cada uno que dejemos las carteras, llaves, relojes y otros documentos personales con un familiar. “¿Usted vino sólo o con un familiar señor?”, me preguntó el enfermero. Le dije que vine con mi padre. “Ah muy bien, déjele sus pertenencias a él y venga conmigo”, me pidió 


Licencia médica.
Dentro de la sala una enfermera me entregó una bata y zapatillas de tela para colocármelas. “Vaya al vestidor, quítese la ropa y pongase ese atuendo”, me ordenó. Así lo hice tal cual y luego ella me encaminó a un cubículo, me colocó un suero y me sugirió esperar hasta que llegase el doctor. El médico llegó como en una hora. Luego de unos instantes una enfermera me fue a buscar para llevarme al quirófano. La anestesióloga me saludó, me preguntó de qué me iban a operar y me indicó que me recostara en la camilla. La especialista en anestesias me pidió que cerrara los ojos para hacer una oración por mí. Yo, aunque soy creyente y voy a la iglesia, no tenía el más mínimo miedo. En verdad, y esto lo he repetido cientos de veces, no le tengo miedo a las cirugías. En 2008 me extirparon un quiste sebáceo en la mejilla derecha y no me asusté. En 2016 me operaron las amígdalas palatinas y tampoco mostré temor. Creo que es el dominicano y dominicana promedio quien atemoriza a la gente cuando lo van a operar. No le veo sentido a esto, pero lo puedo comprender. No todo el mundo tiene el mismo temple y coraje. Después de varios minutos me colocaron la anestesia y quedé dormido como un lirón. Cuando desperté, pasada las cuatro de la tarde, ya había sido operado y dirigido de inmediato a una habitación. Allá estaban mi madre, padre, hermano, cuñada y sobrina. Una enfermera me ayudó a recostarme en la cama boca arriba. Podía hablar bien, y hasta sentí ganas de leer un poco, en lugar de estar viéndole las caras a los demás. Por lo regular mis familiares suelen platicar de temas que a mí no me interesan en lo absoluto. “No Iván, no te pongas a leer ahora por favor, que te puedes marear. Mejor mañana”, me suplicó mi progenitora. Lo mismo opinó la fisioterapeuta. “Mejor descanse y duerma, aunque no tenga sueño.”, me instó. “De acuerdo, está bien”, respondí. En verdad no tenía sueño y lo que hice fue recostarme y no hablar. Las partes superiores derechas e izquierda de mis encías estaban cosidas de puntos. Durante el proceso quirúrgico me habían colocado una mecha en el lado izquierdo de mi nariz, de modo que tenía ese lado vendado. Nelsy, mi cuñada, me había traído unos jugos y yogures para cuando deseara tomar. Media hora después mi padre se había marchado; después Carlos y Nelsy. Quedé sólo con mi madre.  

Hubo un instante que sentí ganas de escupir y lo hice. Expulsé saliva con un poco de sangre negruzca. No quise decir nada para que mi madre, quien me acompañó y durmió en la habitación esa noche, no se fuese a alarmar. Pero eso ya no me gustaba y le dí cabida a la sospecha. Recuerdo que a finales de septiembre llegué a escupir sangre en el lavabo de mi casa durante para de días. Pensé que aquella sangre sería pasajera y que ese síntoma desaparecería por sí solo, pero reapareció luego de la cirugía. Escupía porque sentía una sensación de salivero molestoso por el lado derecho, no sé si por la garganta, orofaringe o encía. Incluso, gran parte de mi secreción nasal no siempre ha sido moco amarillento o verdoso, sino saliva blancuzca. “Creo que algo ha quedado pendiente”, pensé pero callé. Traté de ser feliz pero atrapado en la duda. 

Miércoles 8 de noviembre 

Dormí muy bien aunque en varias ocasiones necesité ir al baño a orinar. Al despertar a las 7 de la mañana desayuné normalmente. Tomé yogurt, avena y jugo. Todo debía ser comida blanda o líquidos por al menos 10 días.  

Mi madre me hizo compañía hasta las 12 del mediodía, hora en que llegó mi tío Nelson, quien me acompañó por cerca de dos horas. A eso de las 12:30 una enfermera me trajo comida. Las enfermeras también solían entrar a la habitación ya fuese para inyectarme medicamentos de forma intravenosa o para traerme algo de digerir. Cuando se agotaba el suero me lo cambiaban por otro.  

Me sentía muy aliviado de la sinus, y era obvio, pues mis senos maxilares habían sido drenados. Solo quedaba por ver si sería capaz de moquear lo que quedaba de flema de los senos etmoides, esfenoides y frontal. En varias ocasiones escupía porque sentía como un salivero molestoso y expulsaba algo de sangre. Eso no me gustaba, pero lo dejé pasar otra vez por alto, creyendo que aquello iba a desaparecer por solo. Esperaría a que el tiempo, sabio al fin, me diera la respuesta. 

Durante la noche anterior expulsé alguna flema con sangre por el orificio derecho de la nariz, aunque un día después el doctor me diría que eso no era nada, que solo ocurría debido al seno maxilar. “Es posible que botes alguna flema con sangre en estos días, pero luego desaparecerá. No te preocupes por eso”, me alentó. No le dije acerca de la flema escupida de la garganta. 

Pero volvamos al miércoles 8 de noviembre. Varias veces tuve que pararme a orinar. cuando necesitaba algo para leer, periódico, libro o revista, se lo pedía a mi madre, mi tío, mi padre o cualquier otro familiar que estuviese en la habitación. Con mi celular me comuniqué con varias personas amigas y familiares preocupadas por mi estado clínico. Podía hablar perfectamente bien y sin dificultad alguna. Solo debía tener cuidado al cepillarme, debido a los puntos de sutura sobre las encías derecha e izquierda.  

Una de las cosas que más repetí aquel día era mi deseo de que mi próxima cirugía fuera dentro de 40 años, o sea, cuando tuviera 82, y que no tuviera que verle las caras a los otorrinos ni a los cirujanos maxilos-faciales por todo ese tiempo. Lo decía, no por miedo, sino porque ya estaba harto de tantas complicaciones: amigdalitis, faringitis, sinusitis, inflamaciones e infecciones de encías, pérdida de dos piezas dentales, afta bucal, estornudos y moqueos molestosos e irritantes. Estaba harto de los medicamentos, de los médicos y de mí mismo incluso. Desde febrero de 2016, cuando Maribel me contagió la infección aquella, todo para mí había sido un jodido calvario. Todo había cambiado para mal. Pero ahora pensaba que en lo adelante las cosas serían como un cuento de hadas, como el epílogo o final de una pesadilla. Tenía una esperanza, algo por qué creer. Solo eso, algo por qué creer. 

Mi tía Mirtha me visitó por la tarde, lo mismo que la cirujana de Salud Bucal que trabajó en mi cirugía. La especialista me preguntó cómo me sentía y le respondí que en buen estado anímico. Le hice algunas preguntas, primero sobre el tiempo que duraría con el vendaje del lado izquierdo de la nariz. Me contestó que hasta el día siguiente, o sea, el jueves. También sobre el día que me darían de alta y me respondió que el viernes. Sobre cuándo me quitarían los puntos, “dentro de 15 días”, respondió. Por último le pregunté si durante el proceso de drenaje no encontraron residuos de pus o líquido apestoso en las encías alteradas del lado derecho. Me contestó que no, que más que nada solo hallaron mucosidad en los senos maxilares. Ella me preguntó si tenía a manos los 8 mil pesos para el doctor por el procedimiento que el seguro no cubrió. Le dije que de momento no, pero que lo conseguiría prestado con mi padre al día siguiente, que despreocupara. La médica se despidió de dejándome saber que me visitaría en compañía del doctor temprano al día siguiente.  

Un rato más tarde llegó mi padre y le informé de la situación de los 8 mil pesos pendientes por pagar al doctor. Le pedí que me los prestara y que luego se los pagaría. Salió a una diligencia y en un rato me los trajo. De inmediato los guardé en la billetera localizada en el bolsillo de uno de mis pantalones.  

Esa noche mi madre volvió a dormir en la habitación donde estaba internado. Pude conciliar bien el sueño hasta las 3 de la mañana, cuando me di cuenta que el líquido del suero se había agotado. Desperté a mi madre y le pedí que llamara a una enfermera. Ella no quiso levantarse de la cama. “Iván, déjame que estoy durmiendo, por favor, ACUÉSTATE”, me respondió en tono molesto. Fue entonces cuando decidí pararme de la cama, con todo y suero, abrir la puerta de la habitación y llamar a una enfermera. Una señora de enfermería me dijo que vendría una enfermera en un rato. Cerré la puerta y me recosté en la cama. Cerca de 25 minutos más tarde llegó la enfermera con otra botella de suero. Despegó la vacía y me colocó la nueva. Mi madre le reprochó por la tardanza. “¡Pero ustedes aquí en esta clínica son descuidados! ¡Y si a este muchacho le pasa algo por culpa de tanta negligencia de ustedes! ¡Oh, Dios mío!”, le reclamó en tono airado mi progenitora. Aunque no había hecho el más mínimo esfuerzo por buscar a la enfermera, al menos protestó por la tardanza.  

Jueves 9 de noviembre. Fui dado de alta 

La mañana del jueves 9 de noviembre a eso de las ocho entraron los cirujanos a la clínica. El doctor me había informado que sería dado de alta debido a mi buena evolución, y eso era cierto, pues me sentía muy bien, aunque con la sensación de los puntos de sutura sobre las encías. El galeno me explicó delante de mi madre que no era necesario que estuviera otro día interno ya que había respondido bastante bien a los fármacos. La cirujana me retiró el vendaje de la nariz. Pregunté si me habían enderezado el tabique y el especialista me dijo que no, que aquello había sido solo para colocarme una mecha dentro del orificio izquierdo de la nariz. “¡Y de dónde diablos sacó mi padre que me habían enderezado el tabique!”, exclamé. “Él me lo había dicho el martes cuando me trajeron a la habitación”, agregué. Todo el mundo hizo silencio. 

Busqué el dinero dentro de la billetera, los 8 mil pesos que el seguro médico no cubrió, y se los pagué al doctor. “Siempre hay cosas que el seguro no las cubre”, respondió el médico.  

Mi madre se puso a hablar con los doctores de otros temas que a ni me importaban. La doctora me anotó unos fármacos en una receta. Debía tomarlos por siete días algunos y por diez otros. Asimismo, me entregó la licencia médica. Mi padre se encargaría de llevarla a mi trabajo al día siguiente. Iba a reposar por 15 días exactamente.  

Tío Nelson llegó al poco rato a acompañarme, mientras mi madre se marchaba a su cliniquita veterinaria a trabajar. Nelson y yo nos pasamos casi dos horas conversando de distintos tópicos, hasta el momento en que decidió marcharse. Ya a las 12 del mediodía llegó mi padre a la clínica. Mi madre le había telefoneado antes para que me pasara a recoger. Una enfermera me retiró el suero y la aguja de mi vena. Minutos después me vestí, preparé todas mis cosas, de modo que no se me quedara nada. 

Mi padre me contó que había pagado la cuenta de la cirugía y el internamiento. Me enseñó las facturas. La diferencia a pagar por el asegurado era de un poco más de 9 mil pesos, más los 8 mil que le había pagado al doctor por el cierre de colgajo que mi plan no cubrió. En total eran más de 17 mil pesos. Le dije que se lo pagaría todo el fin de semana cuando fuera al banco. “Solo págame los 8 mil que te presté ayer tarde y deja lo otro así”, me propuso. “¡Pero vas a salir perdiendo!”, intenté convencerle. Me respondió que no importaba, que lo dejará así. En fin, acepté su propuesta.  

Ya casi a la una bajamos al primer piso de la clínica, al área de caja, para que me sellaran la receta y la licencia médica. Luego nos fuimos. 

Retornamos a nuestro hogar después de la una de la tarde. Organicé todas mis cosas en el armario tal cual como estaban antes del martes. A las 4 p.m. fui a una farmacia a comprar los medicamentos: AMOXIDAL DUO 875 mg., ANCEFEL 100 mg., NEUZYM 30 mg. y AFRIN (GOTAS NASALES). El seguro médico no me cubrió los fármacos por una sencilla razón: la receta estaba escrita en papel fotocopiado a blanco y negro, y no en hoja a color y original como debía ser. Eso me creaba una disyuntiva incómoda: o pagar la factura de más de 3 mil pesos por los fármacos que necesitaba o, volver donde el médico al día siguiente para que me transcribiera la indicación en papel original a color. Me decidí por lo primero porque no quería perder mi tiempo por culpa de un error de otro. Antes le pregunté a la farmacéutica si podíamos llamar por teléfono al doctor y solucionar el asunto. “Es que el problema no es ese, señor. Es el seguro que no lo acepta así”, me informó.  

Terminé de pagar los productos y me los lleve a casa. Andaba con mi paraguas ya que estaba lloviendo. Al llegar a mi morada empecé a tomarme los fármacos. Me quedé tranquilo en el apartamento, conectado a Internet por un rato y, en ocasiones, ingiriendo líquidos y alimentos blandos. ¿El final de la historia estaría cerca? No lo sabría. Lo más sensato sería esperar el transcurrir de los días y los meses, a ver cómo evolucionaría. 

Las victorias no se cantan hasta que no se esté del todo seguro.  

Continuará....

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